Aunque de entre las obras que tratan de la vida del Sâkya Muni, la de Lope Barlán y Josafat (1611) es la más popular y de mayor calidad dentro del teatro Barroco, no es en absoluto la única, como una crítica poco escrupulosa ha dicho en ocasiones. Existen otras tres sobre el mismo tema y todo hace suponer que hubieron muchas más. Las más nombradas son: El benjamín de la Iglesia y mártir San Josafat, Dos luceros de Oriente: Barlán y Josafate y El prodigio de la India, San Josafat, de autores anónimos.
En cuanto a las fuentes lopescas hay mucha incertidumbre. Menéndez Pelayo, en su “Prólogo” afirma que Lope de Vega no conoció el relato indio directamente. Parece ser que leyó la versión latina de Trapenuncio, publicada en 1608 y que se dejó influenciar por la novela mística de San Juan Damasceno. No hay que olvidar que pudo conocer también la comedia italiana de Bernardo Pulci Barlaam e Giosafat. Sin embargo, Menéndez Pelayo insiste en que su fuente principal es el Flos Sanctorum o Libro de las vidas de los santos, publicado en 1599 y 1601, de Pedro de Rivadeneyra, de quien tomó elementos para lo novelesco de su relato. En esta obra lopesca la cristianización de San Josafat es ya total. Josafat es el hijo del rey Abernnévatón, rey de Kapilavastu, perseguidor de cristianos, quien encierra a su hijo por la profecía de que éste se convertirá a la nueva religión. Tras los episodios de toma de contacto con la realidad, Josafat encuentra a Barlán y dicha conversión tiene lugar. Al utilizar esta obra, Lope no deja de hacer sus innovaciones, aunque empleando el mismo planteamiento cristiano.
La versión del Fénix de los Ingenios es en extremo interesante, aunque sólo incluye los elementos humanos de la vida del Buddha, sin que quede rastro de las mil invenciones fantásticas que la leyenda incluye en otras versiones. Sí se da una idea de la dolorosa meditación que llevó a Siddhartha desde el esplendor del poder mundano a convertirse en asceta y reformador religioso. La obra está ambientada en una India irreal, posterior a la introducción del cristianismo, y no existen elemento exóticos ni típicos; los nombres de los personajes destacan por su sabor grecolatino (Anaxímandro, Leucipe, Telemalo, Fulbino) y la teología que en ella se explica es una exposición del dogma cristiano, aunque los sucesos sean los mismos del Lalita Vistâra.
El apercibimiento de las realidades del mundo y la renuncia a los privilegios reales tienen lugar en los dos primeros actos de la obra. El tercer acto es casi pura invención de Lope, siendo toda la obra un verdadero cúmulo de sugerencias, como las quejas del príncipe al rey su padre por su falta de libertad, que son el origen de las reflexiones del Segismundo calderoniano de La vida es sueño. Ya desde un principio sabe el príncipe (que no se llamará Josafat hasta su retiro a los bosques) cómo ha sido intento real el que no conociera las tristezas del mundo:
CARDÁN.-
Los vasallos más leales
y los más sabios maestros
no quiere que te digamos
cosa triste, previniendo
que aun no sepas que hay morir,
ni tengas conocimiento
de cosa que te dé pena.
Por fin sale Josafat de su encierro y se admira en los mercados de las joyas, las telas y otras cosas bellas, por las que no siente ningún deseo de posesión. Nótese como se nos muestra una naturaleza predispuesta a la renunciación. Se entusiasma por los retratos de los pintores y por los libros, que manda comprar para ilustrarse y de entre los que elige los de Aristóteles, Hipócrates, Galeno, Estrabón, Quinto Curcio y Homero, así como el Antiguo Testamento. Tropieza entonces con un general victorioso que lleva prisionera a una princesa. Aquí sabe por primera vez Josafat del dolor y de su inevitabilidad en este mundo:
PRÍNCIPE.-
Esta es vencida, y vino a tal tristeza
de un libre estado?
GENERAL.-
Así son desta vida
las mudanzas; que en ella no hay firmeza.
CAPITÁN.-
Perdona, Alacris, que al hablar te impida;
no quiere el Rey que ni en naturaleza
defecto sepa el príncipe.
GENERAL.-
Resida
con los dioses intactos en el cielo
que no lo excusará si habita el suelo.
Topa después el príncipe con unos pobres mendigos, viejos y algunos de ellos tullidos, que le hablan de los cientos de enfermedades que aquejan al hombre y de la muerte, el final ineludible. Es este pensamiento de la muerte el que produce la transformación y el deseo del príncipe de saber el secreto de Dios, cuyos designios producen estos estados en los hombres. Hace de esta labor de comprensión de lo divino su objetivo vital:
PRÍNCIPE.-
Dios, la vida que he vivido
no es vida, pues fue sin vos,
conozcámonos los dos,
que toda el alma os prometo;
no estéis conmigo secreto,
pues me hicisteis, y sois Dios.
En el acto segundo se concentran las enseñanzas de Barlán, que impelen al príncipe a prescindir de las vanidades mundanas y a renunciar al trono de sus antecesores. Se le dice al espectador que la renunciación es una cualidad divina y la única manera de obtener la paz mental. Es mejor que el conocimiento y que la meditación. Josafat, convencido, se retira a los bosques:
PRÍNCIPE.-
Adiós, cuidados prolijos;
adiós, reinos de la tierra;
que, aunque pudiera regiros,
a buscar mi salvación,
quiero, libre y desasido,
ir por las sendas del cielo,
trocar palacios por riscos,
y regalos por ayunos.
ANAXIMANDRO.-
¡Qué ejemplo de fé tan vivo
y qué desprecio del mundo!
La obra concluye con la apoteosis cristiana que se espera en toda comedia de santos. Se incluyen en el clímax ángeles que llevan de la mano a Josafat, demonios que le tientan en forma de mujer, cruces simbólicas, milagros e invocaciones a la Virgen. En esta versión cristiana la iluminación queda sustituida por la ordenación sacerdotal de Josafat y por los milagros que llevarán más tarde a su canonización. Pero lo que es verdaderamente interesante es la explicación que da a su padre sobre los motivos que le han impulsado a dejar el mundo y sus falsas glorias:
JOSAFAT.-
Pues padre, ¿de qué te admiras?
¿Qué piensas tú que dejé,
si lo mucho que gané
con atentos ojos miras?
Dejé un perpetuo desvelo,
dejé un sueño de la vida,
dejé una imagen fingida
idolatrada del suelo.
Dejé una falsa belleza,
dejé un veneno dorado,
dejé un temor engañado
y una aparente belleza.
Dejé un espejo fingido,
dejé un cuidado inmortal
con sombras de bien, un mal
tarde o nunca conocido.
Dejé un bien sin amistad,
que asimismo la gobierna;
dejé una lisonja eterna
y un silencio en la verdad.
Dejé una flaqueza fuerte
y un engañado tormento,
dejé el mayor sentimiento
que puede hallarse en la muerte.
Y pues todo en ella para,
dejé un reino y un lugar
que me había de dejar
cuando yo no le dejara.