José Luis Crespo: La palabra reflejada; Andrómeda; Madrid; 1984; 98 págs. (Reseña)
Como homenaje al exquisito poeta Rabindranath Tagore, la asociación cultural que lleva su nombre y que tiene su sede en Madrid, en colaboración con la Embajada de la India en dicha capital, instauró en el año de 1984 un premio literario anual de poesía denominado “Rabindranath Tagore” para la selección de versos más elegante y homogénea. El premio del año referido lo obtuvo el libro que enjuiciamos, La palabra reflejada, que consta de sesenta y seis poemas cortos, ilustrados con dibujos del autor, y que ha sido editado con esmero y con una bella presentación, siendo un resultado muy satisfactorio de los intentos de esas dos entidades de unir en el ámbito poético a las dos culturas en cuestión. “No sé si sabes que no tengo / más hierro que la palabra.” Estos dos sencillos versos citados son, en cierto sentido, el camino elegido por el poeta para su expresión personal, que intenta mostrarse a través de la profundidad de sus conceptos. Así, el título del libro nos transmite las dos ideas primordiales: la de la esencia de la palabra en un sentido transcendente y originario y la del “reflejo”, esto es, de la influencia sobre los demás, del eco que siempre existe por ley natural y que es muchas veces lo que nos alcanza.
José Luis Crespo Villalón –el autor, un militar artista que ha compaginado su vida profesional con la pintura y las letras y que en los últimos años ha dirigido su actividad más concretamente hacia la poesía– intenta lograr en esta selección de versos el equilibrio eternamente anhelado entre el fondo y la forma, y así, aunque a grosso modo, su estilo poético pudiera considerarse como poesía pura, con un cierto acento juanramoniano en sus versos libres y de tipo intimista, como lo demuestra la clara predilección del poeta por Ghibran y Ronsard. La pluralidad de sus conceptos es más que suficiente para no caer, al describirle, en el tópico de la inanidad, término muy de moda entre la crítica poética actual a la hora de enjuiciar las obras que nos ofrece la poesía moderna. Por el contrario, Crespo se nos muestra profundo en su temática y a veces nos parece que transciende el tiempo y el espacio y que concibe a la poesía más como un estado de conciencia que como una mera forma de estructurar frases o manejar vocablos. Lo que sí es cierto es que el poeta se siente atraído por ese mundo suyo del subconsciente, en el que se adentra con sus versos como parte de una terapia para localizar la raíz de su inquietud artística. En su libro anterior, En el vientre de las peces, había sido el mar el mundo a explorar, un mar tomado como el único camino para huir de la tierra e integrarse en un universo ideal. Lo mismo sucede con la presente colección de poemas y es por eso por lo que hay que considerar sus versos a un nivel más elevado del ras de lo cotidiano.
Un análisis detallado nos lleva directamente a hallar las constantes de estos versos que, aunque semejan tener amplia diferenciación en cuanto a su contenido, giran todos alrededor de una concepción específica del mundo. El mar vuelve a ser, como en el libro anterior antes citado, el tema y símbolo primordial. Pero aquí no se nos muestra en un nivel retórico o de embellecimiento, sino como símbolo específicamente metafísico. Son innumerables los pasajes en los que el concepto de Dios, del origen del universo, se equipara al del mar, a semejanza de la teoría de filósofo presocrático Thales de Mileto. Dios es el mar. Dios es “la fuente del Mar”, en sus propias palabras y sólo en el silencio de las profundidades marinas, allí donde se escucha “la sorda música de los peces”, se halla el equilibrio inmanente. Crespo define a este silencio de los abismos marinos como “la más pura versión de la armonía / la más bella danza en la obscuridad”. El mar todo lo contiene, la realidad del mundo y también su irrealidad; lo que es y la “otredad”, según su propio cultismo. Los peces son “sombras recortadas en el círculo de los sueños”; la caracola es la alucinación, lo incomprensible, el laberinto. La hiperabundancia de términos marinos –ondas, algas, salitre, burbujas, pleamar, piélago, etc.– nos muestra reiteradamente que el interés religioso y metafísico del poeta no se pierde cuando trata de otros temas, sino que continúa siempre presente, semejante a una trama de hilo sobre la que los demás temas se elaboraran como simples bordados de colores puestos en su superficie.
La realidad de Dios es el enigma que Crespo nos descifra. El enigma que permanece indescifrado es el de la estructura del universo. Para el autor, el mundo es un teorema indescifrable. Solamente Dios posee “la clave del tiempo”, que es una misteriosa partitura cuyo sentido profundo escapa a la comprensión humana. Nuestra existencia es, en la forma platónica, únicamente un reflejo de lo real. De ahí el hincapié que se hace en el tema del espejo. Cada instante no es sino el reflejo de su esencia, no el instante mismo tal y como nosotros lo entendemos. “Estoy en el espejo del mediodía”, nos dice. E incluye en sus versos con esta metáfora y otras similares el contenido surrealista casi obligado en la poesía moderna. Esta incomprensión humana del ser es lo que produce la tristeza que trasciende en gran parte de sus composiciones y de la que extensamente se ocupa Elvira Levy en el prefacio a la colección de poemas. Sin embargo, aunque esta incomprensión de los designios divinos produce tristeza en el poeta, no genera desaliento y José Luis Crespo continúa experimentando, sigue afanosamente buscando la famosa alegre senda de la que hablaba Hölderlin; labor ardua como la que más, pues la palabra originaria que encierra la esencia de todo lo existente y que encendió fuego en el hombre, como dice el mismo autor, “más antigua es que los tiempos y se halla por encima de los dioses”.