Si como dice Jerome David Salinger, autor de El guardián entre el centeno «los libros que realmente me gustan son los que, cuando acabas de leerlos, deseas que su autor fuera amigo tuyo, para poderle llamar por teléfono siempre que quisieras» es indudable que, tras leer el trabajo que nos ocupa, nos gustaría tener en nuestra agenda personal el número del autor.
Efectivamente, Enrique Gallud Jardiel (Valencia 1958) autor de imprescindibles obras como La India mágica y real: creencias, costumbres y tradiciones, Shiva: el dios de los mil nombres: símbolos, mitos tradición y culto o Diccionario del hinduismo (no en vano ha sido, durante años, profesor de teoría e historia de la literatura en la Universidad Jawaharlal Nehru de Nueva Delhi) en esta ocasión nos presenta un delicioso trabajo absolutamente «occidental» en la línea de Cómo acabar de una vez por todas con la cultura del inefable Woody Alien.
Así, a lo largo de 139 páginas que, inevitablemente, acaban pareciendo cortas (el que esto escribe no ha llegado a la patología de leer con delectación los índices onomásticos, de obras citadas y temáticos) se citan un total de trescientas curiosidades que se refieren a las sacrosantos autores y obras inmortales que conforman nuestra cosmovisión occidental: Platón, que en su diálogo titulado Timeo inventó, para argumentar más cómodamente, un país, al modo de los Viajes de Gulliver o del inefable Macondo, un país llamado Atlántida. Marx, que en su Manifiesto del partido comunista, afirmó que en países poco desarrollados como Rusia, su obra tendría un mínimo impacto o que Herbert George Wells (el de La guerra de los mundos) por celos hacia Julio Verne, negó de una manera recalcitrante la posibilidad de una nave que viajara bajo las aguas.
También curiosidades como que nuestro Lope de Vega, ese infinito fénix de los ingenios, escribió más de dos mil comedias frente a Shakespeare o Moliere que apenas escribieron una media de una por año o que Melville, autor de La ballena blanca, decepcionado por el éxito de su novela, se procuró un empleo en la sección de aduanas del puerto de Nueva York olvidando para siempre su obra v centrándose plenamente en tareas burocráticas.
Igualmente curiosidades como que si nos referimos como ‘Atlas’ a los libros de mapas es porque el cartógrafo holandés Gerhard Mercator tuvo la aleatoria idea de adornar un libro que contenía mapas de Europa con un grabado de Atlas (el titán de la filosofía griega que sostenía al mundo sobre sus hombros) o que el género de la ciencia—ficción no nace con Julio Verne o con Wells (ni siquiera con Cyrano de Bergerac —el de la nariz— como puede afirmar un erudito de salón) sino con el griego Luciano de Samosata que escribió Icaromenipo (Por encima de las nubes) y Vera historia (Historia verdadera) donde relata sendos viajes a la Luna con alas de pájaros o en un barco al que eleva una gran tormenta.
Asimismo cita numerosas anécdotas sobre ese deporte intemporal, universalmente extendido y practicado por hombres y mujeres (el que esto escribe tuvo una novia que arrojó al fuego, frente a sus horrorizados ojos, la Fisiología del matrimonio de Balzac) que es la destrucción de libros, practicada democráticamente por ideologías tan parejas como la de los puritanos ingleses, los católicos españoles, los mongoles, el emperador chino Ch’in Shih Huang Ti (el de la muralla) o los nazis.
Un libro en suma, delicioso, ideal, no tanto para leer de una tirada, como para llevar en el coche y disfrutar de él en cada semáforo en rojo o recomendar a los niños inapetentes a la lectura (para demostrarles que se trata de algo realmente divertido) y que se podría resumir su quintaesencia en la frase inmortal de Montesquieu «La naturaleza había sabiamente dispuesto que las tonterías de los hombres fuesen pasajeras y he aquí que los libros las hacen inmortales».