A Espronceda le tenemos por un gran poeta y, en efecto, obras suyas como El diablo mundo o El estudiante de Salamanca le acreditan sobradamente como tal. Pero él se consideró simplemente un rebelde, un adalid de la libertad. Dedicó su vida a luchar contra la opresión y el conservadurismo. De todos los románticos fue el único que mantuvo su liberalismo hasta sus consecuencias finales.
Contaba sólo quince años cuando ahorcaron al general Rafael Riego, sublevado contra Fernando VII. Para vengar su muerte, Espronceda se incorporó a una sociedad secreta, Los Numantinos, brazo político de la Academia del Mirto, foro literario donde había leído sus primeros versos. Por firmar un manifiesto de protesta por esta ejecución, fue condenado a cinco años de prisión.
En 1927 se tuvo que exiliar a Lisboa y, más adelante, a Londres y a París, donde estuvo involucrado en las jornadas revolucionarias de 1830. Fue indultado en 1833 y regresó a Madrid, pero le volvieron a encarcelar por sus versos.
A partir de ahí militó en la izquierda del liberalismo y su vida fue una lucha constante. Conspiró contra el gobierno de Martínez de la Rosa, fue detenido y desterrado repetidas veces, mantuvo una postura de agitación social permanente, criticó la desamortización por considerar que había dejado de lado a los pobres, atacó sistemáticamente a los Borbones y defendió el republicanismo, fue miembro del Partido Progresista y parlamentario en sus filas… un verdadero símbolo de rebelión moral y política.
José de Espronceda (1808-1842) fue el más representativo de nuestros poetas románticos, el arquetipo del literato apasionado. Los héroes de sus composiciones fueron piratas, cosacos, mendigos y proscritos, rebeldes ante toda autoridad y a toda norma impuesta por la razón.