Jean-Paul Sartre: Barioná. El hijo del trueno, Voz de Papel, Madrid, 2022, 138 págs.
Esta nueva edición de la primera pieza teatral sartriana la ha llevado a cabo con extremado esmero el Dr. José Ángel Agejas, que ya en 2004 rescató del olvido este texto —por así decirlo—, trabajando sobre el manuscrito original que se hallaba en la biblioteca nacional francesa, pero que no había sido objeto de estudio.
En este volumen —que incluye un excelente prólogo que nos proporciona el trasfondo cultural necesario para entender la obra y nos sitúa además en el estado de ánimo perfecto para apreciarla y disfrutarla— se recoge el texto de este auto de Navidad, vertido a un elegante castellano, con las personalísimas acotaciones de Sartre, que no dudó en emplear anacronismos (música de acordeón o de armónica) para humanizar la historia y acercarla más a los infortunados intérpretes que la estrenaron.
Porque este drama se concibió y escribió para ser representado en el campo de prisioneros en el que el autor se encontraba en 1940. Lo hizo para distraer de sus penas a sus compañeros de cautiverio y para tenerles ocupados y entretenidos en un proyecto artístico, pero sobre todo queremos creer que lo llevó a cabo para darles un mensaje de esperanza, aunque para ello emplease unos elementos y unos símbolos que sabemos que no fueron siempre los suyos.
El hecho de que una persona no creyente pueda escribir sobre lo divino con la fuerza y la convicción con que Sartre lo hizo no deja de ser paradójico y nos lleva a reflexionar sobre la validez del ateísmo. Se ha dicho que los ateos piensan continuamente en Dios, aunque sea para hallar medios de negarlo. Realmente, esta meditación nos parece más interesante que la indiferencia.
Pero fueran cuales fueren las convicciones del escritor, la pieza que produjo es impecable en cuanto al fondo, a las ideas. La forma externa estuvo obviamente supeditada a las posibilidades de la representación. En la obra solo aparece un personaje femenino (no había mujeres en aquel campo de prisioneros) y la obra es de muy larga duración, puesto que uno de sus objetivos era el de mantener a los prisioneros centrados en aquella actividad y el tiempo no era un factor determinante. Pero aun así su estructuración argumental es perfecta. Se nos presenta hábilmente el personaje de Barioná —un revolucionario judío que parece haber renunciado a su lucha contra el yugo romano, desencantado por la debilidad de su pueblo— y le vemos debatirse entre sus fallidos propósitos políticos y su drama personal de falta de hijos. Poco a poco se va vinculando su historia con el tema del nacimiento de Cristo como elemento de redención. La política se va tornando sutilmente en religión a lo largo de las escenas y acabamos presenciando no la lucha de una colonia contra un imperio sino la transformación de un alma en su reencuentro con la fe.
La palabra que el personaje nos sugiere es ‘intensidad’. Barioná —caudillo de su pueblo— es una fuerza que puede arrastrar a los suyos al bien o al mal, en una u otra dirección. Él será el más renuente a aceptar el mensaje cristiano y el que después más intensamente lo sienta, hasta llegar al sacrificio de su propia vida. Hasta en un ser maldito, atormentado y oscuro como Barioná, capaz —o así lo creía él— de las mayores atrocidades, penetra la luz de la esperanza. Esperanza y alegría son los dos conceptos que figuran en el texto como intrínsecos en la religión que vemos nacer en el transcurso de la obra.
Y con su especial habilidad, el autor no nos presenta al principio a su antihéroe como un personaje desagradable u odioso. Al contrario: sus argumentos parecen convincentes y como espectadores o lectores podemos entender por qué Barioná siente como siente y piensa como piensa, podemos empatizar con él y hasta compadecerle por su sufrimiento. A partir de ahí, recorremos con él su camino: vamos asimilando lo que se le dice, compartimos su proceso de transformación. El dramaturgo sabe hacer que no veamos su historia con distanciamiento, sino que entremos dentro de ella y tengamos nosotros también nuestra pequeña epifanía personal al presenciar la catarsis del personaje.
Mediante los diálogos de sus personajes, Sartre argumenta a favor y en contra de muchos puntos teológicos. Los enfrentamientos dialécticos entre el protagonista y Baltasar (el rey mago que simboliza en la obra la voz de la sabiduría) son especialmente profundos y convincentes. El autor pone su capacidad poética para crear unas escenas en verdad conmovedoras.
Muchos otros aciertos teatrales incluye esta obra. Hay elementos clásicos, como el coro —de solemnes ecos griegos— de los ancianos del lugar; el alivio cómico que proporciona el personaje del funcionario romano, sufriendo en su cometido por las duras condiciones de Palestina, lugar salvaje en su opinión; los puntos de sentimiento y ternura que aporta el personaje de Sara, una especie de alegoría de la maternidad; el contraste narrativo que proporcionan los pastores, con una filosofía de vida cercana y enternecedora, y la magia poética de las apariciones angélicas esperadas e imprescindibles en un auto de Navidad.
La magia del teatro consiste en que, por la embocadura del escenario, se nos permite introducirnos en los más variados mundos: en el que nos rodea o en el más fantástico que pueda imaginarse. Podemos adentrarnos en la Francia de Margarita Gautier, en la Dinamarca de Hamlet o en la Polonia de Segismundo. Nos es dado atisbar en el alma de hombres reales o ficticios y reír con sus peripecias o compadecernos de sus sufrimientos. Pero la tragedia más digna de ser contemplada no es una guerra, una pasión ni una venganza, sino siempre y ante todo la tragedia espiritual, la crisis de un hombre enfrentado a temas eternos y esto es lo que Barioná, el hijo del trueno nos proporciona de una manera intensa y plena.