Sánchez Dragó, quien dice estar más cerca de Dioniso que de Apolo, manifiesta abiertamente que su religión es la de Shiva y su ventura, la embriaguez sagrada. Las afirmaciones de esta índole abundan en toda la obra del escritor, quien reconoce la deuda que tiene con la India. Su novela El camino del corazón (1990) narra un viaje a ese país —entre otros lugares— y es la descripción de una búsqueda de la sabiduría que Occidente le niega al protagonista, en el que se hallan numerosos elementos autobiográficos.
La acción, ambientada en 1969, es un interesante relato de un peregrinaje a las fuentes del conocimiento, en el que el país no se trata como un lugar geográfico, sino como un estado de conciencia. Aparte de muchos episodios de gran valor descriptivo y estético, el libro incluye un fragmento que el autor ambienta en otro lugar: un descubrimiento interior, una epifanía que acaeció en Benarés en 1967 y que creó los vínculos indisolubles de Dragó con la India, un suceso que denomina «el episodio de la danza del sol».
Esta novela reflexiona sobre la comprensión o incomprensión de la India por parte de los occidentales, el tópico y la realidad de un país desconocido:
De cada cien europeos que pisan la India, noventa y nueve coma noventa y nueve, y me quedo corto, se van horrorizados. ¿Por qué tanta ceguera, tanta obstinada terquedad ante un pueblo que es seguramente el último gran pueblo de la especie humana?[1]
El protagonista, desengañado de los falsos valores de Occidente, asegura que la India le ha enseñado que la verdad no es sino la búsqueda de la verdad y que le ha curado de una ausencia que empobrecía su ser y le ha ayudado a entender y a desarrollar la simiente de la lucidez.
La presencia de la India continúa haciéndose sentir en libros posteriores. Dragó titula el segundo volumen de La Dragontea —una especie de biografía interior— como En el alambre de Shiva, hablando, al parecer, para iniciados que saben y comparten los símbolos y los conceptos hindúes. Tanto las citas literales como las paráfrasis de la Bhagavad Gita son numerosas, tanto en sus escritos formales como en artículos sueltos o entrevistas.
Su obra más india, por el momento, es su código personal de conducta, El sendero de la mano izquierda (2002), bien merecido Premio de Espiritualidad Martínez Roca, en el que comparte con el lector su sabiduría, como un maestro generoso. El mismo título es una referencia al tantrismo, sistema heterodoxo de búsqueda del Absoluto mediante prácticas reprobadas por las mentalidades débiles, pero indiscutiblemente eficaces. El autor nos lo explica lúcidamente el contenido del título en el prólogo al libro:
Se llama, en las tradiciones orientales, senderos de la mano izquierda —por contraposición a los de la mano derecha, que son los ortodoxos y reservados al común de los mortales— a todos los gnosticismos y vías de perfección heterodoxos, que proponen la transgresión del discurso de valores dominantes frente a la integración en él. Es el camino de Dioniso, de Shiva y del tantra, estrictamente reservado a los héroes, a los guerreros, a los rebeldes, a los herejes… Los senderos de la mano izquierda y los de la mano derecha persiguen la fusión con el Absoluto —cada cual a su manera— y se juntan en el infinito.[2]
Este personalísimo ensayo —la obra más valiosa de su autor, si juzgamos por los beneficios que el lector puede extraer de sus enseñanzas— abunda en reflexiones vedánticas. Ya desde el inicio Dragó constata que a su edad los hindúes se convierten en sanyasin, en peregrinos del dharma, en renunciantes —según la tradicional división cuatripartita hindú de las etapas de la vida y sus deberes—, y afirma estar en igual situación. Explica su visión crítica del mundo argumentando que nos hallamos en el kaliyuga [la era de Kali, diosa de la destrucción], la peor etapa de la evolución del hombre, según el hinduismo, caracterizada por el dominio de la mezquindad, por la ausencia de espiritualidad y por la presencia abrumadora de todos los pecados capitales. De esta manera es como alude a los ciclos y a la teoría de los yuga. Nos habla del karma de la ley moral de causa y efecto, mencionando un escrito de Stefan Zweig:
«Sólo en los primeros años de la juventud identificamos el azar con el destino. Más adelante sabe uno que el verdadero rumbo de la vida está fijado desde dentro; por intrincado y absurdo que nos parezca nuestro camino y por más que se aleje de nuestros deseos, en definitiva siempre nos lleva a nuestra invisible meta». Eso, y no otra cosa, es el karma, debidamente encauzado por el libre albedrío. La más alta función de éste consiste en ponerse al servicio del autoconocimiento —nosce te ipsum— y, una vez adquirido éste, de la autorrealización.[3]
Y como resumen de este proceso de aprendizaje, inserta entre sus 181 máximas para la vida, la enseñanza más importante sobre las técnicas de conocimiento: la que dio el Buddha y que Dragó ilustra y actualiza en su precepto tercero: «No creas en nada, no creas a nadie. Verifica personalmente lo que se te dice.»
Finalmente muestra su visión optimista del universo, la que comparten los hindúes al divinizar en su panteísmo a todo lo existente:
Y así habrás comprendido que nada importa nada, que el orbe está bien hecho, que el anima mundi no marra un golpe ni admite el azar, que las cosas encajan, que los opuestos son en realidad complementarios, que todo sucede para mejor, que la vida se abre camino, que el mal no existe.[4]
REFERENCIA
Sánchez Dragó: Fernando: El camino del corazón, Planeta, Barcelona, 1990.
—El sendero de la mano izquierda, Martínez Roca, Barcelona, 2002.
[1] Fernando Sánchez Dragó: El camino del corazón, p. 63.
[2] Ibid.: El sendero de la mano izquierda, p. 7.
[3] Ibid., pp. 215-216.
[4] Ibid., p. 54.