También se les llamaba ‘ladrones de cadáveres’ (del inglés body-snatchers), aunque ellos preferían el término ‘desenterrador’. Su oficio consistía en desenterrar cadáveres recientes para suministrárselos a los forenses, para su disección y estudio. Como esta práctica estaba prohibida, era un oficio que se desempeñaba en total clandestinidad. En la jerga coloquial se les denominó también ‘resurectores’.
Hasta el siglo XIX los forenses únicamente podían estudiar los cuerpos de los criminales ejecutados públicamente. Su escasez dificultaba los avances médicos. La demanda era diez veces superior a la oferta y era frecuente que los doctores pagaran elevadas sumas para obtener otros cadáveres con los que ilustrar sus conferencias de anatomía.
El desenterrador tenía que conseguir cuerpos recientes, lo cual no era sencillo. Muchas veces los familiares del finado montaban guardia junto a la tumba durante semanas, hasta asegurarse de que el grado de putrefacción del cuerpo lo hacía inservible para cualquier estudio. En otros casos, se enterraba al cadáver a gran profundidad o en un féretro especialmente sólido y forrado de láminas de metal, para disuadir a los posibles ladrones.
Nadie cedía voluntariamente a la ciencia ni su cuerpo ni el de sus familiares fallecidos, pues la creencia popular era que un cuerpo desmembrado no podría resucitar el Día del Juicio Final.
¿Sabías que las penas por robo de cadáveres no eran excesivamente severas y podían consistir en un corto periodo de encarcelamiento o incluso únicamente en una pequeña multa? ¿Que los desenterradores usaban palas de madera para no ser descubiertos, puesto que éstas hacían menos ruido que las de metal? ¿Que se robaba el cadáver, pero no sus joyas, si las tenía, porque eso hubiera agravado considerablemente el delito? ¿Qué hasta 1832 no se aprobaron leyes para controlar esta práctica y exigir a los forenses que demostraran la procedencia legal de los ‘conejillos de indias’ que usaban en sus experimentos?