Con ser la séptima de todas las artes (curioso hermafroditismo, por cierto, el de la palabra “arte”), el cine es aquella en que el peso de la industria se nota con mayor claridad y la industria es algo, reconozcámoslo, hermanos, que funciona de la manita del comercio. Los productos se fabrican para ser vendidos y si no se venden, ya se inventará algo (por ejemplo el afamado chip de obsolescencia programada de los ordenadores) que facilite las cosas. Eso fue lo que le pasó al cine, de manera muy acusada desde la década de los treinta, donde el componente industrial se impuso de manera arrolladora sobre el artístico, que quedó reducido a la condición de muñoncito enojoso o, mejor aún, a la de los zurdos corregidos, que todavía se daban en España en la década de los setenta, y que se quedaban (se quedan, puesto que hay muchos todavía vivos) en una especie de limbo psicológico cuando se les obliga a vivir bajo el imperio de un hemisferio cerebral que no es el suyo.
Algunos locos ha habido, sin embargo, que han intentado elevar al cine a la esfera estética que le corresponde y de ahí surge este libro de Enrique Gallud Jardiel, Historia cómica del cine, cuyo índice se articula sobre temas más que sobre cineastas (“Sovietografía”, “Francia otra vez”, “Más cine escandinavo”, etcétera, y de ahí que apreciemos una voluntad enciclopédica de la parodia.
¿Qué podemos afirmar, por ejemplo, del neorrealismo italiano? Pues que se hizo «cinéma-vérité francés, sólo que a la italiana, esto es: peor». Con todo, en opinión del autor hubo algunas obras magníficas «por carambola». Tras Roma, città aperta se afirma que luego «Rosellini hizo películas para Ingrid Berman y se fue desneorrealistizando bastante, por lo que nos quedamos con la película citada y dejamos a las otras a su suerte: quien las quiera ver, que lo haga», que puede o no coincidir con la opinión del lector, pero me parece una buena muestra de los recursos humorísiticos de Gallud, que podríamos resumir en dos ideas: finura e iconoclastia.
Si recordamos la famosa división de la literatura que hizo Valle-Inclán, el primer estadio estaría ocupado por los poetas que miraban a los héroes de abajo arriba y de ahí nacieron los cantares de gesta o las grandes epopeyas; el segundo consistiría en ese momento en que el autor mira a los personajes de igual a igual, de donde surgen Shakespeare y Lope de Vega, entre otros muchos de la época; y, por fin, el tercer gran episodio es el que Valle reservaba a sí mismo y consiste en mirar a los personajes de arriba abajo, de donde nace el esperpento. Pues bien, yo creo que Gallud se sitúa entre las dos últimas opciones. Digamos que bebe de ambos manantiales en sus parodias, pues su actitud es caricaturizar a los grandes nombres, pero mirándoles a los ojos, a la misma altura y no desde un plano superior: no como marionetas, sino como seres humanos con todas sus limitaciones.
Comparte Gallud con este humilde reseñador la admiración por Kubrick, pero precisamente porque es un director del que se siente devoto el nieto de Jardiel se permite tratarlo con familiaridad. No resulta extraño, por ello, que se permita considerarlo «un maniático perfeccionista que estaba como una cabra del Tirol suizo, pero que hizo grandes películas, innovando en todos los géneros, mediante el infalible procedimiento de estarse cinco años retocando cada guion y luego hacer trescientas tomas como mínimo de cada plano. ¡Así cualquiera!», que ya sabemos que la grandeza del héroe no resiste un examen al microscopio.
¿Qué es lo que nuestro autor busca con todo esto? Pues yo creo que algo bastante sencillo: ampliar nuestro amor al cine por otros horizontes, pues si la industria, sobre todo hollywoodiense, se empeñó y se sigue empeñando en convertir al séptimo arte en una cosita así como de usar y tirar, conviene que conozcamos la encarnadura humana de los grandes realizadores, sus referencias estéticas y el caldo de contradicciones en que nacieron sus creaciones. Y yo creo que hay un enorme mensaje de esperanza en todo esto: no es que cualquiera pueda ser un genio, es que cualquier escalera de vecinos puede albergar un genio, dado que a los grandes artistas les huele el aliento por la mañana, como a todo el mundo, y sus grandes cuitas en esencia son compartidas por la humanidad con todo lo que eso implica de grandeza y patetismo. Patetismo risible (risible en el mejor sentido, por supuesto).
¿Quién se ha atrevido a decir que el puente entre los hermanos Marx y Woody Allen, dos de las grandes referencias del humor más inteligente que ha dado el cine, es Jerry Lewis, alguien por quien el común de los cinéfilos no siente especial admiración? Pues Enrique Gallud Jardiel. ¿Quién se ha atrevido a sostener que Dean Martin, compañero habitual de Jerry Lewis cantaba poco (en cantidad y calidad)? Pues Gallud, efectivamente, que iguala en un mismo párrafo los vuelos de dos artistas mundialmente conocidos, cada uno en un polo opuesto de la valoración de los espectadores.
Como quiera que gozo del inmenso privilegio de ser lector habitual de Gallud, creo que el ejemplo recién mencionado de Dean Martin nos permite apreciar uno de los recursos técnicos más utilizados por el autor que nos ocupa, es decir, el del chispazo final, pues tiende Gallud a presentarnos las cosas más o menos como son, incluso con un cierto toque encomiástico para fustigar luego nuestra indolencia con un comentario ingenioso al concluir la idea. De Cecil B. DeMille se afirma, por ejemplo, que «está convencido de que cuanto mayor sea la tragedia, más público la verá, porque a los hombres les gusta mucho ver sufrir a los otros hombres». Desencanto sublimado en humor. O cuando nuestro autor habla del cine sueco, considera que Alf Sjöberg e Ingmar Bergman «fueron grandes cineastas, pero que en cambio tenían muy poca gracia para contar chistes». Y así podríamos multiplicar los ejemplos de colofones jocosos.
Probablemente, muy pocas cosas habrá en el mundo más igualitarias que la parodia, que a todos alcanza de la misma manera y a todos sitúa entre sus justas coordenadas.
Por fin, no puedo acabar esta crónica sin mencionar a los hermanos Marx, de quienes se realiza una de las consideraciones más contundentes en el libro que nos ocupa, pues su cine «fue una plasmación práctica y una demostración infalible de la teoría del caos». Si en algún momento a Gallud le tiembla la pluma de admiración, creo que es precisamente al hablar de este trébol de cuatro hojas, dado que los famosos hermanos «fueron buena prueba de cómo el humor disparatado podía mostrar a las mil maravillas el lado más incongruente y ridículo de la sociedad. Fueron los amos de la distorsión lógica», algo que sin duda conecta con la esencia creadora del autor de Majaderos ilustres.
Muchos, muchísimos son los nombres que han quedado fuera de mi reseña, pero caramba, para eso está el libro de Gallud, un autor que logra lo que con tanto ahínco se ha buscado a lo largo de los siglos: divulgar divirtiendo.