«El argentino actual es un hombre a la defensiva», escribió Ortega y Gasset en septiembre de 1929, atrayédose de inmediato la admiración de media intelectualidad argentina y la indignación de la otra media. La frase se halla inserta en el contexto de dos artículos en gran medida interesantes: «La pampa… Promesas» y «El hombre a la defensiva», donde el filósofo español desarrolló su descripción de la estructura psicológica del hombre argentino y su teorema, por así decirlo, sobre la vitalidad histórica de ese país.
Para hacer frente a las variadas protestas que esté escrito suscitó, Victoria Ocampo, amiga y admiradora incondicional del español, publicó un artículo en La Nación al año siguiente, defendiendo y apoyando las afirmaciones de Ortega y recalcando su compenetración intelectual con él. Luego éste haría notar que había en aquel momento en la Argentina doscientas personas que podían y debían haber iniciado la campaña antes de que Victoria tuviese que hacerlo. Sea como fuere, por motivos especiales, Ortega y Gasset se sentía impelido a opinar sobre la Argentina y se consideraba cualificado para ello. En un banquete que la revista Nosotros organizó en su honor, el Dr. Alejandro Korn dijo que en algún capítulo de la historia argentina habría tal vez que citar el nombre de Ortega y Gasset, por el efecto de su permanencia en el país. El conde de Keyserling hizo constar que Ortega era, al parecer, el único europeo que hablaba con fervor de la Argentina y el pensador lo justificaba diciendo que debía a ella una parte sustancial de sí mismo y de su vida.
Más tarde indicó su convencimiento de las mayores posibilidades de comprensión de las juventudes argentinas que de las españolas, hablando con el aplomo que obtenía del hecho de que en España se le consideraba como el cónsul ideal de una ideal Argentina y, lógicamente, como experto en ella:
El espectador es y tal vez será mejor entendido —mejor sentido— en la Argentina que en España. Podrá herir nuestra nacional presunción, pero es el caso que este pueblo parece hoy más perspicaz, más curioso, más capaz de emoción que el metropolitano.
En cuanto a la crítica de su crítica, no se retracta, sino que clarifica su intención al elaborar su artículo. Las páginas de El espectador —dice— son drásticas, enojosas y antipáticas. Están mal escritas, pero son operantes, actúan sobre el que las lee, independientemente de su opinión. Tampoco quiere alabar indiscriminadamente a la Argentina, ni crear una opinión en los demás sobre ella, pues asegura que eso la dañaría. Lo que la Argentina necesita en ese momento es concentrarse en sí misma, recluirse en su ser. Con la intención de ayudar en este proceso, escribe Ortega este análisis metódico del ethos argentino, vigente hasta hoy, que es «El hombre a la defensiva».
El filósofo empieza por preguntarse cuál es el resorte vital argentino, a qué dedica su energía vital el hombre argentino, que se halla psicológicamente muy capacitado para la vida corriendo el riesgo a veces de convertirse en un dilettante intelectual. A decir suyo, el argentino todo le atrae, todo le es motivo de curiosidad. Se acerca a las ciencias, a las artes, a los placeres, a los deportes, a la lucha política, a los negocios, a todo, en suma, y siente un orgullo elemental y legítimo de su argentinidad. Es un hombre excepcionalmente vital que «se gusta» a sí mismo. En él nace una fe ciega en el destino glorioso de su pueblo y considera cumplidas todas las grandezas del futuro. Posee una inexorable voluntad de poder que le lleva a no contentarse con ser miembro de una nación como muchas otras. Quiero tener un destino distinto mejor, un futuro soberbio en el que mandar. Ortega no sabe si esta voluntad de poder ha actuado en la Argentina desde el comienzo o si ha surgido de su desarrollo histórico:
Lo que sí creo es que esta alta idea de sí propio anidada en este pueblo es la causa mayor de su progreso y no la fertilidad de su tierra ni ningún otro factor económico.
En su opinión, muchas de las cosas logradas en la vida argentina proceden del culto a la idea de sí mismo, de este narcisismo que constituye una forma muy auténtica de vida para el individuo medio del país. No conoce ningún otro pueblo actual en el que los resortes radicales y decisivos sean tan poderosos como en el país del Plata. Con esta decisión frenética de vivir y de vivir en grande se puede hacer de una raza lo que se quiera, afirma. A esto añade otras cualidades del hombre argentino: su capacidad de distinguir con precisión los valores vitales, con lo que establece una preciosa jerarquía, y su inagotable dinamismo intelectual.
La Argentina puede llegar a ser una gran nación, continúa, y hay muy pocos pueblos que puedan serlo. ¿Saben los intelectuales argentinos lo que significa nacer en un pueblo así? Las meras fuerzas de la mecánica histórica no bastan para justificar su potencialidad y la de sus gentes. Ortega asegura que esas fuerzas históricas, a lo sumo, habrían sido capaces de crear una aglomeración de estados independientes entre los Andes y el Plata. Pero no ha sido así. Y hace hincapié en el logro de la Argentina tal y como es en su momento, concluyendo por calificar a la historia argentina como una performance maravillosa.
Parte del mérito la tiene la consciencia política del argentino medio. El pensador se sorprende no tanto por los adelantos económicos, urbanos, etc., de la Argentina como por la madurez a la que ha llegado allí la idea del Estado. El adelanto de éste revela la magnífica idea que el pueblo argentino tiene de sí mismo. La argentinidad es una de las fuerzas que empujan al país. La idea de la nación actúa en el alma individual de sus habitantes, formando uno de sus ejes. Este sentimiento nacional debe fundamentarse más, precisa Ortega en su artículo:
Es preciso llamar al argentino al fondo de sí mismo, retraerle a la disciplina rigurosa de ser sí mismo, de sumirse en el duro quehacer propuesto por su individual destino.
Y en su obra Ensimismamiento y alteración reitera esta verdad, insistiendo en que la nación Argentina tiene un destino específico en la historia de los pueblos americanos: el de seguir una trayectoria que contrapese el influjo ejercido en lo cultural por los Estados Unidos, equilibrando así a las dos gigantescas masas del continente.
Esta misión, sin embargo, se ve dificultada por algunos rasgos del carácter argentino que Ortega pasa a examinar acto seguido. En primer lugar, el argentino sufre, por así decirlo, de un ideal de «europeísmo». Habla idiomas europeos, tiene ideas europeas y es europea su estructura mental, pero no su sensibilidad. Dice el pensador que los argentinos son «más sensibles que precisos», más analíticos que creadores. Mientras esto no varíe, la Argentina perseguirá dependiendo de Europa en el orden intelectual:
El argentino es un hombre admirablemente dotado que no se entrega a nada, que no ha sumergido irrevocablemente su existencia en el servicio a alguna cosa distinta de él.
Esta característica de no entregarse a nada con plenitud, de no confundirse con su destino puede considerarse a primera vista como apatía y provoca el resultado inevitable de que parezca frívolo al europeo que, por el contrario, se toma la vida como misión.
Esta noción de la «misión» es, quizá, una forma harto limitada de entender la existencia, pero su falta induce en el hombre argentino un sentimiento de desaliento:
El hombre argentino está desmoralizado y lo está en un momento grave de su historia nacional, cuando tiene que volver a vivir de su propia sustancia en todos los órdenes: económico, político, intelectual.
El argentino es incapaz de olvidar su propio ser en una actividad exterior, no acepta su destino, siente que no ha cumplido sus esperanzas, sufre un total descontento. En él predomina, como en ningún otro hombre, la sensación de que la vida se evapora sin que él se dé cuenta.
Es difícil entender al hombre argentino, prosigue Ortega, a este hombre a la defensiva. En la relación normal el argentino no se abandona a sus impulsos; por el contrario, cuando está con otros se cierra más en sí mismo y se dispone a la defensa. Es como si hubiera dedicado la mayor parte de sus fuerzas a formar una barrera que le protegiera del exterior. Se nota en él una falta de espontaneidad al cabo de un tiempo. El primer encuentro es siempre positivo: el argentino habla un mismo idioma y posee un código de valores éticos semejante. El contacto superficial primero es indudablemente fácil. Pero esto es sólo una impresión pasajera:
¿Qué notamos después de ese choque inicial? Notamos como si aquel hombre presente, presente ante nosotros, estuviese en verdad ausente y hubiese dejado de sí mismo sólo su persona exterior, a la periferia de su alma, lo que de ésta da al contorno social. En cambio, su intimidad no está allí.
El argentino ocupa la mayor parte de su vida en dificultarse a sí mismo el vivir con autenticidad. Ésta es la acusación de Ortega. Su actitud defensiva paraliza su espontaneidad y deja en pie únicamente a la persona convencional exterior, que no posee una vida real, puesto que el vivir es una ocupación que se hace desde dentro hacia fuera, como un brotar o manar continuo desde el fondo individual hacia la redondez del mundo. Como justificación a este modo de ser del hombre del Plata indica el filósofo las pasiones especiales a las que se halla sujeta la sociedad argentina. Es éste un país que se ha forjado bajo los embates de la emigración. Miles de personas han llegado allí sin otro contenido que un feroz apetito individual. El emigrante no tiene nacionalidad; es un ser individual que ha reducido su personalidad al exclusivo objetivo de hacer fortuna. Esto significa una pura competición. La riqueza, rango público o posición social del argentino está en constante peligro, por la presión de alrededor. Esto lleva al argentino a vivir constantemente alerta y, lógicamente, «a la defensiva», sin que ello suponga un empleo peyorativo del término.
Por último indica Ortega otra característica peculiar, una especie de desdoblamiento de personalidad, una dualidad en la esencia interior y exterior que tiene su razón y causa en el hábitat primario, en la pampa. Ésta, como paisaje, tiene una estructura especial. Todo paisaje posee un primero y último término, pero no así en la pampa. La pampa vive de su confín, de su horizonte y, por ello, no puede ser vista sin ser vivida. En ella la atención no puede detenerse en nada en concreto; todo se presenta por igual ante nuestra vista y nos impele a avanzar para ver lo que hay más allá. Acaso esto es lo esencial de la vida argentina: ser promesa, indicar que hay algo más allá del horizonte. El carácter de la pampa nos llena de promesas, de posibilidades y de esperanzas y —según Ortega y Gasset— forja el carácter criollo:
La forma de existencia del argentino es la que yo llamaría el futurismo concreto de cada cual. No es el futurismo concreto de un ideal común, de una utopía colectiva, sino que cada cual vive desde sus ilusiones, como si ellas ya fueran la realidad.
Así el argentino vive atento no a lo que efectivamente constituye su vida, no a lo que de hecho es su persona, sino a un concepto ideal que de sí mismo posee, a su potencialidad, a su futuro. Esto indica que es un frenético idealista, concentrado en la idea que tiene de sí. Esta noción se aplica a su vida profesional, puesto que los oficios, puestos o rangos son situaciones externas del sujeto sin relación con su ser íntimo. El criollo no asiste a su vida real, sino que se la pasa fuera de sí, instalado en una especie de existencia prometida, que el pensador califica como una causa de las limitaciones que intenta especificar. Según nos dice, la vida de la persona queda escindida en dos: su persona auténtica y su figura social o papel, entre los que no hay comunicación efectiva. Esto basta a explicar la alienación parcial del argentino, por qué es difícil la comunicación con él: a decir del filósofo, el argentino mismo no comunica consigo.