Fue menester la lucidez intelectual de Ramón Menéndez Pidal para averiguar e indicar el entronque con una leyenda del Mahâbhârata de una obra barroca de Gabriel Téllez Girón, “Tirso de Molina” (1584-1648), citada comúnmente como mejor exponente de su teatro religioso y en donde se aglutinan las mejores tradiciones cristianas: El condenado por desconfiado. El eminente crítico, en su obra Estudios literarios (p. 102), señaló la leyenda y algunas otras fuentes: 1.- La leyenda del brahmín Kançipa (Kaushika) y del shudra Dharmavyâdha, en el Mahâbhârata, de Vyâsa: 2.- Las Vitae Patrum, de varios autores; 3.- De arte bene moriendi, de Roberto Bellarmino; 4.- La Escala espiritual, de San Juan Clímaco. El problema del que se trata en todos estos textos – y como culminación en El condenado – es el de qué es lo que puede ser más grato a la divinidad, si la virtud formularia y externa del asceta, desligado por entero de los lazos familiares, o la bondad filial de un hombre socialmente mal considerado (de oficio bajo o de perteneciente a las clases delincuentes).
Esta problemática la plantea y la resuelve Tirso como con tantas otras se hacía en el teatro, en un momento en el que la Contrarreforma precisaba de una reestructuración de conceptos religiosos y morales que pudieran fusionar la fe medieval con el cartesianismo del 1600. Sin embargo, dicha problemática no aparece como núcleo temático de la obra, sino como aspecto accesorio, aunque no por ello menos apasionante. El condenado por desconfiado se centra en la candente cuestión de la predestinación y el libre albedrío, polémica que enfrentó en su momento a los llamados ¨bañesistas¨ (partidarios del dominico Domingo Báñez, quien creía en la predestinación del hombre) y a los denominados ¨molinistas¨ (seguidores del jesuita Luis de Molina, quien abogaba por el individualismo y la libre elección entre el bien y el mal). Esta obra responde a la misma pregunta que contestaría con su ejemplo el Segismundo de Calderón, cuando el tema conmovió a todo el ambiente cultural y religioso de la España de aquellos años.
El argumento nos habla del ermitaño Paulo quien, perdida su fe en la misericordia de Dios y el premio a la virtud, inquiere acerca de su salvación o condenación. Dícele una voz diabólica que su fin será el mismo de un tal Enrico, a quien encontrará en Nápoles. Para sorpresa de Paulo, éste resulta ser un asesino y el ermitaño, desengañado de Dios por creer en la segura condenación de Enrico, inicia una vida de perversión. Enrico, pese a sus pecados, siente un gran amor por su padre, virtud ésta que le hará renegar a su pasado y arrepentirse. Tras ser ajusticiado, su espíritu alcanza la salvación, mientras Paulo se condena por su desconfianza, probando así el libre albedrío y la llamada “Ciencia media” de Luis de Molina ser superior a la doctrina de la premoción física de Báñez.
Lo que nos incumbe aquí es el personaje de Enrico y su relación con Anareto, su padre, así como la relación de ambos y sus paralelismos con la historia de Dharmavyâdha, matarife y cazador del reino de Mithilâ, quien, a causa de su respeto y devoción por sus padres, alcanzó la liberación (moksha). La fuente principal de donde parece surgir esta leyenda es, efectivamente, el Mahâbhârata, de Vyâsa, más concretamente el Vana Parva o Âranya Parva, sección en la que se narran las peripecias de los príncipes del linaje de los Pândavas en su destierro en los bosques. Hemos hallado en el texto mitológico Varâha Purâna la misma historia con algunas alteraciones sobre las vidas anteriores de Dharmavyâdha. La leyenda se menciona después en otras obras clásicas, como el Shukasaptatî (“Setenta cuentos del papagayo”) o la recopilación de cuentos llamada Kathâ Sarita Sâgar (“Océano de ríos de cuentos”), una de las más antiguas del mundo, original del poeta Somadeva (¿-?-1081), derivada probablemente de una antología anterior denominada Brihatakathâ (“Grandes cuentos”), que ya no se conserva. Sería presunción el especificar la ruta literaria por la cual llega a España esta leyenda. A título de especulación podemos citar varias versiones del tema que se aproximan paulatinamente en el tiempo y en el espacio a la pieza barroca en estudio.
Existen referencias a un cuento difundido por los árabes, cuyo protagonista es el patriarca Moisés, quien recibe de un carnicero llamado Jacob idénticas enseñanzas sobre la devoción filial a las que Dharmavyâdha había dado a Kaushika. La versión hebrea de la historia habla del sabio Rabí Josúa ben Illén y del matachín Nannas. La interpretación cristiana se basa indudablemente en las dos anteriores. Tal y como ha pasado a la hagiografía, la narración se titula San Antonio el ermitaño y el curtidor de Alejandría. La leyenda de San Pafnucio y del músico que había sido ladrón guarda también una asombrosa similaridad con la idea que daría origen al drama de Tirso. Tras éste aparecen en la literatura española varias obras de argumento semejante, verdaderas imitaciones del tema y que citamos a título informativo: El lego del Carmen, de Agustín Moreto Cabaña; Sólo en Dios la confianza, de Pedro Rosete Niño; El mal apóstol y el buen ladrón, de Juan Eugenio Hartzembusch y Doña María, la Brava, de Eduardo Marquina.
La información sobre Dharmavyâdha la obtenemos a través del mito de Kaushika: en un momento en el que el brahmín Kaushika se hallaba en meditación bajo un árbol, cayó sobre él el excremento de una grulla. Indignado, el brahmín la fulminó con la mirada. Tras ello marchó a pedir limosna. La mujer de la casa a la que llegó le hizo esperar y, ante el enfado del brahmín, le dijo que no la mirara airadamente, puesto que ella no era ninguna grulla. Kaushika quedó sorprendido por los poderes de la mujer que, según ella le dijo, los había obtenido por devoción a su marido. La mujer le mandó a la ciudad de Mithilâ a ver a Dharmavyâdha, para que con sus enseñanzas aprendiera a vencer su soberbia. Kaushika lo hizo, le aceptó como maestro espiritual y de él aprendió la devoción a los padres, por la que obtuvo la liberación. (Mahâbhârata, Vana Parva, cáps. 27-33)
Según la leyenda, Dharmavyâdha en su encarnación anterior había sido amigo de un rey entusiasta de la arquería. En una cacería hirió por error a un rishi o sabio asceta que meditaba en el bosque, quien le maldijo para que reencarnara como carnicero en una casta baja. No obstante, el rishi se conmovió por el arrepentimiento de Dharmavyâdha y le dijo que, si no se apartaba de su deber filial, alcanzaría la liberación, como así fue.
Aunque partiendo de premisas sociales y religiosas distintas, tenemos trazado un claro paralelismo entre Dharmavyâdha y Enrico, cuyas historias acaban coincidiendo. Ambos muestran un concepto claro de la meritoriedad de la devoción filial, así como de los buenos resultados que ésta puede producir. Dice Dharmavyâdha: “Mi padre y mi madre son los dioses a los que adoro. Les hago los honores que los dioses merecen.” (Vana Parva 204, 17)
Por su parte, Enrico toca el tema de la virtud únicamente al hablar de su padre y aunque no llegar a experimentar la percepción del progenitor como elemento semidivino y digno de ofrenda, es la presencia de éste la que pone de manifiesto la capacidad de percepción espiritual del materialista Enrico:
ENRICO.-
No el sol por celajes rojos
saliendo a dar resplandor
a la tiniebla mayor
que espera tan alto bien
parece el día tan bien
como vos a mí, señor.
No sólo esto, sino que la persona física de Anareto despierta en su hijo un respeto instantáneo, rayano en la idolatría. Pese al descrédito que ello significa para un matón profesional, Enrico se niega a asesinar a Albano – por cuya muerte ya ha recibido el pago – porque las canas de éste le hacen recordar a su padre. La sola mención de esta relación afecta a los sentimientos del asesino:
ANARETO.-
Vamos, hijo.
ENRICO.-
¿Quién oirá
ese nombre, que no haga
de sus dos ojos un mar?
A este elemento hay que añadir la influencia benéfica que la presencia paterna ejerce sobre él. Enrico no se atreve a hablar en voz alta con su cómplice de sus proyectos en la habitación en la que su padre se halla dormido y confiesa el influjo que sobre él ejerce:
GALVAN.-
¿Quién es?
ENRICO.-
Un hombre eminente
a quien temo solamente
y en esta vida respeto,
que para el hijo discreto
es el padre muy valiente.
Si conmigo le llevara
siempre, nunca yo intentara
los delitos que condeno,
pues fuera su vista el freno
que en la ocasión me tirara.
En todos estos aspectos la relación hijo-padre es totalmente parangonable. Enrico deja de alimentarse él por dar de comer a su padre (p. 472) y por hallarse éste tullido, le lleva en andas, le acicala, viste y da de comer. Dharmavyâdha cumple una función semejante cuando dice: “Excelente brahmín: les baño con mis propias manos. Lavo sus pies; les sirvo comida.” (Vana Parva 204, 23)
Para tener contento a su padre Enrico no vacila en cometer malas acciones. El dinero con que le mantiene lo gana obviamente de forma ilícita, robando o mediante trampas en el juego. Además le miente, fingiendo que se va a casar, para complacerle. No tiene reparo alguno en pecar si ello puede redundar en una alegría para Anareto. En el Mahâbhârata vemos un paralelo preciso: “Les hablo de cosas agradables. Incluso cometo malas acciones para tenerles contentos.” (Vana Parva 204, 24)
Los conceptos de respeto continuo al padre y de la preeminencia de este deber quedan asimismo explícitos en ambos casos. En la obra del mercedario el personaje lo explica así:
ENRICO.-
En mi vida le ofendí
ni pesadumbre le di;
en todo cuanto mandó
siempre obediente me halló
desde el día en que nací.
Llegamos por fin a la gradación argumental, al clímax de la obra de Téllez. Para el malvado Enrico, la expiación de su pecado se produce indirectamente por el amor filial. Tras matar a Octavio y al gobernador de Nápoles pretende huir de la justicia, pero no lo hace por no dejar abandonado a su padre. Esta decisión conduce eventualmente a su captura. Ya en prisión rechaza los auxilios de la religión, maldice de Dios y se niega a arrepentirse de sus culpas. Será la intercesión de su padre, que se ha arrastrado hasta el calabozo donde Enrico espera la ejecución, la que impela al bandido al arrepentimiento y a la confesión, no por convicción en el postulado cristiano de que el arrepentimiento libera de las culpas, sino por el mero deseo de complacer a Anareto. Por darle gusto una vez más, accede al deseo de su progenitor de que se confiese:
ENRICO.-
Bueno está, padre querido,
que más el alma ha sentido
(buen testigo dello es Dios)
el pesar que tenéis vos
que el mal que espero, afligido.
Este respeto, llevado a sus últimas consecuencias, redimirá a Enrico, por contraposición con lo que le sucede a Paulo, quien acaba condenándose y maldiciendo a sus padres. (p. 502) Naturalmente, el punto teológico en el que se hace hincapié al final del drama de Tirso es el de la gracia divina, que perdona al arrepentido. Lo peculiar del ejemplo es que Enrico no está en absoluto arrepentido de sus acciones. Su oportuno acto de contricción no es más que la ofrenda última de un hijo a las creencias religiosas de su padre.
En el Mahâbhârata no hallamos una gracia divina, pero la devoción filial queda claramente catalogada como una acción lo suficientemente meritoria para encarrilar a un espíritu por el sendero último: “Sirviendo a tus padres, lograrás fama. Recordarás tus vidas pasadas y obtendrás la liberación.” (Vana Parva 206, 5)