Alfonso Vázquez: «Teoría del majarón malagueño», Almuzara, Córdoba, (4ª ed.), 2007. (Reseña)
Dice el chiste que una vez un exaltado entró en el Once —el barrio judío de Buenos Aires— y comenzó a disparar a mansalva con una ametralladora. Tras ser detenido, alegó que los judíos «habían matado a Nuestro Señor Jesucristo». Cuando se le informó de que aquello había sucedido hacía dos mil años, él se justificó, diciendo: «Yo es que resién me enteré ayer».
Pues eso me ha pasado a mí con el descacharrante libro «Teoría del majarón malagueño», que se editó en el 2007 (lleva ya cuatro lustrosas ediciones) y yo no lo he conocido hasta hace poco, lo cual significa nada menos que cuatro años de risas perdidas. Esta cuarta edición dice estar corregida y aumentada. Que el autor aumente su humor es algo que me complace, lógicamente; pero no hace falta que se corrija en nada, porque escribe muy bien desde el principio.
Vázquez —creador de otros divertidísimos libros como «Livingstone nunca llegó a Donga» o «Crimen on the rocks»— se aventura nada menos que a cocinar (con la inimitable salsa de su mirada satírica) los tipos de majarones malagueños (luego especificaremos cuáles), a presentárnoslos en una bandeja decorada con su ingenio y a cortárnoslos en pedacitos —como si fueran un filete para los niños—, con el fin de que los lectores disfrutemos al máximo con el mínimo esfuerzo, ya que su prosa es fluida, variada y simpatiquísima (lo que para mí constituye el elogio supremo).
El autor estudia a sus conciudadanos y concluye que las tipologías de los habitantes de la bella Malaka fenicia se resumen en tres; el «majarón» propiamente dicho (manera malagueña de decir que alguien está como una cabra del Tirol), el «merdellón» (que evoluciona gradualmente desde el hortera al nuevo rico) y el «chusmón» (quizá el peor de todos y el más difícil de definir, salvo que hayamos visto a algún concursante de ésos que se encierran en casas, en islas o en platós televisivos, cuando deberían estar encerrados en dependencias estatales).
Se nos ofrecen muchos graciosos ejemplos y aquí Vázquez se muestra generoso al derrocharlos para beneficio del lector. Otro escritor más avaro con sus ideas —yo, por ejemplo— habría atesorado cuidadosamente las anécdotas que nos cuenta, pues muchas de ellas servirían perfectamente de base para un cuento o incluso para una pieza teatral.
La segunda parte del libro trata de la ciudad y de sus aspectos más emblemáticos. Se ve que el autor la conoce muy bien y que la ama profundamente. Y si no la ama, lo disimula muy bien y no se le nota en absoluto.
En resumen: un libro excelente, para guardarlo y releerlo de año en año, como remedio para la recurrente depresión post-vacacional o para cualquier otra que pueda ir surgiendo.
En la misma colección hay otros títulos sobre las idiosincrasias cordobesas, sevillanas, gaditanas, etc. Pero yo no pienso leer esos libros, pues constituirían un anticlímax. No pueden ser mejores que éste.