Soy poco dado a la mitomanía. He trabajado con políticos de uno y otro signo que, en su día, ocuparon un sillón en el Consejo de Ministros u ocupado descomunales despachos en la administración autonómica o local. He tratado -y trato- también con actores, dramaturgos e intelectuales de prestigio y a estas alturas ya he colegido que “en todas partes cuecen habas y en mi casa a calderadas”. El hecho de ser brillante en un campo del conocimiento o de la actividad pública o privada, desde luego, no vacuna a nadie contra la estulticia, la imbecilidad o la majadería.
Todo esto no era más que una hipótesis de partida que, hasta ahora, no me había atrevido ni siquiera a enunciar públicamente, pero ahora lo hago abiertamente, sin ambages de ningún tipo, porque un amigo -profesor, escritor, actor, director, polemista y, por qué no decirlo, algo descarado- acaba de publicar un libro, que no me atrevo a decir que es el último, porque su prolijidad me impele a la prudencia. Hablo de Enrique Gallud Jardiel, y de su ‘Majaderos ilustres’ (Ed. Azimut, 2015). Mi amigo escribe con facilidad tal que no me extrañaría nada que antes de que esta especie de reseña entre crítica, zumbona y hagiográfica, acabe viendo la luz, el autor citado no nos haya regalado ya algún que otro título que llevarnos a las manos.
Como todo hay que catalogarlo, a este libro de Gallud, su editorial lo ha encuadrado en el género humorístico, aunque discrepo abiertamente de su catalogación. Dime, si no, lo atinado, certero y serio de su comienzo: “La historia no es sino un compendio de porquerías: príncipes que apuñalan en el hígado a sus padres para ocupar su trono, ejércitos que les zurran de lo lindo a otros ejércitos por un quítame allá esas planicies, soldados blancos que esclavizan a negros, guerreros negros que se comen a blancos, casacas rojas que colonizan a indios…”. Y así unos cuantos ejemplos más que, juntos, podrían formar un arco iris de pueblos en donde podría encuadrarse a todos y cada uno de los países de la Tierra.
Ese comienzo casi apocalíptico de mi amigo no es más que para intentar ganar pronto autoridad con el lector, amedrentarlo un poco con sus vastos conocimientos históricos, para meterse muy pronto en harina y descubrir la verdadera intención de sus escritos, que no son otros que conocer los trapos íntimos (unos más sucios que otros) de unas cuantas celebridades que todos conocemos, más o menos, y de uno u otro modo. Se ocupa, pues, en sus 209 páginas de airear “los cotilleos secretos de los famosos, que es, en definitiva, lo que hace que la biografía sea un género que nunca se pasa de moda; voy aquí a sacudir terremóticamente los pedestales de todas esas figuras que la tradición ha encumbrado como los hombres más destacados”.
Y, de verdad que no exagera porque en sus páginas hay sitio desde Adán y Eva hasta Fernando Savater; de Moisésy su madre a un astuto presocrático, Tales de Mileto; de Alfonso X, rey, poeta y más cosas a Don Juan de Austria, el amo de la Liga; de Velázquez, el pintor sevillano, a Fernando VII, el monarca que hacía calceta; o de Schopenhauer, el pesimismo con patillas a Einstein, el funcionario que trabajó, o de los derechos de autor de Hitler a una semblanza jeroglífica de Frank Sinatra (ahora que andamos en el centenario de su nacimiento)…
Nicolás, Hugo…
Lo menos que puede decirse de mi amigo es que se trata de un escritor tan documentado como irreverente, tan lúcido como cínico, tan oportuno como atrevido. Pero, claro, eso de meterse con los que no pueden ya levantar su voz para defenderse tiene mérito, pero menos que si lo hiciera con -nótese que digo “con”, y no “contra”- personajes vivos, que los hay, no ya por docenas, sino a millares.
Voy a fijar mi puntero solo en uno y trataré de poner unos kilómetros de por medio, no vaya a ser que el personaje reaccione y me haga protagonista de uno de sus programas televisivos, que el hombre, aunque es presidente de su país, o precisamente por ello, no ha querido privarse de tener su propio programaen la pequeña o gran pantalla, y como es quien manda y no desaprovecha oportunidad para que se note, lo ha puesto en el horario de prime time, como dicen por aquí los cursis anglófilos que, por lo general, suelen ser unos iletrados hispánicos. Por si no lo has adivinado todavía, me refiero a Nicolás Maduro, el presidente -que gustaría ser vitalicio- de Venezuela, a quien tanto ponderan por estos lares algunos líderes y lideresas políticos y políticas.
Efectivamente, en abril de 2013, Maduro aseguró ver al expresidente Hugo Chaves en la imagen de un pajarito, que interpretó como una “bendición” de cara a las elecciones en las que finalmente fue elegido presidente. Unos meses más tarde -suponemos que como natural agradecimiento a su bienhechor- confesaba que a veces dormía frente a la tumba de Hugo Chávez. Ahora, dos años después, y tras el fuerte revés sufrido en las recientes elecciones a la Asamblea Nacional, Maduro ha dado un triple salto mortal en sus requiebros excéntricos públicos (¡no queremos ni pararnos a imaginar qué será en los privados!). Después de que la Mesa de la Unidad Democrática dispusiese ya de la primera mayoría cualificada con 112 escaños (2/3 partes), lo que le otorga la mayoría absoluta cualificada de la Asamblea, ya que los votantes venezolanos retiraron la confianza al partido que lidera el mandatario, hastiados de la crisis económica que golpea a su país: 217% de inflación (la primera del planeta), recesión de -9% del PIB y escasez y desabastecimiento por encima del 60%, la peor economía de los países petroleros, pese a contar con las mayores reservas de oro negro. Pues bien, la primera reacción de Maduro no tiene desperdicio. Dirigió su programa desde la tumba de Chávez para anunciar que su empeño sería “protegerla de la profanación de la derecha”.
Visto lo visto, y solo con una leve muestra, no me sorprendería nada que don Enrique Gallud Jardiel recogiera mi guante y, antes de dos o tres meses, hubiera ya en la editorial una segunda parte de sus ‘Majaderos ilustres’, pero vivitos y coleando, porque haberlos haylos, y en demasía, y si tiene algún problema o dificultad insalvable en su identificación, me brindo gustoso a aportarle algunos nombres, a sabiendas de que no los desdeñará tampoco para sacudir también “terremóticamente” los pedestales de todas esas figuras que, no la tradición, sino la fama ha encumbrado como los hombres más destacados. Hago, pues, desde esta tribuna una llamada al agudo y descarado autor para que haciendo uso de sus inconmensurables y enciclopédicos conocimientos, empleando su “superior e inimitable estilo literario y haciendo gala de la gran modestia que me caracteriza, como él mismo diría, escriba ya la segunda parte de su tratado. Esperamos, pues, como agua de enero (fría y, a veces, en forma de nieve) ese libro, mientras nos deleitamos entre tanto, con este para sacudirnos los polvorones de la Navidad