Para los profesores de lengua y literatura, este blog pretende ser la Cueva de Alí Babá, en la que encontrar alguna idea, algún germen que permita abrir caminos, sembrar dudas, avivar el seso de No es fácil escribir literatura cómica que parezca seria o viceversa. Creo que ocurre como con el cine, donde a menudo se pasa el límite que separa la comedia divertida del chiste burdo. En otra nota del blog comenté mis impresiones sobre la literatura de humor y recomendé algunas de las lecturas que me hicieron reír en su momento. Como de aquello hace ya un tiempo y, además, el mundo nos brinda hoy más ocasiones de llorar que de reír, aprovecho este mes de mayo para apuntar algunos autores y obras que podría sumar al repertorio de literatura cómica.
Hay un humor sutil que deriva del absurdo cotidiano, de la propia torpeza de nuestra humanidad, de la ampliación del detalle más ridículo de nuestra existencia. Saben captarlo muy bien autores como Jorge Ibargüengoitia –Estas ruinas que ves, La ley de Herodes-, Junot Díaz –La maravillosa vida breve de Óscar Wao, Así es como la pierdes-, Arto Paäsilinna –Delicioso suicidio en grupo, El año de la liebre– , Philip Roth –El mal de Portnoy– o Antonio Orejudo –Fabulosas narraciones por historias, Ventajas de viajar en tren-. Otros lo hacen desde las novelas de género policíaco o de ciencia-ficción, como Fredric Brown –Universo de locos, Marciano, vete a casa-, Terry Pratchet –Mundodisco– o Douglas Adams –Guía del autoestopista galáctico-. Finalmente, otros eligen el relato breve casi surrealista, como Slawomir Mrozec –La mosca, La vida difícil-, Fernando Iwasaki –Ajuar funerario– o Juan José Arreola -Confabulario definitivo-.
No me gusta dejar en el blog reseñas tan genéricas sin recomendar al menos algún título en concreto. Voy a optar por tres muy distintos para que no me riñan quienes se animen a leerlos. El primero es un librito muy breve de Hermínia Mas, disponible en catalán y en castellano, que se titula ¿A quién le bajamos el sueldo? Se trata de una colección de relatos diversos bastante cómicos sin llegar a lo histriónico. El que da título al libro es tan divertido como actual, por no hablar de idiosincrásico.
Para segundo plato, un clásico: Los papeles póstumos del club Pickwick, de Charles Dickens. Me ha parecido una obra extraña, crítica y mordaz en ocasiones y amable en otras. Le he encontrado guiños a lo mejor de la literatura clásica, incluido nuestro Quijote. Por supuesto, por su extensión y su prosa del XIX no es apta para impacientes.
Para finalizar, traigo la referencia de una obra que me envió mi amigo Enrique Gallud Jardiel, nieto de otro ilustre Jardiel. Se trata de una Historia estúpida de la literatura, que como su nombre indica pretende reírse sanamente del noble arte de la historia y crítica literaria. El libro recoge fragmentos de pseudocrítica, parodias y escolios de clásicos literarios, apuntes absurdos… A mi juicio, el autor recupera la tradición del humor vanguardista, un humor que requiere su punto de erudición, un humor negro o gris que la guerra civil convirtió en reliquia. Probablemente, la poca gracia de la posguerra provocó que se juzgase a la ligera a autores como Miguel Mihura, Julio Camba, Álvaro de Laiglesia o el propio Jardiel Poncela, y eso también es otra asignatura pendiente de nuestra historia literaria y cainita. ¿Qué se puede esperar de un país cuyos mejores intelectuales y glosadores del momento son dos humoristas: El Roto y Manel Fontdevila?
Si alguien quiere discrepar, asentir o preguntar, para eso están los comentarios, incluso para echar unas risas.