Jardiel Poncela tuvo que haber nacido en Quinto, como sus hermanas. Lo hizo en Madrid por una casualidad del destino, pero de aquí era su familia paterna y él siempre afirmó que en esta tierra transcurrieron las mejores horas de su infancia. En un verso autobiográfico afirmó:
También viví y crecí –lo poco que he crecido–
entre gentes del campo, amantes de la tierra,
y ese vivir agreste de entonces me ha servido
para amar igual que ellos la tierra en que he nacido
por todo cuanto ha sido y todo cuanto encierra.
Aquí aprendió muchas cosas. Durante sus períodos de vacaciones en la finca de Quinto se puso en contacto con otro tipo de vida distinto del de la desangelada capital, con otro vocabulario, otra cultura, en suma. El pequeño Enrique se dedicaba a trillar en las eras, a ir a la vendimia, a montar a caballo, como cualquier otro niño del pueblo. Siempre recordó con nostalgia aquel período de su infancia y su juventud, y aprendió muchos aspectos de la vida que le impidieron luego escribir cosas como «las ramas llenas de remolacha», «el árbol del tomate» o «el peón se agacha para recolectar la algarroba madura» o «el agricultor se empina para alcanzar altura al coger la patata», barbaridades de lesa cultura que cometían frecuentemente otros escritores que no tuvieron el privilegio de seguir en contacto con sus orígenes y sus raíces.
En Quinto fue donde inició su andadura literaria. A la temprana edad de años escribió aquí su primera novela, titulada Monsalud de Brievas y la leyó a toda la familia, reunida en el huerto a tal efecto.
Pese a sus muchos viajes por el mundo y su bien conocido cosmopolitismo, nunca renunció a su origen y fue probablemente mucho más aragonés de lo que él mismo se figuraba. Es ilustrativa una peculiar anécdota acaecida en Madrid y recogida en un artículo publicado en el semanario Buen Humor en 1927.
Estando un día en un café un señor madrileño que le conocía se le acercó y le dijo:
–A mí los aragoneses me son muy simpáticos, y no crea usted que se lo digo porque sea usted aragonés…
–¿En qué ha conocido usted que soy aragonés?– le preguntó Jardiel.
A lo que su interlocutor le contestó triunfalmente:
–¡Hombre! ¿En qué ha de ser? ¡En el acento!
Siempre insistió en recalcar la simpatía, la amabilidad y la afabilidad de las gentes de Aragón. Describía que, al viajar en tren de Madrid a Zaragoza, al llegar a Guadalajara el revisor siempre decía de un modo seco y huraño:
–¡Los billetes!
Pero que en Casetas, otro revisor, sonriendo y con gran simpatía, solía murmurar con acento de la tierra:
–Me dé los billeteeees.
Aragón era para él la tierra de la alegría, y de este influjo aragonés se deriva su optimismo y su visión humorística del mundo, que tantos éxitos le proporcionaron a lo largo de su vida y tantos momentos de disfrute brindaron a sus lectores y a su público.
Todo lo relacionado con esta tierra tocaba en él una fibra sensible. Como el caso de la divertida aventura del raid humorístico, cuando unos periodistas zaragozanos decidieron desplazarse de la capital del Ebro a Madrid en patinete, para hacer la crónica del viaje para su periódico. A Jardiel, cuando se enteró, le encantó la idea y decidió de inmediato corresponder con un viaje de Madrid a Zaragoza en triciclo, en compañía de otros periodistas amigos. Como no encontraron triciclos de su tamaño inventaron el «sexticiclo», un artilugio que consistía en tres bicicletas unidas longitudinalmente. Provistos de gafas protectoras y cascos, emprendieron el viaje en el «sexticiclo» y en Guadalajara se cruzaron con los zaragozanos del patinete, con quienes celebraron un jolgorio por todo lo alto, antes de proseguir sus respectivos caminos.
Pero en la relación de Jardiel con Quinto no todo fue alegre, pues aquí se hallaba enterrada su madre, a la que idolatraba, y cuya sepultura se convirtió, en sus propias palabras «en la basílica de sus peregrinaciones». Cuando la vida le agobiaba, cuando se agotaban temporalmente sus energías y su capacidad creadora, Jardiel abandonaba sus muchas ocupaciones en la capital y venía a Quinto, para rezar junto a la tumba de su madre, contarle sus angustias y pedirle ayuda o inspiración.
Muchas más cosas se podrían decir de esta relación entre un hombre y su patria chica. Indudablemente Jardiel Poncela, durante toda su vida quiso y respetó enormemente a Quinto. Y Quinto, que no en vano ha merecido el apelativo de lealísima villa, ha sabido corresponder con creces, honrando y queriendo a Jardiel Poncela.