A todo el mundo le gusta mucho hablar de sí mismo, pero, por regla general, la gente no te deja hacerlo; no sólo eso: se enfada si intentas contar tus opiniones más de lo necesario. Por eso, cuando tienes que escribir el prólogo a un libro, te pones contentísimo, ya que es una oportunidad que se te brinda para hablar de lo que más te apetece con la casi seguridad de que el editor no se atreverá a censurar ni cortar nada, para no quedar mal contigo. Aprovecho, pues, estos cinco minutos o cincuenta líneas de fama y atención que tan amablemente se me deparan.
Cuando el simpatiquísimo Víctor J. Sanz me anunció su generosa intención de crear un concurso de literatura de humor con mi nombre, mi reacción fue múltiple y variada. Por una parte, claro está, mi ego se quedó muy satisfecho, pues un premio con tu nombre te puede proporcionar casi tanta fama como la que lograrías si se usase tu nombre para una nueva marca de mayonesa. Otra reacción colateral fue el miedo de no estar a la altura. ¿En qué posición me encontraría yo si luego resultaba —como era muy posible que sucediese— que todos los participantes escribían cosas mucho más divertidas y mejores que las mías? Quedaría en ridículo para los restos. Empero, tuve que aceptar y decidirme a afrontar esa posibilidad. Una tercera consecuencia del anuncio fue el miedo, pues muy bien pudiera suceder que nadie quisiera participar en un concurso que llevara mi nombre, que quedaría estigmatizado para los restos. Una última reacción fue la ambición, por lo que pregunté a los organizadores si era posible que yo también participase en el concurso, aunque fuera con pseudónimo, me diera el premio a mí mismo y me embolsara los euros. Desafortunadamente, me indicaron con toda amabilidad pero con firmeza que aquello no era en absoluto posible, a más de no tener precedentes. Yo insistí, pero se mantuvieron muy firmes en este punto: si el premio llevaba mi nombre, yo no podía ganarlo de ninguna de las maneras. Era posible, eso sí, cambiar el nombre del premio y poner el de otro escritor. O sea, que podía tener el dinero o la fama, pero no las dos cosas. La vida es injusta.
Todo ello ya es cosa del pasado: el concurso ha tenido lugar y muchos geniales escritores han participado con relatos magníficos. El jurado se lo ha pasado en grande riéndose de alguno de los pseudónimos, como suele pasar en este tipo de concursos, y, finalmente, se han escogido unos merecidos finalistas y un justo ganador.
Ser jurado es tarea ingrata: haces feliz a uno y desgraciados a todos los demás, quizá atrayéndote sus iras y maldiciones. Esto es una lástima, porque muchos de los relatos que no han ganado eran muy buenos y tú hubieras querido premiarlos a todos y hacer amigos de este modo. Como fuere, el lector podrá deleitarse con los mejores relatos que se han presentado y, si disiente del fallo del jurado, siempre le quedará el derecho a renegar y a decir que no hay justicia en este mundo.
El cuento ganador es estupendo. Es original, variado, gracioso, fresco y tiene las comas en su sitio, lo cual, visto lo visto en la actualidad, no es poco decir. Desde aquí mis felicitaciones al ganador o ganadora, porque a la hora de escribir este prólogo aún no sé quién es ni cómo se llama.
Y acabada ya la parte formal, pasaré a la confesión prometida, donde revelaré por qué defiendo el humor por encima de todo y me he dedicado a cultivarlo con mayor o menor acierto.
Puede sonar rimbombante, pero el ejercicio del humor es, a mi ver, una fuente de placer, de libertad y de bien. Explicarelo.
Los escritores honestos saben que se escribe por el placer de crear, no por los beneficios o el prestigio, resultados problemáticos que muchas veces no se alcanzan. Alguien dijo que la de escritor es la única profesión en la que no haces el ridículo si no ganas dinero. Se escribe por el acto en sí, no por el resultado. Y es una actividad superior, como lo es la creación de cualquier cosa nueva, en el terreno artístico o el científico. Hacer avanzar el conocimiento (la ciencia) o aumentar las fuentes de placer (el arte) son las mejores y más dignas ocupaciones del mundo y, consecuentemente, las que más merece la pena ejercer. Otros oficios pueden ser y son muy respetables y necesarios, pero el de crear mundos y personajes y con ellos conmover a tus semejantes es un oficio superior y el goce de ejercerlo ha sido recompensa suficiente para muchos autores. Saber que tu libro proporciona horas y horas de placer a otros seres humanos es suficiente motivación para escribirlo.
Lo de la libertad es más específico, pues los escritores de temas serios no tienen en absoluto tanta. Una historia romántica, de terror, de misterio, implica unos constreñimientos estrictos al género, una coherencia en la narración, una verosimilitud en las reacciones psicológicas de los personajes, una fidelidad al registro lingüístico de cada uno, etc. Lograr todo esto tiene, ¿qué duda cabe?, su encanto. Pero el humor proporciona mucha mayor libertad, muchas más posibilidades. Los registros típicos de la comicidad y sus procedimientos —como la sorpresa, la hipérbole, el contraste, el cambio de nivel y otros— te permiten hacer que tus personajes hablen como quieran, que reaccionen como les dé la gana, que les pasen las cosas más inverosímiles, absurdas y curiosas que se puedan imaginar. Lo que escribes en cada momento será más divertido o menos, pero puede ser cualquier cosa que tú quieras que sea. Todas las posibilidades al alcance del narrador.
Y, por último, el humor es el bien, en toda la acepción de la palabra, pues cumple una función ética. Recuérdese que la mayor parte de los males del mundo, si no todos, se basan en la seriedad. La gente seria, la que se toma a muy en serio a sí misma y también a su patria, a su religión o a su credo político, es la que hace daño a los demás, en nombre de la gran seriedad e importancia que adjudica a aquello en lo que cree. No todos los serios son malos, pero todos, absolutamente todos los malos son serios. El humor, por el contrario, desactiva toda violencia, toda inquina, todo odio. No sólo nos da una visión más optimista, más alegre y desenfadada del mundo y de la vida, sino que crea en el que produce el humorismo y en el que lo consume una actitud mucho más tolerante y pacífica. El que vive instalado en el humor es incapaz de hacer daño a nadie. Y, además, desarrolla una visión satírica que le lleva a reírse los males del mundo, denunciándolos y ayudando a eliminarlos, a la vez que cumple otra función social, pues la visión paródica implica una desmitificación, la idea de que las cosas que nos parecen importantes no lo son tanto. Por eso es muy sano y hasta ético reírse de las instituciones, de las personas, del poder.
Leonardo da Vinci afirmaba que, de ser posible, había que reírse hasta de los muertos. El humor es la gran arma de que la especie humana dispone para combatir la estupidez. Empleémosla con entusiasmo, por nuestro bien, por nosotros y por todos nuestros compañeros.