Infinidad de autores han tratado extensamente el tema de la formación literaria de Santa Teresa. Distinguidos críticos como Américo Castro, Menéndez Pidal, Marcel Bataillon, Guido Mancini y muchos otros han hecho un análisis detallado de las lecturas devotas de Teresa, su afición a las vidas de santos y libros teológicos. Pero es de destacar asimismo la influencia que el género de las novelas de caballerías tuvo en la vida y en la obra de la Santa. Aunque Víctor García de la Concha se esfuerza en sus trabajos por minimizar la importancia de lo caballeresco en la obra de Teresa, la influencia es algo innegable y la fuente más fidedigna –la autobiografía de la misma Teresa– nos deja constancia de ello. Su misma madre le facilitó el acceso a las obras de caballería, que ella guardaba en una biblioteca secreta o clandestina, en una “segunda biblioteca”, además de la autorizada por el austero padre de Teresa, Don Alonso, que sólo les permitía a sus hijos la lectura de los libros piadosos antes citados. Numerosos críticos han hecho referencia a esta biblioteca personal de la madre que, como nos dice Santa Teresa en su Libro de la vida:
Era aficionada a libros de caballerías y no tan mal tomaba este pasatiempo como yo lo tomé para mí; porque no perdía su labor.
En comparación con las posibles actividades pecaminosas a las que podían aficionarse sus hijos, la madre de Teresa prefería facilitarles estos libros que les proporcionaban entretenimiento. Dice Teresa: “Y por ventura lo hacía para ocupar a sus hijos, que no anduviesen en otras cosas perdidos.”
Teresa, como antes su madre, quedó totalmente influenciada por este género literario, que se utilizaba en la época como lo que hoy en día llamamos “literatura de evasión”, Según nos dice, su madre leía estos libros “para no pensar en los grandes trabajos que tenía”. Teresa misma, como hija de su tiempo, se dejó seducir por ellos, y particularmente por Olivante de Laura, que era su novela preferida. Sobre esta costumbre que adquirió en su juventud, la Santa nos dice lo siguiente:
Yo comencé a quedarme en costumbre de leerlos; y aquella pequeña falta que en ella vi me comenzó a enfriar los deseos y comencé a faltar en lo demás; y parecíame no era tan malo, con gastar muchas horas del día y de la noche en tan vano ejercicio, aunque escondida de mi padre. Era tan en extremo lo que esto me embebía que, si no tenía libro nuevo, no me parecía tener contento.
No podemos censurar a Teresa por esta debilidad. En realidad ninguna esfera social de su época dejó de apasionarse por el género caballeresco, tan en boga durante los siglos XV y XVI, sobre todo durante la infancia de Teresa, porque, como nos dice Valbuena Prat, durante el reinado de Carlos V, en el momento en que avanzaba un sentido cada vez más empírico de la guerra y la conquista, unido al desarrollo de las ciencias físiconaturales, una aureola de héroe medieval iluminaba el rostro sonriente del César Carlos, que venía a realizar él mismo en su imperio el gran libro de caballerías en acción. ¿Qué son, sino aventuras de este género, la prisión y liberación de Francisco I de Francia, el intento de fusión de diferencias confesionales en la posición de Carlos ante la Reforma, su concepción de la cristiandad una y amplia? La influencia de estas novelas fue tan profunda que Carlos V, que dormía con un ejemplar del Belianis de Grecia en la cabecera, desafió en 1536 a Francisco I a un combate singular para evitar víctimas inocentes, “…armado, desarmado o en camisa, en una isla o ante sus ejércitos”, en la mejor tradición de los duelos caballerescos. Francisco I, en su prisión de Madrid, entretuvo sus ocios leyendo el afamado libro Amadís de Gaula y gustó tanto de su lectura que mandó traducirlo al francés para que los galos pudieran conocerlo. En efecto, durante el reinado de Enrique IV este libro llegó a llamarse “la Biblia del rey”, alusión burlesca a la frecuencia con que lo consultaba.
No solamente los reyes gustaban de este género. Juan de Valdés, uno de los eruditos más elegantes de la corte de Carlos nos confiesa:
Diez años, los mejores de mi vida, que gasté en palacios y cortes, no me empleé en ejercicio más virtuoso que en leer estas mentiras, en las cuales tomaba tanto sabor que me comía las manos tras ellas.
Al mismo tiempo, y como contraposición, el mismo autor nos dice en su Diálogo de la lengua que él tenía el gusto tan estragado “… que si tomaba en la mano un libro de los romançados en latín, no podía acabar conmigo de leerlos”. Los libros de caballerías extendieron su influencia al romancero, a la lírica y al teatro y, lo que es más importante, a las costumbres. Las gentes querían emular en lo posible las hazañas de los caballeros y la extraordinaria afición a tales libros hizo que se dieran en la realidad casos análogos a la locura de don Quijote. Se nos cuenta que un caballero, conocido por su cordura y mansedumbre, influido por las lecturas, quiso imitar la furia de Orlando saliendo de su casa desnudo y atemorizando a los vecinos con sus desafueros, pues apaleó a unos labradores y mató a un jumento con su espada.
Todo este mundo caballeresco apareció de golpe ante los ojos de Teresa cuando su madre le permitió la lectura de tales novelas, produciendo en su personalidad en formación un gusto enfermizo al que ya hemos hecho referencia y que cristalizó en el proyecto que Teresa llevó a cabo con su hermano Rodrigo de escribir un libro de caballerías de estructura similar a los muchos que habían leído. El libro se iba a llamar El caballero de Avila y en él Teresa y su hermano iban a reflejar el sobrio realismo castellano. Sin embargo, durante su elaboración los dos hermanos estaban forzando su conciencia, ya que ambos se habían educado en unos principios morales que condenaban los libros de caballerías por inmorales, falaces e inverosímiles.
Aunque estos libros nunca fueron prohibidos por el tribunal de la Inquisición, los moralistas y erasmistas los combatieron ampliamente con diferentes argumentos. La crítica se hacía extensiva a todos los libros publicados, pero especialmente a Amadís de Gaula, por ser éste el de más popularidad y difusión. En efecto: a las hazañas de Amadís siguieron las de sus hijos, nietos, bisnietos y tataranietos, “la infinita caterva de su linaje”, Esplandián, Florisandro, Lisuarte de Grecia, Amadís de Grecia, Florisel de Niquea, Roger de Grecia, Silves de la Selva, etc. Un autor, en el libro octavo, se atrevió a hacer morir al héroe, con gran consternación del público, pero fue resucitado por sus continuadores, que le hicieron revivir, presentándolo dos veces centenario rodeado de toda su estirpe. Vives, Melchor Cano, Alonso de Venegas –los principales detractores– alegaban razones morales y llamaban a estos libros “sermonarios del diablo”, “instadores a la voluptuosidad” y “cebos del demonio con que en los rincones caza a los ánimos tiernos de las doncellas y los mozos livianos”. En l544 Francisco de Monzón, profesor de Teología en la universidad de Coimbra dice, en su obra Espejo del príncipe cristiano:
Los autores que, no sin grande cargo de sus conciencias, escribieron a Amadís y a Palmerín y a Primaleón y a don Clarián y otros libros semejantes de caballerías vanas y fingidas deberían de ser castigados con pública pena, porque no son sino unas dulces ponzoñas aquellas obras que embaucan a los que leen en ellas.
También el gobierno intervino oficialmente en el asunto, ya que en 1531 un Real Decreto prohibió la impresión de este tipo de libros en el continente americano, considerando que el pueblo nuevo recién descubierto no debía estar indefenso ante las inmoralidades de dichas obras y ésta es la causa por la que Hispanoamérica tuvo que esperar a su independencia para tener acceso a la novela y Periquillo Sarmiento, reputada como la primera novela hispanoamericana, no se publicó hasta 1817. Por último. las Cortes de Valladolid, reunidas en 1555, solicitaron la prohibición total de los libros en los siguientes términos:
Otrosí, decimos que está muy notorio el daño que en estos reinos ha hecho y hace a hombres mozos y doncellas e a otros géneros de gente el leer libros de mentiras y vanidades, como son Amadís y todos los libros que después dél se han fingido de su calidad y lectura y coplas y farsas de amores y otras vanidades; como porque los mancebos y doncellas como por su ociosidad principalmente se ocupan en aquello, desvanécense y aficionándose en cierta manera a los casos que leen en aquellos libros haber acontecido, cuando se ofrece algún caso semejante, danse a él más a rienda suelta que si no lo oviesen leído. Y para remedio de lo susodicho suplicamos a V. M. mande que ningún libro déstos se lea ni imprima so penas graves; y los que agora hay los mande recoger y quemar.
De esta cita puede considerarse cuál era la opinión “oficial” de la época sobre dichos libros. Desde un punto de vista moderno no son en absoluto pecaminosos, como se pretendía, pero sí absorbieron completamente los pensamientos de Teresa, que sólo pensaba en estos libros, hasta el punto de decidirse, como ya hemos visto, a escribir uno. La redacción de El caballero de Avila se llevó a cabo a espaldas del padre, que ya había mostrado su disgusto y su desaprobación de que la madre de Teresa los leyese, pues como nos dice en su autobiografía: “Désto le pesaba tanto a mi padre, que se había de tener aviso a que no le viese.” Los datos que tenemos sobre la redacción del libro nos los proporciona Francisco de Ribera en su obra La vida de la madre Teresa de Jesús. Aunque no tenemos evidencia histórica es psicológicamente defendible la teoría de que fuera Rodrigo el que hubiera mostrado más interés en la redacción del libro, debido a su condición de varón y a la repugnancia que la misma Teresa tenía hacia esta labor, pues, aunque entusiasmada por el género, su mentalidad formada en la moral de la época le atormentaba con la conciencia de estar cometiendo un pecado. Sea como fuere, la obra quedó concluida.
Una vez acabada la redacción del libro, parece posible que los dos hermanos lo sometieran al juicio de algún amigo o pariente, que lo encontró literariamente satisfactorio. Según Marcel Bataillón afirma en su libro Varia lección de clásicos españoles, el libro El caballero de Avila llegó a ser famoso en los anales de su ciudad, lo que demuestra que fue conocido por algunas personas. Sobre este libro, sin embargo, no quedan más que referencias y no ha llegado a nosotros el texto original. Andrés de la Encarnación, un editor del siglo XVIII y crítico de San Juan de la Cruz, tomó en serio la existencia del libro manuscrito, puesta en duda por algunos autores, e investigó sobre el lugar en donde debería hallarse, pero sin éxito.
De sus escritos se deduce que el libro original fue destruido por sus propios autores, arrepentidos quizá de su obra. Las razones serían principalmente la naturaleza de su contenido y el miedo a que cayera en manos de su padre, Don Alonso, representante de la intransigencia religiosa del XVI. Ello fue una gran pérdida para la literatura, puesto que Teresa había intentado llevar a término un proyecto ambicioso, reflejando la realidad hispana, y despreciando las fantasías exóticas. Creyendo profundizar en la esencia del género y dotando a su novela de una relación con el género del que indirectamente deriva –los cantares de gesta, en los que se exaltaba el espíritu nacional– Teresa empleó escenarios hispánicos y personajes bien conocidos. El realismo hispano de la Santa no le permitía emular en su obra las hazañas insólitas de Amadís: “Una higa –decía– para todos los golpes que fingen de Amadís y los fieros hechos de los gigantes, si hubiera en España quien los españoles celebrase.” A causa de este hispanismo a ultranza, de este realismo castellano, Teresa crea un caballero representante de las virtudes españolas, Muñoz Gil, y despreciando las islas de los endriagos y los países misteriosos, ambienta su obra en Avila, un lugar en donde el tiempo se detiene y que durante siglos ha permanecido inmutable. Por una significativa coincidencia, el nombre completo de la ciudad natal de Santa Teresa es Avila de los Caballeros.