Enrique Jardiel Poncela, el teatro de una vida (José Luis García Martín)

Enrique Jardiel Poncela, el teatro de una vida (José Luis García Martín)

Los admiradores de Jardiel Poncela, que siguen siendo legión, conocen bien los extensos prólogos que puso a sus obras de teatro cuando las fue recopilando en tomos de sorprendentes títulos (como todos los suyos): 49 personajes que encontraron a su autor, Tres proyectiles del 42, Agua, aceite y gasolina y otras dos mezclas explosivas. Enrique Gallud Jardiel, uno de sus mejores estudiosos, ha reunido esos prólogos en un tomo de más de cuatrocientas páginas y el resultado es una obra nueva, un espléndido ejercicio de autoficción, una reconstrucción del mundo del teatro en la primera mitad del siglo XX y una teoría (y práctica) de la creatividad.

Ya la frase inicial nos avisa de que nos vamos a encontrar con algo muy parecido a una trepidante novela por entregas: “En los principios del año 1927, mi situación económica era insostenible”. Tan insostenible que el escritor y su compañera decidieron separarse durante un tiempo en una escena que el lector se imagina en el blanco y negro del cine mudo: “Era absolutamente imposible seguir adelante y así lo reconocimos en una conversación patética que mantuvimos entre lágrimas una noche. Llegaba el momento de los ‘grandes remedios’. Puesto que no podíamos sostener nuestras existencias unidas, había que separarse y nadar cada uno por un lado en busca de salvación. Y volveríamos a unirnos más tarde, cuando hubiésemos vencido la tormenta”. Quedó fijada la fecha del reencuentro, dos años más tarde: “Nos reuniríamos en el andén de la estación del Metro de Glorieta de Bilbao el día 19 de marzo de 1929, a las seis de la tarde”.

Hay patetismo y hay desgarro en esta peculiar novela de una vida, pero hay sobre todo inteligencia y humor. Quienes han leído las grandes ficciones de Jardiel (¿Pero hubo alguna vez once mil vírgenes?, Espérame en Siberia, vida mía) saben de su gusto, tan vanguardista, por los juegos con la tipografía, por la parodia, por la experimentación constante. El tono de los primeros capítulos es el de esas exitosas y disparatadas novelas; luego se va ensombreciendo: los últimos capítulos, llenos de agresiva amargura, resultan particularmente tristes.

De las incongruencias de Hollywood –donde pasó una temporada contratado por la Fox– descansa en Long Beach con otros compañeros de aventuras, como el director y empresario teatral Gregorio Martínez Sierra. Las noticias que llegan de España ponen fin a aquellos días de despreocupada felicidad: “Hicimos muchas millas sin despegar los labios. El coche se deslizaba por el asfalto interminable, encharcado con las anillas policromas de los anuncios luminosos. Brillaban en el horizonte los doce millones de luces de Pasadena, de Glendale, de Santa Mónica, de Compton, de Malibú. El faro del City Hall de los Ángeles deslumbraba a veinticinco kilómetros de distancia. Y en la negrura del cielo nocturno, un dirigible, con la panza abrasada por un foco carmesí, popularizaba los neumáticos Goodyear. Rompiendo de pronto el silencio, Martínez Sierra, que ocupaba con la Bárcena los asientos de atrás, y del que hasta el momento solo había dado razones de existencia la lumbre preocupada del cigarrillo, murmuró, como si continuara en voz alta un razonamiento interior: ¡Surgir ‘esto’ en España cuando necesitamos la tranquilidad máxima para trabajar!”

“Esto” era la revolución del 34, que pronto sería seguida por más graves acontecimientos. Jardiel Poncela apoya decididamente a los sublevados y en estas páginas no faltan las malhumoradas invectivas, muy en el tono propagandístico de la época, contra “los rojos” (e incluso se alude a los “dramas tan asquerosos” de Galdós); su tiempo, sin embargo, era el de la República. Su teatro, siempre atrevido y rupturista, no encajaba en los pacatos escenarios de un régimen, que él apoyaba con fervor, pero que prohibió sus novelas.

Las páginas que Jardiel dedica a los críticos teatrales (en cada capítulo reciben una andanada) están entre las más divertidas y feroces que se hayan escrito nunca: “Pedirle a un crítico que discurra es forzar su naturaleza y plantearle un problema mental de primer orden. Y yo no soy capaz de tanta crueldad”. Con los críticos Jardiel es capaz de cualquier cosa, como comprobará divertido el lector.

“Este oficio es bastante raro” nos dice refiriéndose no solo al teatro, sino al arte literario en general. Y él nos ayuda a entender esa rareza contándonos el complicado proceso de la escritura de cada una de sus obras, que en algunos casos tardan años en la gestación, pero solo unos pocos días en escribirse y por eso puede ofrecr una obra al empresario y darla por terminada cuando aún no ha escrito ni una línea.

No duda Jardiel en señalar los defectos de sus obras, aunque fueran muy aplaudidas, pero tampoco tiene inconveniente en elogiarlas cuando lo cree conveniente (la falsa humildad no es lo suyo). Las cinco advertencias de Satanás la considera “una obra de arte tan perfecta como permite nuestra imperfecta condición humana”. Sus mejores obra, afirma con razón, tienen padre y madre: “el padre se llama humorismo y la madre poesía”.

Humorismo, costumbrismo, poesía y disparate hay en Estrenos y batallas campales, un conjunto de páginas dispersas que forman un libro nuevo que podría titularse El teatro de una vida, la del disparatado, desequilibrado, genialísimo Jardiel.