«Sed astutos como la serpiente», dijo Jesucristo. Y aunque una interpretación infantil de las Escrituras haya hecho de estos animales los representantes en la Tierra del «espíritu del mal» (dos palabras ya de por sí antagónicas, por cierto), la realidad es que antiguamente la serpiente fue el símbolo de la sabiduría.
Por supuesto, Cristo no quiso decir que esos reptiles fueran unos «superdotados» intelectualmente. Se refirió al despertar de la percepción más elevada, cuya obtención aseguró también afirmando: «Al final, todo lo oculto será revelado.»
Temo que falte aún mucho para ese final, por más que la ciencia moderna se esté acercando satisfactoria y peligrosamente (aquí no hay contradicción) al conocimiento, y lo increíble –es decir: lo fantásticamente real– se halle ya al alcance del pueblo. Pero ocurre que ese pueblo ya sabía antes más de lo que parece. Y cualquiera que posea cierta capacidad de análisis puede llegar al fondo de lo habitual y hallar allí explicaciones realmente luminosas.
Existen algunos escritores, como Lin Yutang, que llaman a la geopolítica «la ciencia de la tierra en sangre»; Ortega, Ramón y otros (no muchos) que poseen el arte de desentrañar las palabras, extrayendo su exacto significado; o mejor, sus diversos significados.
En un ensayo sobre Hispanoamérica, por ejemplo, Julián Marías nos descubre (es decir, desvela) que los «desplazados» son los que carecen de Plaza Mayor. O lo que es igual: de centro de reunión, de contacto y comunicación mental y espiritual con sus semejantes. En esta época en que muchos nos sentimos claramente desplazados, fuera de nuestro sitio, sin saber muy bien por qué, es toda una revelación entender que lo que nos sucede es sólo que nuestras Plazas Mayores –y lo que digo se puede interpretar lo mismo en sentido literal que figurado– se han convertido en «aparcamientos».
Produce una sensación sorprendente y refrescante, de cosa inédita, este redescubrimiento del lenguaje cotidiano. Por eso he hablado de lo que «no está oculto».
Hay muchas expresiones que pueden también resultar sorprendentes. Por ejemplo: «hacer la vista gorda», que equivale a dejar de ver algo intencionadamente, pero en realidad significa «volver la visión demasiado gruesa para que perciba el detalle». Si pretendemos fotografiar las bacterias que existen en el agua de un vaso con una lente normal, es evidente que no obtendremos más que la imagen del vaso. Este objetivo necesitarla otro objetivo. Quiero decir que tal propósito exigiría un microscopio. Pero ¿qué conocimientos poseía el que dijo «hacer la vista gorda» en lugar de «fingir que no se ve», que era tan lógico?
Otro ejemplo. Cuando alguien tiene una preocupación y no cesa de pensar en ella, se le dice: «no te hagas mala sangre». O sea, que aquello que le disgusta, hacia lo que siente repulsión, le produce mal humor. Y no hay nada que envenene la sangre tanto como los malos «humores»…
Esto no es imaginario, sino real; como lo es que las contracciones causadas en el estómago por los espasmos nerviosos, (casi siempre de origen emocional), producen úlceras susceptibles de ser localizadas y contempladas. Por eso, al decir «no te hagas mala sangre», no se dice una cosa abstracta que significa «no te disgustes»; lo que se dice es exactamente eso: «no te envenenes la sangre». Lo más interesante sería averiguar en qué momento dejaron de entender estas expresiones los que las usaban.
Si un animal realiza un acto aparentemente inteligente, pero común a toda su especie, y siempre invariable, lo llamamos instinto; no obstante, Darwin, que al parecer sabía «algo» del asunto, reconoce que hay un instante en la evolución en que ese acto se lleva a cabo por primera vez. El decidir si esa «primera vez» surge en forma casual o inteligente es algo que se sale del tema y que siempre levanta furiosas polémicas.
Pero lo cierto es que ocurre; y sólo después, al revelarse eficaz y afirmarse como hereditario, tenemos derecho a llamarlo instinto. Y yo creo que sería curioso saber cuándo empezaron a ser «instintivas», es decir, usadas de forma inconsciente y habitual, esas frases cuyo verdadero significado se nos ha perdido con la costumbre.
Un erudito entusiasta del sánscrito dijo que quien conociera a la perfección la gramática de esta lengua, se volvería perfecto también. Esto es demasiado profundo, pues se trata, no de saber un idioma, sino de extraer la savia, la esencia última escondida en sus propias raíces. Pero sin profundizar en absoluto, ateniéndose sólo al lenguaje popular de cualquier país, podríamos aprender bastantes cosas.
Es un ejercicio apasionante; para los intelectuales, para los aburridos, para los curiosos, pero, sobre todo, para los «desplazados»: los que buscan su sitio, o la razón de no estar en su sitio. Lo primero es muy difícil de encontrar; lo segundo, no tanto.
Incluso aquello que no es verdadera sabiduría, lo que llamamos «gramática parda», ayuda a comprender; y a algunos, también les ayuda a «comunicar». Ayuda a comprender por qué tienen que existir los «aparcamientos», aunque luego no se sepa nunca dónde dejar el coche. Al final acaba uno aprendiendo a deslizarse entre los que se comunican. O comprándose una bicicleta. Esto es lo que yo llamaría la «senda del conocimiento fácil» Del conocimiento de lo que no está oculto.