Agotado y casi eclipsado, disminuido por un bosque de espaldas, cuando mejor indiferentes, Enrique Jardiel Poncela entra hoy por derecho propio en la Plaza Mayor del Recuerdo, ocupando con su mínimo volumen, el caballo ecuestre de la estatua que le corresponde en la historia de nuestra literatura española como el humorista más completo que nuestro siglo ha dado.
César González-Ruano
«En la muerte de Enrique Jardiel Poncela»
Arriba, 19 de febrero de 1952
Sobre pocos nombres de nuestra historia literaria pesa una losa de tópicos y malentendidos de tanto espesor como la que cayó, ya durante los años finales de su vida, encima de la diminuta (no llegaba al metro sesenta), pero a la vez gigante, figura de Enrique Jardiel Poncela (1901-1952). Sin ir más lejos, sólo hace falta recordar que, habiendo nacido en Madrid, el hecho de que él mismo se sintiera más aragonés que otra cosa (había pasado parte de su infancia en el pueblo zaragozano de Quinto, a cuyas calles y plazas le retrotraía una y otra vez su memoria y las periódicas visitas a la tumba de su madre, enterrada allí), hizo que en los ambientes más ortodoxos de la Villa y Corte jamás se le considerase un madrileño de pro (hubieron de pasar más de veinte años después de su muerte para que se le dedicara un calle en la capital), quizá por su negativa a transigir con esa estética chulapa y castiza con la que nunca se identificó.
Con el objetivo de derribar este muro de prejuicios y anécdotas que han ocultado a la persona y han desdibujado al personaje, el filólogo y escritor Enrique Gallud Jardiel, quizás el mejor conocedor de la vida y la obra de su abuelo1., acaba de publicar un texto que, sin ser una biografía al uso2 ni una monografía de su producción literaria, tiene algo de ambas cosas y constituye, a mi modesto entender, una especie de guía o introducción de gran utilidad para quienes, llevados por la curiosidad o el interés, quieran saber quién fue este genial dramaturgo, tan nombrado y citado en la teoría como poco conocido en la práctica. Un texto de lectura agradable y no excesivamente exigente que viene acompañado por abundante material gráfico (fotografías, fragmentos de manuscritos, dibujos a mano, documentos de la época, etc.), en buena parte inédito, y que, no obstante el nivel de erudición de su autor (es ciertamente notable la cantidad de datos precisos y citas textuales de la obra jardieliana), parece más pensado y diseñado con la intención de llegar a un público amplio que con la pretensión de dirigirse al lector académico o especialista, como demuestra el hecho de no incluir notas al pie ni una bibliografía final con las fuentes empleadas.
A lo largo de doscientas páginas, divididas en dos grandes bloques –uno dedicado a la vida y otro a la obra de nuestro protagonista–, y estructuradas en una serie de capítulos breves, de menos de diez páginas, Jardiel. La risa inteligente reconstruye la peripecia vital y la trayectoria profesional de un hombre cuya evolución posterior no se entiende sin el influjo que sobre él ejercieron el ambiente familiar en que se crió y el tipo de educación que recibió. Su padre, Enrique Jardiel, ingeniero de Caminos, Canales y Puertos de profesión, pero periodista y escritor de vocación (colaboró en varios periódicos y escribió un par de piezas teatrales), fue un hombre liberal y progresista que defendió las ideas krausistas y participó en la fundación del PSOE. La madre, Marcelina Poncela, conocida pintora naturalista, cercana al impresionismo francés, fue una mujer de mentalidad avanzada e ideas feministas, que volcó todo su cariño en su único hijo varón, a quien corrigió sus primeros escritos y educó en los valores del esfuerzo y la exigencia, hasta que su prematura muerte a causa de un cáncer de estómago la separó de él, dejándolo huérfano de sus atenciones y marcado ya para siempre por aquella inesperada pérdida del ser al que tan unido se sentía. El pequeño Enrique cursó sus primeros estudios en la Institución Libre de Enseñanza de Giner de los Ríos y en varios colegios de prestigio en los que, pese a su rebeldía adolescente, demostró desde muy joven un talento innato y una personalidad propia que le hacían distinguirse del resto. Aunque, terminado el bachillerato, probó con la universidad, no se adaptó a ella y pronto abandonó las aulas para dedicarse al periodismo y a sus múltiples y proteicas lecturas. Pese a su formación autodidacta, fue un hombre refinado y de una cultura enciclopédica (en esto se parece a otros periodistas de la época –pienso, por ejemplo, en Julio Camba– que desarrollaron una brillante carrera en el oficio sin haber obtenido jamás el título académico de periodistas), capaz de hablar de cualquier tema desde la libertad de juicio y la capacidad crítica que le inculcaron sus progenitores.
A propósito de su vida privada, si algo deja claro la biografía sentimental de Jardiel es que nuestro protagonista no tuvo suerte en el amor. La mujer de la que se enamoró perdidamente lo abandonó en el peor momento, dejándolo al cuidado de una hija recién nacida y de otro vástago que ella había tenido, fruto de su anterior matrimonio. Fue el primer y el más terrible desengaño para un hombre mujeriego y enamoradizo que nunca encontró la estabilidad emocional que anhelaba. Tuvo varias relaciones, de las que nacieron tres hijos reconocidos y un cuarto probable (si bien no confirmado oficialmente), pero en ninguna de ellas encontró la felicidad, bien porque ellas lo abandonaron, bien porque fue él mismo quien, al no encontrar a esa mujer idealizada con la que había soñado, no supo mantenerse fiel a la única que de verdad lo quiso. Por lo que se refiere a su carácter, Gallud Jardiel nos presenta a hombre sociable, aunque inequívocamente individualista, defensor del aristocratismo ideológico frente al gregarismo de la colectividad y de la masa. Un escritor de raza, eso sí, que pese a moverse en un ambiente bohemio y a haber concebido buena parte de su obra en los cafés madrileños, fue un trabajador incansable y metódico, autor de una producción vasta y variada que cubre distintos géneros en los que, lejos de conformarse con cumplir el expediente, innovó y arriesgó más que nadie en su época, con la meta puesta siempre en la originalidad.
Como para la inmensa mayoría de españoles, la Guerra Civil marcó un punto de inflexión en la vida de un Jardiel que, por culpa de una denuncia falsa, llegó a ser detenido y acusado de fascista durante los primeros compases de la contienda. Posteriormente, y obligado por las circunstancias, se vio forzado a decantarse ideológicamente y lo hizo declarándose «antiizquierdista de las izquierdas españolas»; esto es, contrario a determinados políticos republicanos que, a su juicio, habían actuado de mala manera y eran responsables subsidiarios de la delicada situación que atravesaba el país. Si a esto añadimos que, durante los primeros años de la posguerra (hasta 1941), apoyó al Gobierno de Franco, no es difícil imaginar que, desde ese momento, y prácticamente hasta nuestros días, toda la crítica coetánea y buena parte de la posterior hayan clasificado a Jardiel como un autor eminentemente franquista, sin ningún tipo de matiz ni aclaración previa. Ahora bien, tan falso sería negar esa coyuntural vinculación al franquismo (años después rectificó y reconoció el error de haberse posicionado junto a un bando ganador con el que, empezando por su tradición familiar, nada lo emparentaba) como afirmar que el régimen lo consideró como uno de los suyos, pues lo que sucedió, en realidad, fue justamente lo contrario. De otro modo, no se explicaría que sus obras fuesen reiteradamente censuradas y que el propio Jardiel fuese tratado con desdén por la Iglesia católica y por unas autoridades políticas que recelaban de quien, una y otra vez, se negaba a afiliarse a la Falange. Seguramente por esto, y por no haber querido aceptar las nuevas reglas del juego, las puertas de los teatros «oficiales» se le cerraron en las narices y le obligaron a emprender –sin ningún apoyo institucional– distintas giras por América, para poder estrenar las obras que en España le rechazaron. También sus novelas (Amor se escribe sin hache [1928], Espérame en Siberia, vida mía [1929], Pero… ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? [1931] y La tournée de Dios [1932]) fueron prohibidas durante estos años (y así permanecieron hasta 1960, cuando se editaron sus Obras completas) o publicadas con importantes recortes.
En cualquier caso, y pese a las dificultades señaladas, la posguerra fue también la época de mayor esplendor jardieliano, con el estreno en el madrileño Teatro de la Comedia de obras como Eloísa está debajo de un almendro (1940), Madre (el drama padre) (1941) o Es peligroso asomarse al exterior (1942), con las que obtuvo un incontestable éxito de crítica y público. Fueron estos montajes de los primeros años cuarenta los que lo consolidaron como un dramaturgo de primerísimo nivel, tanto en España como en Latinoamérica (Argentina, México), y le granjearon una merecida fama que sólo decayó durante los años finales de su vida, cuando su adicción a los estimulantes (los consumía desde joven), las importantes dificultades económicas que atravesó y, sobre todo, un cáncer de laringe incurable que fue consumiéndole, lo sumieron en una profunda depresión de la que sólo le libró la muerte. En este sentido, argumenta Gallud Jardiel que el rumor según el cual su abuelo murió «por causas literarias», debido a la mella que hicieron en su carácter las andanadas de los críticos y los pateos del público a sus últimos estrenos, carece de todo fundamento, pues fue esa larga enfermedad, que sobrellevó con mucha entereza, la que hizo que su ánimo se resintiera y que su escepticismo ante la vida se convirtiera, muy a menudo, en pesimismo, cosa rara en un hombre que, si por algo se caracterizó, fue por su talante alegre y por su –nunca mejor dicho– buen humor. Y es que, aunque su entierro fue un acontecimiento en Madrid, lo cierto es que, a juzgar por lo que nos cuenta el autor, Jardiel vivió sus últimos años en la soledad, arropado únicamente por su fiel compañera, Carmen Labajos, y por sus dos hijas, Evangelina y Mari Luz, pero abandonado por sus amigos, por los colegas del gremio (con honrosas excepciones, como la de Fernando Fernán Gómez, que lo ayudó económicamente y respondió así a la confianza que Jardiel había depositado en él como actor cuando era un desconocido), y, por supuesto, por las instituciones oficiales.
Desde el punto de vista de su aportación a la historia del teatro español, Jardiel abanderó un grupo de escritores vanguardistas –la bautizada por López Rubio como «otra generación del 27» (Edgar Neville, Tono, Miguel Mihura, Antonio Botín Polanco, etc.)– que supo hacer del humor inverosímil un elemento de renovación estética. Una generación que, por haber cultivado un teatro apolítico (de escaso o nulo contenido crítico para con la Iglesia y el Estado franquistas) y claramente orientado a la evasión de una población a la que se quería hacer olvidar el horror de la guerra, fue tachado de «colaboracionista» con el régimen y, por ello, menospreciado por una historiografía de sesgo progresista que le quiso negar cualquier valor, confundiendo interesadamente lo literario con lo ideológico. Porque el jardieliano no fue, ciertamente, un arte políticamente comprometido, sino un arte por el arte, lo cual no resta un ápice de su calidad a una dramaturgia que, evidentemente, tenía como último fin la satisfacción del público, con lo que esto implicaba a la hora de adaptar el discurso a un contexto cultural en el que, huelga decirlo, cualquier mensaje susceptible de ser interpretado como subversivo era cortado de raíz por vía de la censura o de la simple prohibición. Sin duda por eso, el teatro de Jardiel no tuvo una motivación de crítica explícita, sino un trasfondo de denuncia más sutil que puso su punto de mira en los cuestionables gustos estéticos y el mediocre nivel cultural de una sociedad española adormecida y conformista, acostumbrada a un teatro vulgar y sainetesco que nuestro autor quiso sustituir por el suyo.
Al margen del –en mi opinión– prescindible prólogo del guionista y director José Luis García Sánchez con que se abre el volumen, solo pondría dos «peros» a esta publicación. El primero no es un defecto, sino una valoración de tipo muy personal: como lector y amante de sus geniales aforismos, y aun siendo consciente de que se trata de una faceta menor si la comparamos con la novelística o la dramatúrgica, me hubiese gustado que el autor prestara algo más de atención (sólo le dedica un párrafo) a esta vertiente de la obra jardieliana que, por otra parte, tanto ha contribuido a difundir el nombre del madrileño. En segundo lugar, y pese a que es verdad que Gallud Jardiel cierra su libro con un repaso escueto, pero claro y bien ponderado, a la «consideración actual» de la obra de su abuelo (en realidad, esta consideración ya ha ido haciéndola en los juicios y comentarios que desliza en cada capítulo), echo en falta unas conclusiones que sinteticen y enumeren las novedades que aporta Jardiel. La risa inteligente (por ejemplo, las páginas que el autor consagra a la poco estudiada relación de Jardiel con el cine o a su labor como empresario teatral) con respecto a lo que ya conocíamos de Enrique Jardiel Poncela; una recapitulación que cierre el círculo de este repaso panorámico por la trayectoria de un hombre cuya vida no se entiende sin su obra, y viceversa. Precisamente por esto, diría que el mayor acierto del libro es haber adoptado este doble enfoque –biográfico y filológico– a la hora de reconstruir la historia de un escritor que, como él mismo reconoció, vivió y sobrevivió gracias a la literatura: «Escribo, porque nunca he encontrado un remedio mejor que el escribir para ahuyentar el tedio, y en las agudas crisis que jalonan mi vida siempre empleé la pluma como un insecticida»3.