José Martí, le concede plenamente la razón a Tomás de Kempis cuando éste dice: «Por todas partes he buscado el reposo y sólo lo he hallado en la compañía de un libro, en un rincón callado». Así, el que fue alma y mente del nacionalismo cubano y de la toma de conciencia idiosincrásica de su pueblo, pese a su trabajosa vida en acción, supo y pudo dedicar sus ocios a la autoformación intelectual que dan los libros. Quizá su labor de organizador y político no le permitió llevar a término todos sus proyectos literarios, pero en su obra ingente se halla la prueba de su interés en las diversas ramas de la cultura y especialmente en aquella —la filosofía— que es base y origen de las demás y la que condiciona les derroteros que éstas toman, pues tanto las formas artísticas como las estructuras socio-políticas no vienen a ser sino el reflejo o la materialización del pensamiento de una época dada. Y cuando este pensamiento se adelanta a la realidad, se precisan hombres entendidos que, a la capacidad abstracta de comprender el concepto, unan una disposición práctica y una vitalidad suficiente para hacerlo realidad, adaptándolo al medio en que se vive. Este es el proceso de las revoluciones y los cambios.
Martí estudió la filosofía europea desde sus orígenes, seleccionó teorías, asimiló conceptos, rechazó otros y, mediante una lectura atenta de su obra, se puede aprehender cuál fue su opinión sobre ellos, incluso en aquellos casos en los que no tomó una postura radical. No es la concepción filosófica de Martí sobre el universo lo que aquí se estudia, sino su crítica o adhesión a los pensadores anteriores, crítica que se encuentra dispersa en diversas obras, complementada con el material de sus Cuadernos de apuntes, donde hallamos notas sobre filósofos y teorías, esquemas para recordar, puntos explicativos, títulos de libros para comentar y desarrollar y proyectos de estudios sobre filósofos como Voltaire y Rousseau. En forma un tanto lacónica y escueta hallamos en ocasiones sus opiniones generales sobre los pilares del pensamiento europeo, pero antes del enjuiciamiento, los escritos de Martí dejan traslucir una corriente de respeto., El filósofo es el hombre por excelencia: el hombre pensante, el hombre que no se deja arrastrar por influjos externos y utiliza lo mejor de su espíritu y de su entendimiento para la comprensión del mundo y la resolución de los conflictos del hombre. A la libertad de acción sólo puede llegarse tras haber alcanzado la del dominio del pensamiento. La libertad se logra sólo después de poseer una intensa voluntad de lograrla. Por ende, a los filósofos, a todos aquellos que en sus teorías han abogado bravamente por el ejercicio de la libertad de pensamiento, Martí los considera y los denomina «libertadores de la humanidad» y, como ejemplo, cita los nombres específicos de Aristóteles, Rousseau, Voltaire y Lutero.
Para el héroe de Dos Ríos la filosofía no es tampoco ocupación de desocupados, ni mucho menos un lujo del espíritu para seres intelectualmente superiores. Según él, la metafísica, parte esencial y primera del saber, se define como el conjunto de verdades absolutas que sirven de leyes explicativas y fundamentales a todos los conocimientos humanos. Estos han de ser, pues, interpretados de acuerdo con estas leyes y verdades. Sólo así se puede entender la verdadera esencia del funcionamiento del cosmos y lo que éste contiene. En otras palabras, Martí, en el dominio del pensamiento, ataca a la práctica sin teoría. La filosofía es el estudio de las causas de los seres, de sus distinciones, de sus analogías y sus relaciones y Martí resume la investigación filosófica en tres objetos fundamentales: el «yo», lo que no es el «yo» y cómo yo me comunico con lo que no es el «yo», es decir, en primer lugar el estudio del ser —metafísica—, luego, a través del mundo de lo fenoménico, el estudio del conocer —epistemología— y, por último, el estudio de la comunicación, transmisión y uso de este saber —las ramas filosóficas aplicadas.
Pasando a la crítica martiana de las diferentes escuelas de pensamiento y tratando ésta con la mayor brevedad, vemos en primer lugar referencias a todos los filósofos de importancia, en la obra del pensador cubano. Aunque en ocasiones estas menciones son un tanto superficiales, nos permiten deducir claramente un conocimiento general y completo de la historia de la filosofía europea, desde sus orígenes hasta su momento. Los filósofos sin mención en la obra de Martí son la excepción obligada a cada regla, contándose entre ellos Parménides, Ockham, Eckhart, Bruno, Locke y Suárez, Por otra parte, los pensadores citados alcanzan el número de setenta. No puede decirse lo mismo, lamentablemente, de las filosofías orientales, cuyas referencias escasean y son en ocasiones, no muy precisas; semejan apuntes para estudios posteriores más que notas críticas.
José Martí no da excesiva credibilidad a la metafísica de los filósofos presocráticos, de entre les que presta mayor atención a los de la escuela de Mileto, haciendo constantes referencias a Thales, Anaximandro, Anaxímenes y Arcesilao, Al comentar la cosmología del primero, la frase que más frecuentemente aparece es: «Todo confuso». Martí nos dice que, en su opinión, es erróneo el suponer al agua y al principio de humedad por extensión, elemento primordial del universo físico, y afirma que Thales de Mileto confunde los fenómenos naturales con los espirituales, una diferenciación que el griego, en su visión panteísta del universo, no hacía. Martí juzga con los ojos de un hombre moderno, educado en una religión monoteísta. No existe referencia alguna a la escuela eleática y nada muy positivo sobre Pitágoras, del que recuerda y comenta el consejo que éste dio a sus discípulos, recomendándoles que se abstuvieran de alimentarse de judías, una frase escasamente filosófica para ser repetida. El fallo principal que nuestro hombre encuentra en el pitagorismo es el querer hacer salir toda teoría de las matemáticas, mezclando la aritmética con la moral y, en consecuencia, la lógica con la ética, dos ramas que la filosofía cuida de mantener separadas y bien delimitadas.
Avanzando en el tiempo, mientras que se limita a recordar a Heráclito de Éfeso como un defensor del combativismo, como padre y rey de todas las cosas, da mayor atención a Demócrito y a Epicuro. Según nos dice, la especie primitiva de materia que ambos reconocieron y definieron como substancia primordial y total de los entes vivientes concuerda exactamente con lo que la física moderna define como protoplasma. La mente avanzada y progresista de Martí no niega, como vemos, el cientifismo del saber antiguo, y menos la validez de sus sistemas. Un buen ejemplo son los elogios que tributa aj sistema de enseñanza preconizado por Sócrates. Este consistía en el método de enseñar conversando sobre la base del diálogo (ejemplo que más tarde seguiría su discípulo Platón) y de llevar dicha enseñanza de aldea en aldea, como una especie de escuela móvil. Este sistema educativo impresionó a Martí per su justició y eficiencia y, si mi apreciación es exacta, se ha empleado de forma semejante en Cuba en años recientes, por inspiración del mismo.
Sus juicios sobre Platón son más peculiares, pues le elogia diciendo que «supo ver sin miedo en la mente divina»; pero añade que era esencialmente y en resumen, un soñador y no un filósofo, por falta de precisión en sus juicios. Platón, no obstante, no tenía esa idea de sí mismo y de su sistema filosófico y daba tal importancia a las ciencias exactas que tenía en la entrada de su escuela colgado un letrero en donde se leía: «No entre aquí el que no sepa geometría». Sin embargo, Martí aprecia la precisión geográfica del filósofo ateniense y estudia con atención su diálogo Critias, en el que se trata el tema de la Atlántida. El respeto que Martí tiene por Platón es, como vemos, limitado y aunque afirma que lo que dijo debe repetirse hasta que los hombres vivan conforme a su doctrina, desea quitarle la aureola de supremacía filosófica y lo hace aseverando que no es en absoluto más profundo de lo que lo pueda ser Netzahualcoyótl. El platonismo, pese a todo ello, es algo necesario en el desarrollo de la madurez humana y Martí escribe: «Aristóteles se empieza a ser a los treinta años; pensad mal de quien no es ya Platón cuando cuenta veinte». Aquí, utilizando a los filósofos como símbolos, nos habla del idealismo de la juventud y de la reflexión y el método de la madurez. De Aristóteles, el más grande de los filósofos griegos, según le denomina, no dice mucho, empero. Elogia su método logístico y su poder de síntesis que le lleva a construir unas reglas referentes a los silogismos tan ingeniosas y sutiles, que los lógicos modernos no han podido substituirlas con ventaja. Junto a Aristóteles el pensador, Aristóteles el hombre se gana también los encomios del cubano, quien dice: «Y vale más, ¡por Dios que vale más!, ser desterrado de Siracusa, que echarse sobre los hombros el manto de purpura del vicioso Alejandro».
Tras Aristóteles, no puede faltar la cita sobre el neoplatónico Plotino, de quien Martí dice que buscó a Dios y estuvo a punto de hallarle. Nuestro autor se interesa asimismo por el estoicismo, en la persona de Lucio Anneo Séneca, al que titula un tanto arriesgadamente «precursor del naturalismo». Su atención se centra en la profecía que el filósofo cordobés incluye en su tragedia Medea y que afirma: «Ha llegado el tiempo en el que el Océano revela, después de siglos, su secreto y aparece una tierra desconocida; cuando el piloto argonáutico descubre otros mundos y Thule ya no es el sitio más remoto de nuestra tierra». Esta mística profecía impulsó a navegantes hacia el mar y Martí, como americano, demuestra interés apasionado en el origen de este concepto de «ultima thula» que hace referencia a su continente y que asegura la existencia latente de éste en el subconsciente del Occidente antiguo.
Martí muestra su repulsa al fanatismo religioso de la Iglesia cristiana al criticar abiertamente el escolasticismo medieval, adaptación un tanto provisional y precipitada del esquema filosófico de Aristóteles al contenido del dogma católico. Lo que le repele a Martí de este sistema es la subordinación de la filosofía a la teología. Aquí, el pensador de Cuba acierta plenamente en su postura, puesto que la teodicea, junto con la ortología y la cosmología, no son sino partes de la metafísica que, a su vez, es únicamente una división de lo que conocemos como filosofía. Y nuestro autor añade, refiriéndose al tomismo escolástico: «Tomás de Aquino siente que la esfera de lo inteligible inmediatamente está por encima de lo inteligente. ¡Raza humana amante de lo servil! Yo concibo bien a Dios, sin sentir la necesidad de ser su esclavo.»
Entrando en la filosofía moderna y en la disputa de siglos entre cartesianismo y empirismo, Martí da variados juicios sobre el problema y se halla tan descontento de ambas soluciones al tema del conocimiento, como Kant lo estaría más tarde. Martí coincide en la teoría con Renato Descartes y afirma que el trabajo de la filosofía, limitándose al campo epistemológico, consiste en investigar los fundamentos de la certeza sobre las cosas y la manera de adquirirla. Sin embargo, al pasar a la práctica, el método logístico del francés, de la duda metódica, no le satisface como punto de apoyo de todo conocimiento. Invalida así el conocimiento planamente supeditado a la razón y llega a tachar a la metafísica cartesiana, obtenida mediante este procedimiento cognoscitivo, de totalmente absurda. En cuanto a su relación con el empirismo y el conocimiento mediante la experiencia directa, hallamos algún juicio contradictorio. En un lugar nos dice que la naturaleza y su observación es la única fuente de la filosofía y el hombre observador su único agente y, por otra parte, critica a Berkeley y a Hume y nos refiere que el empirista Bacon fracasó en sus tentativas de hacer descubrimiento alguno mediante su propio método de investigación. Añade, además, que «el razonamiento nos da la sabiduría», que es exactamente lo que Descartes había propuesto. Emmanuel Kant resuelve la disputa empirista-cartesiana, a decir de los historiadores de la filosofía, estableciendo que en todo conocimiento la materia la suministran los sentidos y la forma, la razón; pero esto no parece satisfacer a Martí, quien, al mismo tiempo que admite que Hume y sus contemporáneos vienen a morir a manos del criticismo de Kant, constata que el filósofo de Könisberg quiso variar la fórmula de los cartesianos sobre la certeza y se limitó a copiarla.
Pasando al idealismo alemán, vemos que el escritor cubano censura a diversos filósofos por lo reducido de sus teorías. Tal es el caso de lo que sucede con Fichte, que se limita a estudiar al hombre como sujeto de cuanto piensa y y se queda en él, sin pasar al segundo punto de los tres importantes para Martí y que ya han sido mencionados con anterioridad. En su opinión, también Schelling se equivoca, al confundir el Sujeto con el Objeto, en su teoría de la identidad universal, que dice: «El “yo” es el universo. El universo es el yo». Este panteísmo unicista, que es precisamente uno de los lazos que unen la filosofía alemana a las orientales, no es del agrado de nuestro autor, quien considera esta definición ontológico-cosmológica como imprecisa. Curiosamente, para con Hegel no tiene sino admiración, y le llama «Hegel, el grande», por poner en relación, a su modo de ver, el sujeto y el objeto. Le denomina también «creador del realismo», una definición que, para ser entendida hubiera precisado de una elaboración ulterior y más amplia por parte del escritor.
El idealismo romántico es también objeto de la atención de Martí. Llama a Schleiermacher «floretista de la razón» y admira su habilidad dialéctica. Elogia asimismo el libro La conciencia religiosa de la humanidad en los grados de su desarrollo, de Von Hartmann, famoso orientalista, al que pone por encima de Max Müeller y al que define como «maravilloso conocedor de los misterios de Asia». Si Martí da a Hegel el título de «grande», el de «supremo», a su modo de ver, le es debido a Krause, cuya filosofía conciliadora del teísmo y el panteísmo se popularizó grandemente en el siglo xix, dando lugar a violentas polémicas en Europa y América. Sobre el krausismo nos dice Martí: «Yo tuve gran placer cuando hallé en Krause esa filosofía intermedia que yo había pensado en llamar Filosofía de Relación». La defensa que Martí hace de Krause se complementa con su crítica del neoescolasticismo de Jaime Balmes, antikrausista por excelencia. Nuestro pensador trata también de la división de los idealistas de la que habla Feuerbach y se muestra de acuerdo con la derivación schopenhaueriana de la perennidad del dolor, al que define como resultado de la inconformidad de la naturaleza sentidora —alma— con la existencia real y trata extensamente del idealismo pesimista, al que da razones más emotivas que filosóficas para su existencia.
En cuanto a la visión positivista del mundo, Martí niega su novedad, diciendo que ha existido siempre en toda filosofía como sana reacción de la inteligencia libre del hombre contra las imposturas que se le imponen. Pero este positivismo no debe ser más que un elemento no una visión total, en la forma en que Auguste Compte lo plantea, pues así daña al arte por cuanto niega lo que lo constituye especialmente. También ataca a las otras filosofías de inspiración positivista, como, por ejemplo, el utilitarismo de Stuart Mill y Bentham. Llama y convoca satíricamente a los héroes caídos en las guerras para que inscriban su nombre en el libro del utilitarismo y sus acciones y su muerte sean juzgadas con arreglo a ese criterio. Se interesa, sin embargo, y pasando a personalidades individuales, por el concernimiento social que Bentham demuestra por la situación de los presos en las cálceles, punto elogioso pero que se aparta de lo que aquí tratamos. Tampoco es muy adicto a Herbert Spencer y a su evolucionismo, del que pone en duda la novedad, citando los nombres de Eickam y Brotteweck, a quien considera sus precursores.
Marchando con su tiempo, Martí estudia igualmente la filosofía política de Bakunin, Saint-Simon y Marx en sus diversos aspectos, ilustrando los puntos que considera positivos en cada uno de ellos. Bakunin es el más ampliamente citado y comentado, pero el pensador de Cuba se cuida muy bien de basarse en ellos para elaborar una teoría propia. En uno de sus artículos publicados en los Estados Unidos y hablando del cambio social que ha de efectuarse en su isla, Martí especifica que no debe adoptarse un modelo extranjero. En sus propias palabras: «Ni Saint-Simon, ni Karl Marx, ni Marlo, ni Bakounin. Las reformas que nos vengan al cuerpo».
Y como colofón de esta ojeada histórica al entendimiento que nuestro autor posee de la historia da la filosofía, se llega a la figura de Ralph Waldo Emerson, una de las más potentes y originales de su tiempo e indudablemente, la preferida por José Martí. Éste admira profundamente al filósofo americano, creador del trascendentalismo, que afirma que el mundo no es sino mente precipitada. La denomina «el veedor» y frecuentemente se refiere a su estilo como «flagelante y lumínico». Por lo profundo de sus visiones, su amor a lo perfecto y su devoción a todo lo bello, Martí da a Emerson el sobrenombre de «moderno Platón» e, interesado por su personalidad y sus teorías, publica en 1882 en el diario La Opinión Nacional, de Caracas, un ensayo crítico sobre el estadounidense y sus doctrinas filosóficas. Emerson es el único filósofo que merece tal atención por parte de nuestro hombre.
El resumen último de sus conocimientos filosóficos, destilado tras el estudio de hombres y sistemas de pensamiento, nos lo da Martí en su obra Juicios, aseverando que todas las escuelas filosóficas de Occidente pueden concertarse en dos vertientes: la exageración del estudio del mundo tangible se llama materialismo y la exageración del estudio del mundo intangible, espiritualismo. Y añade Martí: «Las dos unidas son la verdad; cada una, aislada, es sólo una parte de la verdad, que cae cuando no se ayuda de la otra». El ejemplo para conocer el producto de la fusión de ambas es, para Martí, el nombre mismo. «La vida individual —nos dice— es un resumen breve de la vida histórica; estudiado con espíritu analógico, de maravillosos efectos, se entiende el monismo de Platón y las mónadas de Leibnitz». El hombre es, pues, para nuestro autor, el Sujeto y el Objeto del saber y esta sabiduría sobre el ser, el conocer y la sutil relación de ambos, en el interior del hombre mismo se contiene y sólo de él puede obtenerse.