En su conjunto de novelas cortas denominadas “Novelas de amor y muerte”, aparecidas en 1927, incluye Vicente Blasco Ibáñez la llamada El despertar del Buda, una “leyenda indostánica, exuberante de riquezas y esplendores”, en sus propias palabras.
Esta obra no añade ningún punto especialmente original a la historia de Gautama Buddha, pero es especialmente interesante por las circunstancias en las que se elaboró. El autor menciona en su Prólogo que cree haberla escrito en 1986 e incluso que ya había aparecido como folletín en Valencia “en una publicación modesta” (el diario El Pueblo). La redactó durante los catorce meses que estuvo encerrado en Valencia por motivos políticos, antes que se le conmutase la pena por una de destierro. Describe Blasco Ibáñez los sufrimientos de la prisión, donde no se le permitía ni tener libros, y cómo iba creando su obra, escribiéndola con lápiz sobre trozos irregulares de papel. Insiste en lo que le costó “materialmente” escribirla, pero habla de ella con especial cariño por el alivio que le produjo el poder concentrarse en una actividad que le hiciera olvidar sus circunstancias.
Su línea argumental se ciñe perfectamente a la versión tradicional de la vida de Siddhartha. Trata de su nacimiento y de la predicción del sabio Asita de que conseguirá la iluminación y salvará a la humanidad. Relata lo precoz de su sabiduría adolescente, el lujo al que se acostumbró y las circunstancias de su matrimonio con Gopa, tras una competición guerrera. Describe un tanto escuetamente su salida y encuentro con el viejo, el cadáver y el leproso. Viene a continuación un largo capítulo sobre una fiesta que Siddhartha abandona para reflexionar y al acabar la cual abandona el reino. Cuenta sus aventuras en los bosques, su meditación y su despertar a la realidad del universo. La narración concluye con su peregrinaje mendicante para extender su doctrina.
En todos estos aspectos argumentales Blasco Ibáñez consigue lo que pretende, no se aparta de la leyenda original y puede decirse que informa muy competentemente sobre los aspectos circunstanciales de la vida del Buddha. Es mas, tiene grandes aciertos estilísticos, como al insistir en el aspecto exageradamente sensual de la corte en la que vive su protagonista, produciéndole al lector la misma sensación de hastío y vacuidad que acaba por sentir Siddhartha:
Este viviente jardín pertenecía en absoluto al príncipe. Suyas eran las caballeras negras espolvoreadas de oro que descendían como gruesas serpientes por las espaldas brillantes; suyos aquellos cuerpos desnudos, en cuya nítida piel el vientecillo nocturno alzaba una suave película de fruta sazonada. A cada movimiento se mostraban con el impudor de la esclavitud voluptuosas redondeces, misteriosos hoyuelos, sombreadas carnosidades, en las que el vello oscurecía lo que la desnudez dejaba al descubierto. (p. 874)
El novelista maneja con habilidad los elementos poéticos, en un estilo casi modernista. La obra tiene escaso diálogo, pero las descripciones de ambientes están muy logradas y conmueven al lector. La primera parte se caracteriza por la descripción de un lujo excesivo, sobre todo el largo capítulo sobre la fiesta, que llega a ser abrumador por la acumulación de elementos estéticos. A esto sabe contraponer los sufrimientos de Siddhartha en su renunciación. Su meditación bajo la higuera está marcada por un gran contenido físico: el dolor que le infieren los insectos o los rayos del sol. Y también las pesadillas o tentaciones, que ponen a prueba su serenidad:
Acercábanse a él repugnantes enanos y fieros colosos con cabeza de rinoceronte, de cerdo o de galápago. (…) Le amenazaban con sus sables dentados como sierras; blandían huesos de hombre, esparciendo un olor nauseabundo, cual si acabasen de surgir de la fosa de los muertos. (…) Arrojaban llamas por las narices; movían sus alas de murciélago, desarrollando flotantes tinieblas; devoraban asquerosamente puñados de víboras que se estremecían en sus manos, o entonaban con horripilantes chillidos los himnos funerales, pasando rosarios cuyas cuentas eran dedos cortados en las tumbas. (pp. 882-83)
Por otro lado, también existen imprecisiones culturales. El novelista valenciano habla de “Ra, diosa de la abundancia” y de “Budra, dios de las batallas”, inexistentes en el panteón hindú. Conserva la errónea transcripción becqueriana del nombre de Vishnu como Vichnú y se refiere a él como a un dios distinto a Rama. Al demonio Mara lo eleva a la categoría de “dios de la muerte y del amor” y describe a de Siva (Shiva) como a un guerrero satánico y cruel. Hace que Siddhartha desentierre un cadáver para vestirse con su sudario, prescindiendo de la costumbre generalizada entonces de incinerar a los cadáveres, y menciona a su “fiel caballo Candaca” (Chandaka), cuando éste fue en realidad el escudero que le acompañó hasta el bosque y a quien entregó su caballo y sus ropajes.
Pero estos son detalles menores. De lo que realmente adolece esta novela – preciosa y de agradabilísima lectura, por otra parte – es de la profundidad filosófica que exige el tratamiento de la figura de Gautama Buddha. El autor la define en su prólogo como “una glorificación del amor, de la tolerancia con el semejante, del sacrificio” (p. 782), pero su contenido muestra menos de lo que promete. El resumen filosófico de la obra se limita al concepto de igualdad de los hombres y no se basa en verdades descubiertas por Siddhartha, sino meramente en lo que le dice un paria al que encuentra cuando entra en el bosque y quien se lamenta de la injusticia que representa el sistema de castas. Igualmente desilusionante es el momento en el que consigue la iluminación. Unicamente se nos dice que Gautama venció la tentación y que su espíritu subió hasta alcanzar la inteligencia suprema y ser dueño de la verdad. Este proceso se evolución espiritual, que era el clímax lógico y obligado de la novela, queda comparativamente pobre y excesivamente teñido de matices cristianos y socializantes:
Y el Buda seguía predicando en la santa ciudad de Benarés, a la sombra de una higuera copuda y eternamente verde, lo que su inteligencia había visto al despertar del sueño del placer y la materia:
Que en el mundo el dolor es lo eterno y lo cierto, y la dicha lo casual, lo inesperado; que iguales los hombres ante la muerte, deben serlo también en la vida; que tan hijo de Dios es el paria como el brahmán. (pp. 883-84)
De esta manera, con el resumen conceptual de su doctrina en las nociones de amor y compasión, con las que cierra la novela, Blasco Ibáñez llega a trivializar lo que fue una reforma filosófica de mayor profundidad.