Los Jardiel en Valencia

Los Jardiel en Valencia

Hace bastantes años una compañía teatral recorría España representando las comedias de Enrique Jardiel Poncela. La hija del escritor, Mary Luz, y su compañero, Rafael Gallud —mis padres— eran empresarios y cabecera de cartel. Para actuar en Valencia enviaron por adelantado costosos decorados y vestuarios, indispensables para el montaje de varias complicadas obras de muchos personajes. Estábamos en 1957, el año de la riada. Las aguas irrumpieron en el almacén y todo aquel material se deterioró. La compañía quedó en la ruina, por lo que se disolvió. Mis padres regresaron a Madrid y decidieron abandonar el teatro y establecerse en algún lugar. Empezar de nuevo.

Y eligieron Valencia. De las ciudades de la península y sus islas —y las conocían prácticamente todas tras seis años de gira continuada— Valencia fue la que más les atrajo y donde más a gusto se habían sentido. Así me lo contaron cuando, años después, quise saber la razón de mi condición de valenciano. Ambos eran madrileños, ningún otro vínculo les unía con la ciudad del Turia.

Cuando yo nací regentaban una librería-papelería en la calle Calabazas. No tenían casa puesta; vivían en una pensión y casa de comidas, «El gallo de oro», que se hallaba junto a la tienda, justo detrás del Mercado Central. Allí transcurrió mi infancia, leyendo incansablemente cuentos en la trastienda y deslizándome por las anchas barandas de piedra amarillenta de las escalinatas del mercado.

Las novelas de Jardiel, que el régimen franquista sólo permitía vender en edición de lujo, se encontraban en aquel comercio, así como otros libros curiosos y algunos prohibidos. La clientela, pues, combinaba connoiseurs literarios con gentes sencillas que compraban gomas de borrar y cartillas de escritura para sus hijos.

En un reciente artículo de Rafael Brines, aparecido en el diario Levante, se recuerda acertadamente que en la trastienda de aquella librería mis padres guardaron durante años un tesoro de la historia de nuestro teatro, pues junto con manuscritos del escritor se hallaban los planos del teatro giratorio que inventó y que por desinterés de los políticos del momento nunca llegó a construirse. Jardiel lo había descrito en la patente como «Nuevo sistema de maquinaria escénico-teatral que permite la transformación y permutación rápida de múltiples escenarios premontados.» Los ingenieros y arquitectos que lo vieron en su día alabaron sin tasa sus virtudes y utilidad. A José Moreno Torres, alcalde de Madrid a la sazón, se le propuso su estudio para el teatro nacional, pero el prócer aquel no se molestó en examinarlo ni en encargar a nadie que lo hiciera. La mala salud de Jardiel en sus últimos años le restó fuerzas para seguir impulsando aquella idea y los planos, a su muerte, pasaron a descansar al baúl de Mary Luz. Recientemente han estado expuestos en el Museo Reina Sofía (que se encargó de su restauración) y, en la actualidad, obran en mi poder.

Permítaseme volver a mi historia. Cuando la pareja se separó, mi madre regresó al mundillo teatral madrileño, pero mi padre no lo hizo. Hasta su muerte ya nunca abandonaría la ciudad que había escogido. Por el contrario, se «valencianizó». Aprendió la lengua con tal soltura que llegó a representar sin dificultad obras teatrales en valenciano… siempre que las autoridades lo permitían, cosa poco frecuente en aquellos tiempos. Recuerdo una de las más populares: ¡Eixa dona es ton pare!, de José María Beltrán. También se hizo fallero y participó en la eterna disputa sobre si eran mejores las fallas de la plaza del Mercado, las del Collado o las de la Merced.

Mi padre cerró la tienda y comenzó a ganarse la vida dibujando. Pero era descendiente de varias generaciones de actores y no podía escapar su gran pasión: la escena. Pasó a ser primer actor cómico de la compañía de comedia del Micalet, donde se alternaba entonces semanalmente la comedia con la zarzuela. (En aquella compañía se formaron actores que luego triunfarían en Madrid, como Finita Torres, José Albiach, José Sanz o José Antonio Ferrer, por citar algunos.) Aquel teatro fue mi segundo hogar y allí empecé a actuar en papeles infantiles, la primera vez en 1963, en Los chorros del oro, de los hermanos Quintero. Pronto pasé también a la compañía de zarzuela, pues hacía falta un niño en La revoltosa,  otro en Gigantes y cabezudos… Mi mayor orgullo de entonces fue ver mi nombre impreso en los programas. Las funciones eran los domingos —tarde y noche—, todos los días se ensayaba y aquellos actores eran mi familia. Todos me cuidaban, me contaban cuentos y me hacían regalos. No recuerdo ningún grupo de personas con tanto cariño ni creo que haya lugar más fascinante para un niño que la guardarropía de un teatro, con su acumulación de tesoros para su uso en la escena.

Más tarde actuaría en funciones infantiles, que mi padre dirigía y que se representaban en el teatro Principal en homenaje a la Fallera Mayor Infantil; luego, en el teatro Patronato —más zarzuela— y, por último, en el Talía, donde acabó actuando mi padre hasta que un día de 1970, en mitad de una actuación, le sobrevino un infarto que le ocasionaría la muerte.

En aquella Valencia de los años sesenta aprendí y me formé. Allí se despertó mi afición por la escritura (en innumerables cuadernos que llenaba con experimentos en los más variados géneros) y, sobre todo, mi heredada pasión por el teatro, que ya no me abandonará.

Por motivos profesionales ahora resido en Madrid, pero Madrid —con todo mi respeto— es una ciudad «donde se vive» no «de donde se es». Y yo, contra todo pronóstico familiar, soy de Valencia. He vivido muchos años en el extranjero y me gusta pensar que soy un ciudadano del mundo. Si de mí dependiera no habría fronteras entre países y la presencia de ningún hombre sería ilegal en ningún lugar. Pero he de reconocer que cuando alguien habla de «raíces» o menciona en mi presencia la palabra «patria», la cálida imagen que primero se presenta ante mis ojos no es otra que la de aquellas amarillentas escaleras de Mercado Central.