Javier Rodríguez Barranco: Al sol le brotan ramas de alegría, Azimut, Málaga, 2019.
¿Qué pasa en el universo cuando te empeñas en cometer alevemente el más estúpido de los crímenes secundado por el más torpe y peor elegido los compinches? ¿A qué te puede conducir un asunto tan pésimamente planteado? Pues de ello resulta una catarata de humor que te cae encima y te deja completamente empapado.
Cuando la ley de causa y efecto empieza a hacer de las suyas, hay que agarrase al asiento, señores. ¿Quién le mandaba a Anita Delgado —pésima bailarina que consiguió atrapar en las redes de Himeneo a un maharajá indio de aquellos de rubí en el turbante— regalarle a la Virgen de la Victoria un manto ni bordado ni sin bordar? Porque eso fue lo que hizo, la muy imprudente. Eran ganas de tentar al caprichoso destino y de provocar que, años después, algún sinvergonzón con demasiado tiempo libre desencadenara sin posible vuelta atrás una sucesión de acontecimientos a cual más absurdo e hilarante a costa del dichoso manto.
Pero no voy a contar más, porque todo esto se puede leer en esta deliciosa novela con la que tienes que hacerte de inmediato y cuya lectura te será en extremo gratificante. No conseguirás nunca nada mejor por los pocos euros que te costará este libro que la diversión que te proporcionará. Y, si consigues que te lo regalen, pues ya ¡ni qué decir!).
Aunque para los que quieran seguir abriéndose camino en la enmarañada selva de esta reseña con el afilado machete de la paciencia, diré que este libro está plagado de peripecias, de casualidades y causalidades, de gentes que meten la pata, de señores misteriosos que entran y salen, de traficantes, de fanáticos, de militares, de locos y, en general, de seres humanos pillados en su peor momento. Y, como regalo añadido, en el libro se habla de fútbol. Y de cine también. Bastante.
Pero, aparte de sus hallazgos argumentales, que no destripo aquí en aras del buen gusto, lo que más me ha hecho disfrutar a mí ha sido el tono de la novela, el particular punto de vista del autor que, a través del pillín de su protagonista, nos detalla un mundo exagerado y absurdo, al tiempo que cercano, lleno de «realismo mágico» andaluz —si los García Márqueces de este mundo me prestan el término—, en donde nada puede tomarse muy en serio. Pero eso es bueno, muy bueno, porque el humor es un producto de la inteligencia. El bruto, el ser primitivo, no ríe: se limita a sentir a expresar sus pasiones, sus deseos y sus miedos más atávicos. Por el contrario, para poder crear humor o apreciarlo hace falta un alto grado de sensibilidad, una mente cultivada, una base cultural, una disposición especial; y el autor posee todo esto en grado sumo y emplea el humor como lo que es: uno de los mejores productos de la civilización, manejándolo a su antojo y dándole la forma que más le apetece, como si estuviera jugando con plastilina o amasando galletas caseras.
Y hablando poco más en detalle del padre de la criatura, del novelista, hay que decir que, puesto en el difícil trance de definirse a sí mismo en pocos caracteres —con ese reduccionismo del ser humano al que el mundo moderno nos condena— lo hace como «catador de paellas», sintetizándose de una manera que resulta admirable por lo sintética. Esto precisa de una elaboración. ¿Qué es exactamente un catador de paellas?
Pues es, muchas cosas, pero básicamente un hedonista crítico, un bípedo que sabiamente aúna en sí la sabiduría de gozar de las mejores cosas que nos ofrece la vida —como las puestas de sol, los perros, la música de Mozart o las películas de los Hermanos Marx—, con la capacidad de emitir y mantener contra viento y marea un juicio crítico sobre ellas. Una persona que no se casa ni se amanceba ni se hace pareja de hecho con nadie, sino que mantiene su individualidad, su opinión, su mismidad —si es que tal palabra existe (y si no existía, pues ahora ya sí existe)— y que, por tanto, en todo lo que dice o escribe puede permitirse el envidiable lujo de mostrar un punto de vista personalísimo, algo casi insólito en este mundo no igualitario pero sí igualador (en el peor sentido) en el que vivimos, por imposibilidad material de vivir en otro distinto y mejor.
Francisco Javier Rodríguez Barranco es todo eso que hemos apuntado anteriormente y mucho más, porque se nos había olvidado decir que tiene barba. Es un arrojado viajero (le deben de haber arrojado de muchos sitios), es un romántico idealista sin ninguna posibilidad de cura (¡edita libros: no les digo más!), es un talento creador (cuando compren y lean la novela no tendrán otra que mostrarse de acuerdo conmigo en esto) y es una persona. No hace ninguna falta que especifique diciendo «una buena persona» o «una bellísima persona» o «una excelente persona», porque nuestra especie no se divide en buenas y malas personas, sino en los que son personas y los que simplemente no lo son, entre los que son individuos únicos, como decía Unamuno, y los que son masa, como decía Ortega —¡huy, qué pedante me ha quedado esta frase!—, entre los que entienden todo lo humano, porque lo son y lo comparten, y los entes huecos que no son más que un mero reflejo condicionado de lo que otros les dicen que deben ser.
Y en literatura, una voz individual, genuina y sincera es imprescindible si se quiere hacer algo a derechas. Sólo un hombre «real» puede crear una pieza artística de cualquier género. Y este libro lo es. Con la supuesta falta de pretensiones del humor, es una obra logradísima, que…
Bueno, no voy a dar más explicaciones, porque me estoy poniendo pesado. Un epígrafe de unos de sus capítulos reza «Pulchrum est paucorum hominum», lo bello, lo exquisito es sólo para unos pocos. ¿Eres, lector, uno de esos escogidos? ¿Será esta novela tan buena como yo te estoy asegurando que es? Cómpratela y júzgalo tú mismo.