Pocos temas de verdadera importancia dejan de tener cabida en la recopilación de escritos, clases y conferencias del pensador José Ortega y Gasset, creador de la teoría del raciovitalismo, fundador de la escuela filosófica de Madrid e indiscutiblemente el filósofo español más lúcido y claro en sus exposiciones. Como Catedrático de Metafísica durante varias décadas, tuvo ocasión de analizar desde dentro la problemática de la Universidad, sus objetivos y funciones, y dejó escritas páginas verdaderamente esclarecedoras.
Para empezar, Ortega destruye el mito de que la academia es quien forja a una nación. Es erróneo decir que una nación es grande porque su escuela es buena; esto es un residuo del idealismo del siglo pasado. Cuando una nación es grande también es buena su escuela y sin buenas instituciones académicas ningún país puede prosperar, pero lo mismo puede decirse de su religión, de su política, de su economía y mil cosas más. La academia depende más del ambiente exterior en que se desarrolla que del clima cultural y un tanto artificial que produce dentro de sí. Aquí Ortega conecta esta noción con su vitalismo: la ciencia es el mayor portento humano, pero por encima de ella está la vida humana misma, que la hace posible. El encerrarse tenazmente en este ambiente académico falso lleva a una alienación parcial y al surgimiento de una minoría intelectual que vive aparte e incluso contra el resto del país. Cómo soslayar este riesgo es lo que Ortega se propone al teorizar sobre el problema en su libro Misión de la universidad que, pese a haber sido escrito en 1930, nos sorprende enormemente por su total vigencia.
Cualquier mejora de la universidad –dice–, ha de estar en función de su función:
Una institución es una máquina y toda su estructura y funcionamiento han de ir prefijados por el servicio que de ella se espera. La raíz de la reforma universitaria está en acertar plenamente con su misión.
Es criterio aceptado el que hay que universalizar la universidad, esto es: ponerla al alcance de las clases bajas y medias. Pero esto ha de hacerse con un método realista. La universidad no debe empeñarse en enseñar lo que según utópico deseo debería enseñarse; hay que enseñar lo que se puede enseñar, o sea, lo que se puede aprender. Como dijo Leonardo da Vinci, “Chi non puó quel che vuol, que che puó voglia” (El que no puede lo que quiere, que quiera lo que pueda). El no respetar este principio lleva a que la universidad acepte de antemano el fracaso de que sus estudiantes no aprendan todo lo que se puede enseñar. El adecuar la enseñanza a las condiciones peculiares de los discípulos es el núcleo del acercamiento pedagógico de Rousseau, Pestalozzi, Fröbel y de a los idealistas alemanes, a los que Ortega secunda.
Al nivel práctico el filósofo propugna unas actitudes y criterios específicos, a los que define como principios de economía universitaria:
La universidad consiste en la enseñanza superior que debe recibir el hombre medio, al que hay que hacer un hombre culto – situarlo a la altura de los tiempos
Las grandes disciplinas culturales a enseñar son:
1.- Imagen física del mundo (Física)
2.- Los temas fundamentales de la vida orgánica (Biología)
3.- El proceso histórico de la especie humana (Historia)
4.- La estructura y funcionamiento de la vida social (Sociología)
5.- El plano del universo (Filosofía)
Hay que hacer del hombre medio un buen profesional. Junto al aprendizaje de la cultura la Universidad enseñará, por los procedimientos intelectuales más sobrios, eficaces e inmediatos, a ser buen médico, buen juez, etc. Pero todo ello sin olvidar que el aprender o enseñar una ciencia no es propiamente una ciencia. Ciencia es sólo investigación: plantearse problemas, trabajar en resolverlos y llegar a una solución. Cuando se haya llegado a ésta, todo lo demás que se haga con ella ya no es ciencia. Ser abogado es distinto de ser jurista, ser médico es distinto de ser fisiólogo y ser profesor de lenguas no es igual a ser filólogo. Se distingue así la enseñanza de las profesiones intelectuales de la formación científica, para la que todos no están capacitados. El hombre medio no ha de ser necesariamente un buen investigador, pues la vocación por la ciencia es especialísima e infrecuente. El estudiante medio no ha de perder el tiempo fingiendo que va a ser un científico.
La elección del profesorado, igualmente, no se hará según el rasgo de investigador, sino según su talento sintético y dotes de profesor. La práctica de lo contrario lleva a la formación de claustros de profesores que consideran la enseñanza como un robo de horas hecho a su labor de laboratorio o archivo.
Las disciplinas han de ofrecerse en forma pedagógicamente racionalizada – sintética, sistemática y completa, no en forma de problemas especiales, trozos de ciencia o ensayos de investigación, como es a veces habitual.
Reducido el aprendizaje a un mínimo prudente de calidad y cantidad, la universidad deberá ser inexorable en sus exigencias frente al estudiante y no aceptar excepciones por debajo de lo requerido.
Por último, pasa Ortega a denunciar la macroespecialización, que lleva inexorablemente a que se elimine de la enseñanza universitaria lo principal: la cultura y su transmisión.
La especialización es útil, pero no lo es todo. Afirma Ortega que hay que humanizar al científico. Es preciso que el hombre de ciencia deje de ser lo que es hoy con deplorable frecuencia: un bárbaro que sabe mucho de una cosa. Ha de preservarse la “cultura general”, dice. Y la cultura, aplicada al espíritu humano, no puede ser sino general. Hay que acabar con el concepto de ilustración y cultura como aditamento ornamental que algunos hombres ociosos ponen sobre su vida. La cultura es un menester imprescindible de toda vida: es la interpretación de la vida misma. Y, aunque el contenido de la cultura viene en su mayor parte de la ciencia, ciencia no es cultura. Habla el filósofo de la importancia histórica que tiene devolver a la Universidad su tarea central de “ilustración” del hombre, de enseñarle la plena cultura del tiempo, de descubrirle con claridad y precisión el gigantesco mundo presente, donde tiene que encajarse su vida para ser auténtica. Dice textualmente:
Yo haría de una “Facultad” de Cultura el núcleo de la Universidad y de toda enseñanza superior. En la Facultad de Cultura no se explicará Física según ésta se presenta a quien va a ser de por vida un fisicomatemático. La física de la Cultura sería la rigurosa síntesis ideológica de la figura y del funcionamiento del cosmos material, según resultan de la investigación hecha hasta el día. Esa disciplina expondría en qué consiste el modo de conocimiento que emplea el físico, lo cual obliga a aclarar los principios de la física y a esbozar su evolución histórica. El estudiante sabría cómo era el mundo en que vivía el hombre de ayer y de anteayer y, por contraste, cobraría conciencia plena de la peculiaridad de nuestro mundo actual.
Y propugna como necesidad perentoria la integración del saber. Es preciso que no aumenten la dispersión y complicación del trabajo científico sin que se contrarresten con la concentración y simplificación del saber, para lo que hay que formar talentos especialmente sintetizadores. La facultad de la Cultura fomentaría un talento científico que hasta ahora sólo ha surgido por azar: el talento integrador, que sería la especialización dedicada a la construcción de una totalidad cultural.