Cuando la literatura se convierte en cuarto cerrado, en sacrosanta retórica y en santuario repleto de efemérides y figuras venerables, un baño de parodia es una saludable costumbre para airear ambientes viciados y devolverla al territorio que le es propio, el del goce de la lectura, que no debe abandonar nunca.
Y esto lo hicieron Calderón de la Barca en su Céfalo y Pocris, Ramón de la Cruz en su Manolo, Valle Inclán en sus Martes de Carnaval. Y, por supuesto, toda la generación del 27, tocada de la irreverencia de las Vanguardias históricas y del humorismo moderno que desdeñaba el chiste fácil del astracán. Paródico es el libro genial de Rafael Alberti, Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos, paródica es la versión de Hamlet perpetrada por Luis Buñuel y Pepín Bello; paródicas son las Nuevas aventuras de Sherlock Holmes, de Enrique Jardiel Poncela.
Y esta vena paródica que su abuelo desplegó en todos los géneros (no se puede olvidar el desternillante drama Angelina o el honor de un brigadier) le ha tocado también a Enrique Gallud Jardiel, que en esta Historia estúpida de la literatura carga contra autores consagrados, contra obras intocables, contra famas y modas. El autor carga sin piedad contra poetas, contra narradores y contra dramaturgos. Dejando al margen, pues, capítulos tan sabrosos como “Contra Cervantes” o “Cómo ser un poeta japonés”, nos centraremos en cómo Enrique Gallud destruye la dramaturgia nacional y mundial.
En “La antiliteratura”, por ejemplo, se elimina una de esas obras intocables, Hamlet, con un simple giro de guión que respone a la lógica más aplastante:
El fantasma del padre de Hamlet se le aparece a su hijo en una noche brumosa y éste cae fulminado de un infarto, debido a la impresión. Los guardias le afean su conducta al fantasma, que, arrepentido, promete solemnemente no volverse a aparecer a nadie nunca más (p. 193).
No sale mejor parada la zarzuela, a la que dedica el didáctico capítulo “Qué nos enseñan las zarzuelas”, donde saca moralejas como la siguiente:
La revoltosa. Hay una mujer bella que tiene revuelta a toda la vecindad: es la comidilla continua de las mujeres y el tormento de dos o tres docenas de hombres. Aprendemos que la mayoría de las mujeres del mundo son feas, porque si hubiera más mujeres bellas, no sorprenderían tanto ( p. 52).
Por el hecho de ser irlandés y premio Nobel no se libra Samuel Bec-kett de ver destruida su obra más famosa con la sorprendente revelación de que “A Godot le robaban frecuentemente el reloj y por eso llegaba siempre tarde a todas partes o no llegaba en absoluto” (p. 87). Y así, con desvergonzada facundia, va derribando torres y prestigios intocables: Shakespeare, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Arniches o Zorrilla.
En la parodia hay siempre, aunque esté muy escondido, un secreto homenaje a aquello de lo que nos reímos. Por ello solamente pueden parodiar con gusto y con ganas aquellos que conocen bien el objeto de su irrisión. Enrique Gallud, sin duda, ama a Garcilaso y a Góngora cuando es capaz de rehacer sus poemas con tan buena maña como se da en este libro. Y es seguro que ha leído con pasión a Shakespeare, a Tirso de Molina y a Lope de Vega para llegar a dar una versión tan bizarra del origen del tremendo drama de Fuente Ovejuna:
De este episodio que cuento
tienen las berzas la culpa,
que crecían abundantes
en torno a Fuenteovejuna,
y las mozas de ese pueblo,
de la primera a la última,
las comían con deleite
en asado o en fritura
y se pusieron tan sanas,
apetitosas y ebúrneas,
buenorras y macizorras,
y de tan buen ver, en suma,
que un Comendador, tentado,
le pegó un buen tiento a una (p. 151).
En suma, si usted, desprevenido lector, llega a leer Historia estúpida de la literatura, es muy dudoso que apruebe Segundo de la ESO. Pero pasará muy buenos ratos de apacible deleite y tendrá mucho que agradecer al ingenio y a la agudeza de Enrique Gallud Jardiel, digno heredero de su abuelo, don Enrique.