Francisco Javier Rodríguez Barranco: Nunca he sido la musa de nadie, Azimut, Málaga, 2018.
«Todo es tema», pontificó don Honorato de Balzac, que era un simpático individuo que sabía algo del nunca bien ponderado arte de escribir novelas. El secreto, el quid de la cuestión no está en la intriga, que es difícil que te salga enteramente original, sino en el estilo, que sí es diferente en cada autor que de verdad sea merecedor de ese título, porque el estilo es el hombre y cada hombre —lo ha dicho Unamuno y nosotros lo secundamos— es una especie única.
Y si el tema también promete, pues el resultado es doblemente satisfactorio, que es lo que pasa en este caso. Nunca he sido la musa de nadie es un título que ya nos revela bien a las claras que se trata de una historia que se nos va a contar por boca de personajes de esos que no son famosos ni salen en las revistas. Es este un relato de underdogs (que dicen en inglés), de infelices y desgraciados (que decimos nosotros), de humillados y ofendidos, de personas normales, de esas que constituyen la sal de la tierra. Hasta Ciriaco Medina, el protagonista, es merecedor de un accésit de segundo grado en un concurso de humildes (ganar el primer premio sería demasiado presuntuoso para él y constituiría, además, una contradicción en términos). Y, sin embargo, Ciriaco, este sherlock andaluz, es un personaje excelente y atractivo, que cumple a la perfección su cometido de investigador amateur de un asqueroso crimen, uno entre los muchos que nuestra sociedad comete a diario con los desfavorecidos, haya muerte o no por medio, porque ya saben ustedes que hay muchas maneras diferentes de cometer un crimen.
Estamos jugueteando peligrosamente con la tentación de contar detalles y aun episodios enteros de la trama de este libro, cosa que nunca se debe hacer. Ello se debe a que es una obra de veras interesante. Pero nos contendremos y dejaremos que el lector juzgue por sí mismo, que es su privilegio.
En lo que sí insistiremos es en la calidad del estilo, y no escribimos ‘sorprendente’ porque eso sería injuriar al autor, presuponiéndole incapaz de una prosa tan magnífica como de la que aquí hace alarde. En absoluto: ya conocemos otros libros del mismo escritor y le sabemos perfectamente dotado de la suprema habilidad de fascinar con las palabras. Lo ha hecho antes, nos consta, en cuentos, libros de viajes, otras novelas y escritos varios. En resumen: antes de leer este libro sabíamos de antemano cuánto estábamos abocados a disfrutar con su lectura. El nombre del escritor no es para nosotros una incógnita, sino una garantía.
Y a lo que íbamos: Rodríguez Barranco es hombre de letras «de los de antes de la guerra» y de antes del insulso posmodernismo que fabrica libros de estampitas para mayores, para que éstos se hagan la ilusión de que han leído algo. El autor domina a la perfección la frase. Su vocabulario es amplísimo y preciso, pues no basta conocer palabras: hay que saber usarlas. Tiene una clarísima noción de la variedad, de cómo deben combinarse los niveles lingüísticos para dar realce al texto y que todo tenga la famosa «calidad de página» que definió Julian Marías. Abras el libro por donde lo hagas, te encuentras diálogos incisivos, reflexiones profundas, sutiles descripciones e intrigantes enunciados de los que hacen avanzar la narración. El autor domina a la perfección la alternancia de elementos cultos y coloquiales, impactantes y humorísticos, antiguos y modernos, todo lo contrario que esa prosa plana y sin relieve a la que los best-sellers de fabricación nacional nos tienen acostumbrados.
Los amantes de las letras agradecerán doblemente esta obra, rebosante de alusiones a artistas, de culturalismos, de referencias a libros y películas, de intertextualidad y metaliteratura, por no hablar del oficio, del ingenio y del talento de su autor.