Jacinto Benavente y su visión satírica del teatro por dentro

Jacinto Benavente y su visión satírica del teatro por dentro

En arte mucho se suele decir de los productos finales y poco sobre sus estadios de elaboración. Los ensayos sobre creación artística no son siempre totalmente sinceros. En el caso concreto del metateatro hallamos, sin embargo, mayor espontaneidad y menos falsa retórica. Estas obras son parciales, indudablemente; son el produc­to de los deseos de los autores de aclarar sus vidas y su relación con la industria en la que producen, son una forma de expresar su contento o su descontento con el medio, son el lenguaje idóneo para hacer afirmaciones personales y, sobre todo, para describirnos el mundo que mejor conocen.

En Jacinto Benavente encontramos un ejemplo bien patente de la potencialidad de este tipo de escritos. Benavente es autor de más de 500 artículos especializados, reunidos en varias colecciones, donde condensó su gran saber teatral, pero que han sido objeto de escaso estudio. Huerta Calvo recalca lo interesante de la crítica ensayística de Benavente El teatro del pueblo (1909), «… texto en que Benavente desarrolla de forma atinada y pormenorizada, sus ideas sobre la situación del drama en España y las posibilidades que para éste se abrían» [2005: 77]. Ya Andrés González –Blanco había recalcado este profundo conocimiento de Benavente del mundillo teatral: «Conoce los resortes interiores del teatro como pocos» [1917: 73] y recalcado su triple condición de satírico, crítico implacable y analista sutil de una sociedad.

Además, pese a las críticas que sufrió su estilo, nadie le negó su lucidez como testigo inteligente de una época y su exactitud en la descripción de los ambientes: «Ideas de más de medio siglo de vida española son observados y retratados por el escritor con una visión entre irónica y comprensiva. […] Probablemente no pretendió cambiar las cosas ni ser un reformista […] pero no renunció a un afán pedagógico, educativo, docente» [Montero Padilla, 1996: 36]. Y eso es lo que pretende con el análisis de esa parte curiosa de la sociedad que es el mundillo de las empresas teatrales, los autores, los actores y los críticos.

No vamos a centrarnos en sus obras teóricas —dirigidas obviamente a una minoría— sino en las opiniones que transmite al gran público por boca de sus personajes en más de una docena de comedias. Ellas van a servir aquí para adquirir una visión global de unos autores, unas empresas, un público y unas obras antonomásicas que configuraron uno de los momentos dorados del teatro español. Es curioso que en las diversas clasificaciones que de las obras de Benavente se han hecho, nunca haya parecido un apartado dedicado a las que se ambientan en teatros o se centran en escritores, pues el número de ellas lo hubiera justificado. Ruiz Ramón divide su producción precisamente por la localización de la acción y habla de interiores burgueses, interiores cosmopolitas, interiores provincianos e interiores rurales, [1984: 33] pero no incluye el mundo bohemio en su análisis.

Nosotros nos centraremos en las obras sobre teatro y en el teatro que ellas describen, dejando que Benavente y sus personajes comenten y testifiquen sobre el mundo que habitaron. Y le hemos elegido a él como autoridad para esta retrospección por su innegable perspicacia, por su entera dedicación a las tablas, por su perduración de casi cincuenta años activos en la escena española y por el extremado prestigio del que gozó entre sus contemporáneos.

En cuanto a los autores, la primera afirmación de interés es la de que el dramaturgo es una especie per se, independiente y distinta del resto de los que viven de sus escritos. Así, en la famosa obra titulada Literatura, un dramaturgo se defiende de la maledicencia:

Joaquín.—Porque supongo que me habrán hecho ustedes el favor de no considerarme como literato, a pesar de las muchas obras que he escrito.
Esperanza.—¡No, por Dios! Ya sabemos que usted es otra cosa; usted sólo escribe para el teatro [Obras Completas, v: 664].

La razón de esta distinción estriba en el origen y la cultura heterogéneos de los autores del tiempo. Los «verdaderos literatos» no escribían para el teatro, se decía comúnmente; y los autores teatrales lo eran por diversos motivos. Muy pocos, afirma Don Jacinto, por vocación, por verdadero sentimiento del arte dramático, sino por la vanagloria, por distracción de su ociosidad, por el eterno móvil: el dinero. Un personaje de la obra El marido de la Téllez confiesa que en lo que menos pensaba él era en escribir para el teatro, pero se casó, tuvo cuatro hijos y necesitaba aumentar sus emolumentos por cualquier medio [OC, i: 146-147]. En estas tres primeras décadas la demanda exagerada de obras para los numerosos teatros de Madrid y el fenómeno del llamado «teatro por horas» (donde se representaban diariamente cuatro o cinco obras en cada local) facilitaron la proliferación de autores que, en otras circunstan­cias, no lo hubieran sido. Nos habla un personaje-autor:

Diéguez.—Bonillo, mi compañero de oficina, escribió una piececita para Romea; ganó un dineral. Yo fui a verla y me pareció tan mala que pensé: «Como ésta escribo yo una a cualquier hora.»
Pepe.—Y pensaste bien… y la escribiste [OC, i: 147].

No han de tomarse estos comentarios en un sentido totalmente negativo, puesto que muchos grandes autores llegaron a las tablas abandonando una profesión anterior y porque la producción escénica de aquellos años llegó a ser numerosísima, revitalizando un género en parcial decadencia. Pero Benavente hace hincapié en el nivel cultural de estos autores de ocasión que, por carecer de preparación humanística y por considerar al teatro como un género inferior, creen que en él todo se puede aceptar. En la obra Y amargaba… se nos habla de un autor en ciernes:

Fermín.—Ese autor novel muy entendido si parece, que anoche, según iba viendo la comedia nos decía a cada momento: «Veráis como ahora pasa esto; veráis como ahora pasa esto otro; veráis como la hija le dice esto a la madre…» Y así era siempre: «Veráis ahora, veráis luego…»
Carolina.—Pero no diría «veráis», porque, para un autor, aunque no haya estrenado, no estaría bien. Diría «veréis», que es como se ha dicho siempre, hasta en el teatro [OC, viii: 154-155].

Pero si critica a los oportunistas que escriben sin especial amor por el género, censura mucho más duramente la pobreza intelectual de aquellos llamados escritores que no escriben de ninguna manera, que deben su fama a una bien dirigida propaganda y que, desgraciadamente, abundan en todas las épocas. En la comedia Literatura se presenta un diálogo esclarecedor:

Adrián.—Pepe Solera no escribe ni lee… pero es el mayor prestigio del grupo.
Joaquín.—Y si persiste en su actitud lo conservará indefinidamente. ¡Pues menuda ventaja es ser escritor sin haber escrito nunca nada!
Adrián.—Eso es lo que le perjudica a Julio Flores, que escribe demasiado…
Joaquín.—Sí… lleva ya publicados dos cuadernitos de cositas. Poquitas páginas, con mucha margen y una página si y otra no en blanco…Y a renegar de Víctor Hugo. ¡Qué lástima, señor! ¡Qué lástima de juventud! [OC, v: 667].

El dramaturgo español está constreñido por algunas limitaciones, pero Benavente considera que las oportunidades para el literato en la península son iguales o mejores que en otros lugares. Incluso en su drama La losa de los sueños, en la que tiene lugar la muerte de un escritor frustrado (de tisis y en una buhardilla, con todos los elementos necesarios para una tragedia bohemia) nos deja claramente dicho que la vida del autor fue superior a su obra y que, aunque supo morir por el anhelo de la gloria artística, sus poemas y dramas no eran de verdadera calidad. El presunto autor no murió «del delito de haber nacido artista y en este país», sino de pura tuberculosis pulmonar [OC, iii: 655]. Los artistas sufren en este país como en todos los otros países. En la misma obra, dos autores que escriben en colaboración obtienen éxito y dinero, aun al precio de sacrificar en parte sus más elevados deseos artísticos. Ambos dicen sentir vergüenza de lo que escriben y se achacan el uno al otro las «barbaridades» que la obra incluye. Pero, al mismo tiempo, no cejan en su actividad y se entusiasman fácilmente con el argumento que elaboran. Puede que no estén creando una obra inmortal para la posteridad, pero ellos, que deseaban ser escritores, escriben, disfrutan escribiendo y ganan dinero y fama al escribir. Están contentos, tienen contentas a las empresas y éstas, al público. No es la gloria artística para ellos, pero si un sucedáneo aceptable.

¿Y qué se nos dice del carácter de estos autores? ¿Cómo son en su intimidad? Nos cuenta un personaje que los autores sólo responden a una pasión: la vanidad, lo cual no es privativo de los dramaturgos, pues España es el país donde cada escritor ha decidido no leerse más que a sí propio. En los demás aspectos Benavente está con los suyos. Los escritores de teatro no son malas personas; son envidiosillos, pero en ocasiones decisivas siempre se halla en ellos un buen fondo. Sólo hay que desinfectarlos de literatura. Y en lo referente a la mala reputación que adquieren por la vida bohemia que su profesión les obliga a llevar (y que lleva a la criada de la obra Literatura a pensar que en casa de escritores no le darán de comer ni le pagarán el salario), Don Jacinto expresa su opinión opuesta:

Valentín.—Tratándose de literatos, ya se sabe que la mitad de lo que se cuenta de ellos es también literatura. Como este Adrián León, que es un infeliz y hay quien le cree un depravado. Con los treinta duros del periódico y los quince de una corresponsalía…, no sé yo qué depravaciones puedan ser las suyas. Y es que hay quien, a tomar dos veces café, ya lo llama depravación [OC, v: 659].

En esta visión panorámica benaventina, tras del autor viene el empresario, que es el eterno mediador entre el comercio y la literatura, entre el arte puro y la taquilla. Su éxito supremo consiste en hacer que ambas partes trabajen unidas. Benavente cree que no hay negocio sin arte; pero dice también que no hay arte sin negocio, que si una obra no parece rentable, no llegará a estrenarse. El teatro sin público es un contrasentido. Su obra Los andrajos de la púrpura nos habla de esta triste verdad: una entusiasta pareja de autor y actriz, convertidos en empresa, dispuestos a interpretar únicamente obras de primera calidad, se arruina rápidamente. La moraleja es que el arte puro es un lujo muy caro que el público no paga y, los gobiernos, menos. Dice el empresario:

Arístides.— ¡Ilusas criaturas! Pronto aprenderéis a vuestra costa que en el Teatro el Arte es inseparable de la Contaduría. Son el alma y el cuerpo. El alma podrá vivir mejor vida separada del cuerpo; pero en otro lugar mejor, donde los teatros no han de pagar alquileres, nóminas, impues­tos [OC, vi: 541].

Benavente insiste en esta visión del teatro comercial. La dramaturgia es, nos guste o no, un género dominado por unas necesidades económicas ineludibles y los empresarios han de mostrarse en extremo precavidos con cada obra nueva, que puede ser la última para su empresa. Por ello, y aunque aprecian muchas veces lo mejor, esto suele ser para ellos un lujo, sólo compatible con un repertorio de segura aceptación. Habla el empresario de la obra antes mencionada:

Arístides.—Todo eso es teatro, verdadero teatro; al que Laura debe muchos triunfos y yo, mucho dinero; dinero que me ha permitido alguna vez representar Antonio y Cleopatra, Romeo y Julieta, y Fedra y Antígona, con entradas como para dejar de ser empresario [OC, v: 543].

Aparte de este eterno dilema, los empresarios tienen también sus puntos negativos, como es su tendencia a interferir en la obra, imponer el músico de las zarzuelas y hacer repartos que, por satisfacer a un actor, van en detrimento de la obra. Benavente se lamenta diciendo que muchas veces se escribe que el actor X, por deferencia al autor, se encargó de un papel inferior a su categoría, pero que nunca se escribe que, por deferencia del autor, el actor X se encargó de un papel superior a sus facultades. Otro aspecto negativo es el exhibicionismo a que obligan a sus elencos. Tras el fracaso artístico y amoroso de su personaje Laura, el director decide aprovechar la propaganda que ha promovido la separación de los dos amantes, haciéndola volver a la escena: «Arístides.—Ya no serás la actriz; serás la mujer siempre, la eterna dolorida, abandonada, que exhibe su corazón al público. Todo esto es dinero, mucho dinero…; te habla el empresario» [OC, v: 554].

Y aparte de esta manipulación comercial de la vida de sus actores, los empresarios parecen sucumbir a menudo ante otra tentación, pues las actrices son a veces bastante atractivas. En la comedia breve Teatro feminista comenta una madre de presunta actriz:

Mamá.—Pero, ¿usted sabe cómo están los teatros? La primera vez que quise contratar a ésta, el empresario le hizo unas proposiciones…
Directora.—Poco sueldo, ¿verdad? Y mucho trabajo…
Mamá.—¡Ay, no, señora! Todo lo contrario [OC, i: 356].

Don Jacinto admira y elogia, no obstante, el cuidado de los empresarios españoles en la escenografía, arte colaborador y muy delicado, pero imprescindible para el éxito. La obra dramática escrita es letra muerta, que sólo sobre la escena adquiere valor propio y verdadera vida. Y asegura en su artículo «De la mise en scene» que, en España, para lo que se paga el teatro, es mucho lo que se hace y las obras que se estrenan no desmerecen en nada de las que en París y Londres se presentan en teatros subvencionados por el gobierno [OC, vi: 624]. Aquí todo corre a cargo de la iniciativa individual, y llega Benavente a decir en la década de los cuarenta, cuando ya el cine había arrastrado al gran público, que los empresarios españoles eran grandes idealistas. Habla el protagonista de Don Magín el de las magias: «Don Magín.—Que el cielo me debía, / tras de tanto dolor, tanta alegría. / ¿En dónde y cómo has dado con ése hombre excepcional, que todavía pone su dinero al servicio del teatro?» [OC, viii: 683].

De los actores, Benavente no pudo tener queja mayor: todos le respetaban y le hicieron objeto de diversos homenajes, hasta el punto de realizar una cuestación para regalarle un ejemplar único miniado de su obra Los intereses creados. Sin embargo, poco dice en su elogio y bastante en su detrimento, si bien es verdad que centra sus censuras predominantemente en las actrices pues parece ser que fueron las que, con sus caprichos, más dificultaron su labor teatral. Su obra Teatro feminista es una verdadera sátira de la mujer en el teatro y una exposición certera de sus limitaciones. El principal defecto de los actores en general es el de siempre: la vanidad, que Benavente explica con un refrán: «Dime qué población es la mejor de España y te diré dónde te han aplaudido más». Y esta vanidad les lleva a no soportar el éxito de los compañeros. Dice un personaje que a los artistas no se les puede tomar en serlo más que cuando hablan mal unos de otros. El marido de la Téllez es una obra esclarecedora. La Téllez es la primera actriz de la compañía, que obliga a que contraten también a su marido, un cómico detestable a quien hay que dar papel porque si él no trabaja, ella no acepta y la empresa no admite la obra. El día del estreno el público aplaude más al marido. La Téllez se siente inundada de celos artísticos de su propio marido y pone a la empresa en el trance de decidir entre ambos. El empresario le indica que puede retirarse si lo desea. La señora Núñez, segunda de la compañía, hará su papel. La Téllez reacciona ante esta posibilidad de triunfo de una rival: «Felicia.—¡Retirarme yo! ¡Dejar mi puesto a otra! ¡A la Núñez! ¿Qué más quisiera ella? ¡No, no y no! Debo al Arte y al público lo que soy, y el Arte es lo primero» [OC, i: 174].

Y amargaba… nos habla también del snobismo de las actrices, con el ejemplo famoso de la Zérep. Revela el personaje: «Carolina.—La Zérep, que no se llama así; se llama Pérez. Se ha puesto el apellido al revés, como un par de medias» [OC, viii: 173].

Pero esta actriz tiene una virtud innegable que hace que sus faltas todas se le perdonen: es la única actriz que, a sus cincuenta y dos años, se presta ya a hacer papeles de madre. Otras, a su edad, sólo aceptan protagonistas como La dama de las camelias, la Doña Inés del Tenorio o la Julieta de Shakespeare, puesto que para algo son primeras actrices [OC, viii: 172].

¿Y cómo se llega a ser primera actriz? Con constancia, años, recomendaciones… Las mamás de las actrices insisten en que es muy fácil. En Teatro feminista se indica que en ese momento, para una muchacha sin fortuna y sin posición, no había más salida que el teatro [OC, i: 356]. Don Jacinto asegura temblar cada vez que recibe una visita de señoras, porque suele tratarse de una mamá que desea una recomendación para su hija. ¿No ha de servir para el teatro la niña, como tantas otras que no saben nada? Y las madres citan ejemplos tan numerosos como convincentes. Además, cualquier defecto parece menor en el teatro. Dice un personaje en Y amargaba…:

 Doña Aurelia.—La hija de nuestro administrador, preciosa muchacha, está loca por ser del teatro. Para películas ya la han probado, pero bizquea un poco los ojos. En el teatro este defectillo no tiene importancia. Nuestro pobre tío nos hablaba mucho de un actor de su tiempo que era tuerto y hacía Don Juan Tenorio.
Carolina.—Vea usted. Para un Don Juan tuerto, una Doña lnés bizca estaría pintiparada [OC, viii: 167].

Y de estas actrices, ¿qué queda por decir, sino hablar de su moralidad? Las actrices españolas son a veces más decentes de lo que ellas quisieran. En la obra Modas, la modista francesa se lamenta de la boda de una actriz. El matrimonio y el arte son incompatibles, dice. Y las actrices españolas parecen ser muy aficionadas al matrimonio [OC, i: 545]. La Rosendo, a su vez, envidia a las francesas, que tienen otros recursos extra para agradar al público. Sobre moralidad hallamos un comentario de intensa ironía en El demonio del teatro:

 Basilisa.—Ahora he visto que, por lo regular, se tiene del teatro una idea muy equivocada. Nos figuramos que la vida del teatro es todo inmoralidad. ¡Nada de eso! Esas pobres muchachas, las segundas tiples, que como salen a dar saltos y a bailar en el escenario, se las figuran muy libres y muy ligeras… pues la mayor parte son muy buenas muchachas, muy hacendosas, con su labor entre manos en los descansos. Ropita de niños: casi siempre para sus sobrinitos. Porque todas tienen sus sobrinitos [OC, viii: 538-539].

Vienen a continuación las obras teatrales y su naturaleza. Para Benavente, la obra dramática, antes que obra literaria debe ser espectáculo, por estar relacionada con el público. Las condiciones en que ésta se produce no le consienten al autor mucha independencia artística. ¿Qué esperaba primordialmente de un autor el público del tiempo? Que produjera incansablemente. El consumo, por así decirlo, de obras llegó a ser exorbitante y la presión sobre los autores consagrados, constante y angustiosa. En el género chico y el sainete las piezas estrenadas se cuentan por miles y la mayor parte de los autores de «teatro grande» escribieron todos más de centenar y medio de obras. Además, no se admitían reposiciones. El público quería novedades, estrenos y esta presión llevó a la creación de grandes obras, pero condujo también en ocasiones a la repetición y al amaneramiento, lo que se satiriza en El marido de la Téllez:

 Diéguez.—Después escribí otra, y otra… y otra.
Pepe.—Sí: las tres que te silbaron.
Diéguez.—No; fue una misma. Sólo que primero la estrené sin música; luego, con música, y luego con otro título y otra música. Pero el público siempre lo mismo.
Pepe.—¿Y por qué no cambiaste de público? [OC, i: 147].

Esto se debe al deseo de obtener éxitos por procedimientos probados. Los empresarios dicen que un tipo de obras gusta siempre; los actores piden comedias con situaciones parecidas a aquellas con las que tuvieron éxito una vez y los autores se repiten, mientras el público lo acepta, y se sorprenden desagradablemente cuando el gusto se satura. El oportunismo está a la orden del día. En Teatro feminista, la secretaria habla de su repertorio:

Secretaria.—La obra que vamos a estrenar se llama ¡Viva Madrid!
Reportero 1.—¿De Ángel Guimerá?
Directora.—Justamente. Se estrenó en catalán, con el título de…
Reportero 1.—Sí, de ¡Viva Barcelona! [OC, i: 354].

En cuanto al plagio, lo que en el argot teatral se denomina «fusilar», las menciones son abundantes. En la pieza citada se habla de que a las actrices españolas «les traen los sombreros de París, como las co­medias». En El marido de la Téllez se increpa a un autor por haber «fusilado» mucho del francés. Este se defiende diciendo que lo ha hecho por patriotismo puro, para vengar a los españoles que, durante la Guerra de la Independencia, fueron fusilados por los soldados del ejército francés en el parque de Monteleón [OC, i: 147]. Benavente, en su artículo Protec­cionismo y librecambio, ironiza sobre una propuesta de ley a las Cortes para proteger de las traducciones del francés a la industria dramática nacional [OC, vi: 636-637]. Pero se muestra en contra: ¿Por qué acusar al autor español, que es en definitiva el más prolífico de Europa, de que su público sea aún más exigente?

Otro triste aspecto son las llamadas obras «de encargo», escritas para un actor o una actriz y limitadas por las posibilidades de éstos. Raimundo, el autor de La mariposa que voló sobre el mar, se lamenta de tener que per­judicarse artísticamente escribiendo para una actriz comedias insignificantes que ésta pueda interpretar sin peligro para ella ni para la obra [OC, v: 12]. El empresario de Los andrajos de la púrpura se queja de la unión amorosa del autor y la actriz, puesto que él ya sólo podrá escribir obras a la medida, que producirán su amaneramiento y el de su intérprete [OC, v: 545]. Y desgraciadamente esta interferencia de los actores se debe a pequeñas vanidades insubs­tanciales. Vemos esto claramente en Modas:

Sra. Rosendo. En el primer acto voy a los Jardines y me quejo porque no voy bien vestida. Esto ya lo he quitado de mi papel.
Tutú.—Naturalmente.
Sra. Rosendo.—Y he hecho que el acto pase en invierno y que, en vez de a los Jardines, sea al Teatro Real donde vamos [OC, i: 545-546].

Don Jacinto justifica esta peculiaridad explicando que no es un defecto privativo de la escena española y pasa a hablarnos, en sus Conferencias, de la extraña obesidad del personaje de Hamlet, tratada por críticos y comentaristas. Shakespeare hizo gordo a su héroe para que Burbage, consorcio suyo y actor del Teatro del Globo, pudiese interpretar el papel, pese a su voluminoso abdomen [OC, vii: 154].

Pero autores, actores, empresas y obras son sólo los medios de satisfacer un deseo de goce artístico en el público que es, en definitiva, lo esencial del teatro y la verdadera clase directora que marca con su juicio y preferencia los rumbos de éste. Claro que este público es a veces caprichoso, asegura Benavente. Quiere que se le hable en broma de las cosas serias y en serio de las tonterías; y moraliza quizá demasiado: no gusta de que las comedias escandalicen a sus mujeres y a sus hijas. Pero, a pesar de sus caprichos, es razonablemente inteligente y sabe lo qué esperar de una obra dramática: «Renato.—Los empresarios calumniáis al público. Ya lo has visto esta noche. El público, el gran público ha comprendido. Arístides.—El público comprende siempre cuando se le emociona» [OC, v: 541].

Nuestro autor comenta que el público no acepta más cabeza visible que la que acierta a decir lo que él quiere que se le diga. Y ésta es la razón de la escasa influencia social del teatro. La supuesta incultura del público es sólo un pretexto de autores fracasados. En El marido de la Téllez se estrena una obra con poco éxito: «Diéguez.—Sí; le echaremos la culpa al público. Pepe.—¡Pobre público! Es como las casas de juego: círculo cuando se gana y timba cuando se pierde» [OC, i: 148].

Jacinto Benavente se apresura a afirmar su fe en el buen sentido popular, en la viveza de la percepción del público ante el Arte y en su capacidad de llegar por el sentimiento a donde quizá no llegue siempre con su inteligencia. El público no gusta de lo malo y sólo a regañadientes lo acepta o lo tolera, en espera de algo mejor. Si la calidad media de la producción teatral es mala en un momento dado, el público es cons­ciente y se resigna. El discernimiento artístico es muchas veces casi innato y Don Jacinto lo ilustra con la anécdota de una mamá que se lamentaba de una curiosa disposición de espíritu en los niños: «Figúrese usted que hoy le digo al pequeño: “Si no eres bueno, no te llevo al teatro”. Y me dice: “Mejor. ¡Para ver tonterías!”»

Por último, hablan los personajes teatrales de Benavente sobre dos nuevos aspectos del cambio de orientación que tuvo lugar en la década de los cuarenta: la aparición del llamado «teatro de cámara» y la tendencia al realismo social. El teatro experimental surge —dicen los que lo hacen surgir— como la respuesta a la necesidad apremiante de romper con los moldes tradicionales y como reacción ante el teatro indudablemente más popular, anterior a la guerra civil. En Y amargaba… asistimos a un diálogo curioso entre un autor cuyas obras se aceptan normalmente y otro dedicado al llamado «teatro de arte y ensayo»:

Víctor.—Pues ya lo ve usted. El público me aplaude.
Pérez-Gómez.—Ya; eso es lo triste… ¡Ay, mi joven amigo! Me da usted lástima: con sus condiciones de usted está usted envenenado por el aplauso. Hay que tener el valor del fracaso. Yo no le cambio a usted mis tres fracasos por todas sus obras aplaudidas. Yo le propondría a usted una colaboración. Usted con su técnica y yo, con mi sentido depurado del arte, sería una obra admirable… pero sin concesiones; para ir derechos al fracaso, pero con honradez.
Víctor.—Muchas gracias; al fracaso vaya usted solo [OC, viii: 175].

Y comenta en sus artículos lo falso de la posición de estos autores llamados elitistas: es ridículo hablar de moldes rotos en el teatro español donde, desde La Celestina hasta los autos sacramentales de Calderón, hay moldes para todo lo real y lo irreal. Además, el teatro es, por su origen e historia, un género literario que sólo en el pueblo halla su propio ambiente. En su ensayo Acotaciones escribe: «Populares fueron los más grandes teatros del mundo y para el pueblo escribieron los más grandes autores. El teatro para eruditos, para intelectuales, no tiene razón de ser» [OC, vi: 1023]. Don Jacinto se ganó la inquina de estos vanguardistas diciendo que los autores pierden su tiempo afanándose por conseguir el aplauso de los intelectuales, porque, ¿dónde están los intelectuales? No parece haber tenido Benavente la dicha de tropezarse con muchos en su larga vida en el mundo literario. Aquellos que quisieron sentirse aludidos le tacharon de retrógrado y monopolizador, puesto que las empresas preferían sus obras a las de experimentación. El se burló de estas críticas por boca de su imaginario autor, Joaquín, de Literatura::

Joaquín.—¿Qué vanguardia tocaba hoy, música o conferencia?
Matilde.—Conferencia de García López: «El teatro que llega».
Joaquín.—Me habrá puesto verde. ¿No ha dicho nada de mí?
Matilde.—Ha estado bastante respetuoso con los consagrados como usted…, porque en algunas alusiones a los viejos hipopótamos de la literatura, no me pareció que le incluyera a usted.
Joaquín.—¿Usted cree? Yo tengo la seguridad de que entre esos hipopótamos estaba yo [OC, v: 670].

Y en cuanto al nuevo realismo de la posguerra, Don Jacinto se muestra decididamente en contra y utiliza principalmente su obra de 1944 titulada Don Magín el de las magias, ya mencionada, para censurar el abuso del realismo y abogar por un arte que no se limite a ser una mera imitación de los aspectos negativos de la realidad circundante, sino que incluya también poesía, imaginación e ideas. No hace sino repetir lo que ya indicara Ortega y Gasset en su ensayo Idea del teatro al hablar de la boca del telón como un marco dorado en la isla del Arte, sólo aceptable si envía hacia nosotros ensueño y leyenda y no se limita a repetir lo que en su cabeza lleva el público. El teatro no es sólo realidad, sino la metáfora universal corporizada. Se pregunta el filósofo:

¿No es extraño, no es extraordinario, no es literalmente mágico que se pueda estar sentado en un palco del teatro Doña María y al mismo tiempo seis o siete siglos atrás, en la brumosa Dinamarca, viendo caminar con su paso sin peso a esa fiammetta lívida que es Ofelia? ¡Si esto no es extraordinario y mágico, yo no sé qué otra cosa en el mundo está más cerca de serlo! [1964, vii: 458].

Las afirmaciones de Don Magín concuerdan con este concepto mágico del teatro y su idealismo; ya que la justificación de la existencia de una obra dramática no puede ser más que una: causar placer a los sentidos y al intelecto. El teatro debe servir para descansar de la vida.

Juan Manuel.—Déjate de ilusiones, Magín. Hay que modernizarse.
Don Magín.—Pero, ¿qué es modernizarse? ¿Ese teatro sin imaginación y sin fantasía, todo vulgaridades? Con sentarse en cualquier café oye uno diálogos más interesantes y con mayor realidad que los de esas comedias. Yo creo que al teatro debe uno ir a soñar y a ilusionarse. Mi ideal sería un teatro que se llamara «Teatro de la Ilusión», en donde sólo con entrar volviera uno a ser niño [OC, viii: 658].

Aun así, Don Jacinto sabe que los tiempos han cambiado. Los trajes de fantasía de Don Magín se han quedado inservibles: «Don Magín.—Todo apolillado. La polilla es un símbolo. ¡Adiós, magias mías! Haremos comedias modernas, de ésas en las que no pasa nada y lo que pasa puede pasar en cualquier parte» [OC, viii: 710].

Pero si hoy comienza a imperar el realismo, el idealismo lo hará mañana. Todo esto no son más que ciclos, modas, tendencias, mientras que el teatro y su magia son eternos y siempre cautivadores. Esta es la tesis de El demonio del teatro, donde toda una familia, opuesta por prejuicios al arte escénico, acaba dedicándose a él por completo. La hija rompe con su novio porque no le deja actuar; la madre, para escándalo de su sociedad, sustituye a una actriz enferma y abraza la profesión. El novio y el padre se muestran indignados en el primer acto, permanecen sospechosamente silenciosos en el segundo y, en el ter­cero, nos sorprenden al lanzarse a escribir ambos una obra en colaboración [OC, viii: 587]. Y ya tenemos a toda una familia en manos de ese demonio del teatro, que es, pese a todo, un buen demonio. Tiene su infierno, pero les da la gloria a sus elegidos, a los que le dedican su vida y su alma, a los que le quieren de verdad, pues el arte del teatro —el de crear dentro de la creación y de representar conscientes la comedia del universo—, es la suprema actividad. Por ello, más que poner realidad en el arte debemos esforzarnos en poner arte en la realidad. «Triste realidad y pobre vida nuestra –dice Don Magín– si no le pusiéramos un poco de teatro» [OC, viii: 686].

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Benavente, Jacinto, Obras completas, 10 vols., Madrid, Aguilar, Madrid, 1940-1956.

González-Blanco, Ángel, Los dramaturgos españoles contemporáneos, Valencia, Cervantes, 1917.

Huerta Calvo, Javier, Peral Vega, Emilio y Urzáiz Tortajada, Héctor, Teatro Español de la A a la Z, Madrid, Espasa, 2005.

Montero Padilla, Jose. «Introducción biográfica y crítica» a Los intereses creados. La malquerida, Madrid, Castalia, 1996, pp. 7-79.

Ortega y Gasset, José, Idea del teatro, en Obras completas, vii, Madrid, Revista de Occidente, 1964, (2ª edición).

Ruiz Ramón, Francisco, Historia del teatro español. Siglo xx, Madrid, Cátedra, 1984 (6ª edición).