Enrique Jardiel Poncela fue un hombre que se pasó la vida haciendo estupideces, a decir de sí propio, porque se pasó la vida enamorándose y, para él el amor —o así lo reitera claramente en sus escritos— no es sino una gran estupidez. Pero antes de documentar tan afirmación conviene indicar que la imaginación popular ha creado una falsa imagen del escritor, como un misógino furibundo y esto es algo que hay que rebatir. Jardiel mantuvo por su madre una adoración rayana en el complejo de Edipo; tuvo dos hermanas con las que convivió durante toda su vida; engendró dos hijas, tuvo una compañera sentimental durante toda su vida, varias amantes ocultas durante años y un gran número de aventuras esporádicas. Dicho de otra manera: se pasó la vida entre mujeres. Del tratamiento peyorativo que da a algunos de sus personajes femeninos críticos apresurados han deducido que menospreciaba a la mujer en general. En realidad, uno de sus famosos aforismos aclara su postura. Dice Jardiel: «Lo peor que hay en este mundo son las mujeres, si se exceptúa a los hombres.» Ésta es su opinión. Puede ser desencanto, cinismo o simplemente broma, pero no deja traslucir el antifeminismo que se le ha achacado. Lo que sucede es que cuando Jardiel ataca a los hombres se considera una crítica al género humano y, cuando lo hace a la mujer, se toma como una postura sexista.
En cuanto a su relación privada con las mujeres, Jardiel afirma que nunca ha querido descubrir al público su estado erótico-sentimental porque no quiere añadir nuevos odios a los viejos odios que hay por ahí hacia él. La causa es sencillamente que ha sido un individuo que ha tenido siempre eso que la gente llama «suerte con las mujeres». En una carta-confesión escrita como terapia por consejo de un médico y publicada después de su muerte, Jardiel reconoce su obsesión por las mujeres y asegura que desde la adolescencia ha tenido dos nortes que le han atraído, obsesionado y subyugado por igual: la literatura y la mujer. Dice: «No soy misógino: sin la compañía, sin la presencia de las mujeres no sabría vivir; me gustan por encima de la salvación de mi alma.» El problema es que Jardiel, como artista y perfeccionista, busca y quiere desde la adolescencia a una «mujer interior», a una mujer que podríamos llamar cúbica, pues tiene igual anchura, igual altura e igual profundidad, y más claramente: es un 100 x 100 de belleza, un 100 x 100 de inteligencia y un 100 x 100 de sexualidad, todo en una pieza. La búsqueda de esta mujer le llevó a multitud de aventuras y relaciones insatisfactorias, algunos de cuyos aspectos negativos —bien acontecimientos o rasgos del carácter femenino— se convirtieron luego en personajes o episodios literarios. De hecho, llega a afirmar que toda obra literaria nace de una mujer, aunque ellas no lo saben:
¡Si ellas se dieran cuenta de lo capacitadas que están para poner al hombre en condiciones de producir!… Pero las mujeres no se dan cuenta de eso. Son fuerzas ciegas de la Naturaleza, como los volcanes, las tormentas o las cataratas; y las fuerzas ciegas de la Naturaleza excitan las facultades del que crea sin enterarse de ello [OC, v: 12].
De entre los grandes temas que Jardiel aborda en su variada obra, el amor es, sin duda, el más frecuente. Sus tres primeras novelas grandes —Amor se escribe sin hache (1928), ¡Espérame en Siberia, vida mía! (1929) y ¿Pero… ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? (1931)— tienen como objetivo primordial desmitificar el subgénero de la novela rosa, que tanto éxito tuvo en el cambio de siglo, y al que solía tachar de deleznable. Jardiel pensaba que las novelas de amor en serio sólo podían combatirse con novelas de amor en broma. En el prólogo a la primera de sus novelas grandes reconoce haber «consumido» gran número de novelas románticas y denuncia los tópicos que las conforman. Dice Jardiel que en tales novelas leyó y aprendió las siguientes cosas:
- Que los hombres que enamoran a las mujeres son siempre altos, delgados, de pelo negro y ojos verdes y se dedican a la literatura, a la pintura, a la escultura, a la aviación o a la tauromaquia. 2. Que todos, sin excepción, tienen puesto un piso de soltero en la calle de Ayala. 3. Que los hombres que no reúnen las condiciones citadas se ven despreciados y engañados por las mujeres. 4. Que las citas de amor se verifican a las cinco de la tarde. 5. Que a las mujeres fatales se las encuentra a bordo de los trasatlánticos y de los expresos, o en Londres o en Berlín o en Suiza o en la Costa Azul. 6. Que cuando dos amantes distinguidos entran en un bar, piden siempre sendos cock-tails. 7. Que hay gentes que se mueren de amor. 8. Que existen amores eternos. 9. Que las mujeres de vida airada son unas santas, mientras que las aparentemente honradas son monstruos de perversión. 10. Que los hombres se dividen en dos grupos: buenos y malos. 11. Que el amor es lo más importante del mundo. 12. Que la gente elegante vive hastiada de la vida, es extravagante y toma cocaína, morfina y éter. 13. Que los cabarets son antros de perdición. 14. Que las mujeres cultas y exquisitas aman de un modo excepcional. 15. Que las muchachas solteras se dividen en inocentes y puras y pervertidas e impuras. 16. Que el acto de hacer el amor es muy poético [OC, vi: 435].
Todo esto leyó y aprendió en las novelas llamadas de amor o psicológicas. Pero pasó el tiempo y la vida he enseñó a Jardiel estas otras cosas:
- Que a las mujeres igual las enamoran los hombres altos que los bajos, que los de ojos verdes, que los de ojos saltones, que los escultores, que los peritos mercantiles, con tal de que tengan dinero para sostenerlas y energías para satisfacer su sensualidad. 2. Que no llegan a cinco los hombres que tienen puesto piso de soltero en la calle de Ayala. 3. Que las mujeres, cuando desprecian o cuando engañan, lo hacen sin saber por qué, pues razonan rarísimas veces. 4. Que las citas de amor, como los relojeros, no tienen hora fija. 5. Que a las mujeres fatales se las encuentra hasta en el consommé. 6. Que el cock-tail no lo piden más que cuatro cursis a los que no les gusta. 7. Que nadie se muere de amor, sino de la gripe. 8. Que no hay un solo amor eterno. 9. Que todas las mujeres son iguales, salvo las diferencias de nombre, de cédula y de cutis. 10. Que los hombres no se dividen en grupos, sino en piaras. 11. Que el amor no tiene la importancia que se le da. 12. Que sólo toman estupefacientes las personas que no han digerido las novelas de amor precitadas. 13. Que en los cabarets no se pervierte ni se divierte nadie. 14. Que no hay mujer que no ame de un modo vulgarísimo. 15. Que las muchachas solteras no son susceptibles de división ninguna, porque forman una sola falange de hambrientas de la carne, unas que saben lo que les ocurre y otras que no aciertan a explicárselo. 16. Que el acto de hacerse el amor ha sido, es y será una suciedad tan lamentable como tranquilizadora [OC, vi: 436].
En diversos pasajes de sus novelas el humorista se dedica a definir el amor y a compararlo con otras emociones humanas. A fin de cuentas es lo que se espera de una novela romántica, aunque ésta sea una parodia. Nos dice que el amor sólo es intercambio: de alimentos, de besos, de caricias, de espasmos, de lágrimas, de reproches, de insultos, de injurias, de bofetadas y de gonococos. La intención obvia de Jardiel es desprestigiar esta emoción, como se aprecia en este fragmento de La «tournée» de Dios:
Una damita joven —Luisita Panzó— le pidió una definición del amor.
—¿Quiere usted una definición para hombres o para mujeres?
—Para mujeres.
Y él dijo entonces con la intención de que Luisita se ofendiera:
—El amor es el puente que sirve para pasar del onanismo al embarazo.
Pero ella, en lugar de ofenderse, encontró la definición encantadora y fue repitiéndola de cuarto en cuarto [OC, v: 454].
Jardiel insiste en la fuerza del instinto, es que es lo que existe detrás del amor. Asegura que los enamorados son como los relojes: alguien les da cuerda y andan sin saber por qué.
Son frecuentes en él, como recurso literario, las comparaciones. Jardiel parangona al amor con la muerte, con la guerra, con los automóviles, con la equitación. En un interludio bíblico inserto en el prólogo a las Vírgenes… describe el descubrimiento de la pasión amorosa de Adán y Eva de la siguiente forma:
¿Os han comprado, de niños, una bicicleta? Cuando, de niño, le compran a uno una bicicleta, no se abandona la bicicleta más que el tiempo justo para comer; y aun durante la comida se tienen los ojos clavados en el artefacto, introducido previamente en el comedor con tal objeto. Y en sueños se sigue viendo la bicicleta, y se despierta uno a medianoche para comprobar que continúa allí, y manosearla de nuevo, y de nuevo dirigirle ardientes miradas de posesión…
Pues eso fue el amor para Eva y Adán: una bicicleta con dos sillines [OC, vi: 31].
En lo referente a las causas del amor, Jardiel afirma en primer lugar que toda atracción personal y todo pleito amoroso sucede «porque sí», pero pasa luego a insistir en la base meramente física del proceso. El romanticismo no es sino una mentira con la que ocultamos unos instintos de los que en parte nos avergonzamos. Jardiel asegura estar harto de comprobar que basta que una mujer tenga un buen par de pantorrillas para que existan hombres dispuestos a hablarle de cosas del alma. Define así al amor:
Máscara grotesca con que se tapa el rostro el instinto, mentira gigante que utiliza la especie para crear nuevos bípedos, hija de la civilización y del afán que tienen los humanos de parecer superiores, que ha complicado e idiotizado la vida de los hombres [OC, vi: 538].
El amor es un acto mecánico y Jardiel, por boca de sus personajes, se queja de que se haya amontonado demasiada literatura sobre este acto y se le haya elevado a la categoría de sentimiento: «¿Qué es Te amo? ¿Qué es Te adoro? ¿Y qué es Alma y Corazón, si nadie dice la verdad más que al decir TE DESEO?» El amor no pasa de ser un acto mecánico: el ajuste de dos piezas; el émbolo y la caja; la tuerca y el tornillo. ¿Por qué poetizar cosa tan prosaica?:
Acostarse es el leit motiv de la vida del hombre y de la mujer! El Príncipe y la Princesa, cuya boda se celebra con majestuosa pompa, no se casan por hacer la felicidad de sus pueblos respectivos: eso es lo que dice el Chanciller en su discurso v lo que creen las porteras que leen la reseña de los esponsales en los periódicos, pero por lo que realmente se casan Sus altezas es porque el Príncipe quiere acostarse con la Princesa y la Princesa quiere acostarse con el Príncipe. Y esa dama que se une al sabio famoso, no se une a él, como ella propala en las interviús, para ayudarle en sus investigaciones biológicas (felizmente para el sabio y para las investigaciones, claro está); se une a él porque se le ha metido en la cabeza acostarse con el sabio, sin importarle que el sabio tenga sesenta años y que salga con chanclos en agosto y que se deje olvidado un salmonete entre las páginas del libro que está leyendo durante la comida. Y la actriz y el actor que se casan tampoco se casan para hacer unidos el repertorio de los hermanos Álvarez Quintero: eso es lo que ellos les dicen a los hermanos Álvarez Quintero, pero en realidad se casan para poder estarse más horas juntos en la cama. Y, así, miles de millones de casos [OC, v: 484-485].
En el proceso del amor se produce una idealización inicial, seguida de una inevitable desilusión, causada en parte al advertirse lo poco trascendente que es en definitiva la satisfacción del instinto sexual. Jardiel opina que al dejar el lecho después de haberse uno entregado a un goce delirante, se siente un desconsuelo, una gana de llorar cuanto llevamos dentro de delicado, de tierno, de puro, de noble y que cada amor nuevo pisotea, envilece y ensucia un poco más. Y nos cuenta el desengaño del primer amor romántico de Pedro de Valdivia, el donjuán que protagoniza las Vírgenes…, y que se enamoró a los once años de edad de un retrato de pintado por el Tiziano de Isabel de Portugal, Emperatriz de España y de Alemania, que contaba entonces 394 años. Hasta que cierta mañana tuvo la mala ocurrencia de ponerse a leer una Historia de España y descubrió que Isabel estaba casada con un Emperador lioso que unas veces se llamaba Carlos I y otras Carlos V. Y después pensó tambaleándose, con la imaginación puesta en Isabel y en Carlos: «—¡¡Y se acostarían juntos, como el jardinero y su mujer!!» [OC, vi: 118].
Ése fue el fin del amor y del retrato, que Pedro dio a comer a una cabra del rebaño que criaba el jardinero.
Al desencanto amoroso contribuyen también otros elementos, entre ellos la brutalidad misma del acto físico. Jardiel nos describe a una pareja de sus personajes que eran sensuales y a los que hasta entonces su mutua sensualidad les había parecido una prueba de amor. Pues bien: tras la relación amorosa pasa a parecerles una prueba de lujuria y de apetitos sucios:
Por la noche, en la alcoba, después de un largo raid erótico, él se decía respirando fatigosamente en la oscuridad:
—¿Y ésta era la mujer sentimental?
Y Palmera pensaba, deslizándose una mano por los senos doloridos:
—¿Y éste era el hombre romántico? [OC, v: 41].
Además, la satisfacción sexual no es un goce positivo. Nos recuerda que la excitación que produce el amor no es más que un sufrimiento físico: este sufrimiento aumenta y aumenta progresivamente hasta un límite agudo que es el espasmo. En ese límite el sufrimiento cesa de un golpe. Y este brusco fin del sufrimiento es el goce. Desde una edad remotísima, la Humanidad lucha, se afana, piensa, mata, crea, y todo lo hace girando alrededor de esa nimiedad.
El autor recuerda también la violencia inherente al amor y los crímenes pasionales, la actitud de hombres que decían maravillas de las mujeres, las santificaban y divinizaban para caer luego sobre ellas con la navaja abierta cosiéndolas a puñaladas, «apresurándose a lamentar su crimen, como los camareros se lamentan de haber echado la mayonesa en el pantalón del cliente».
El amor, por su misma naturaleza, es limitado y repetitivo, un rifle de corto alcance que acaba conduciéndonos al aburrimiento. Cuenta un personaje:
—En cierta ocasión una poetisa rumana […] me suplicó que nos encerrásemos juntos, lejos de todo el mundo, a disfrutar de un sosegado idilio. Cometí la torpeza de consentir y la llevé a una de mis fincas, en la huerta de Alcira, rodeada de naranjos y de acequias. Nos amamos un mes, y al mes…
—¿Qué?
—Al mes estábamos tan hartos uno de otro que para evitar que ella me ahogase tirándome a una acequia, tuve yo que atizarle en la nuca con un naranjo [OC, v: 61].
En definitiva: para Jardiel el amor es una vulgaridad y una estupidez. Su visión cínica le lleva a interrumpir frecuentemente su narración y a insertar interpolaciones en las que aconseja al lector que huya del amor, porque el verdadero amor no discurre, y cuando discurre, discurre tonterías. El verdadero amor es, por, esencia, mudo, y cuando habla, dice uñas cursilerías imponentes.
El verdadero amor no es ingenioso, ni brillante, ni elocuente, ni emocionante. El verdadero amor es de una imbecilidad inaudita. Y afirma Jardiel: «El amor vuelve idiotas a los inteligentes. No te enamores, lector. ¿Que ya estás enamorado? ¡Vaya! Pues siento haber llegado tarde, hijo…» [OC, vi: 320].
Para justificar su aseveración describe en detalle las acciones estólidas que surgen del amor. Los enamorados asisten a las sesiones de cine con los rostros juntos y las manos imbricadas fuertemente; en los restaurants tardan siglos enteros en decidir el menú; se detienen en los parques para contemplar a los niños rubios; entran de pronto en cualquier portal, fingiendo visitar a alguien, para darse un beso en la escalera; van a llorar a los conciertos; se escriben versos nauseabundos, etc. En resumen:
Un hombre que se enamora es siempre un imbécil elevado al cubo. Cuando se trata de un individuo genial, ese individuo escribe La Divina Comedia (caso Dante Alighieri) y le amarga la vida para siempre a la Humanidad. Y, por el contrario, cuando se trata hombre vulgar, ese hombre hace oposiciones a Hacienda, se casa en la Parroquia (caso Juan Sánchez) y se amarga la vida para siempre sí mismo.
(Esto último es lo más razonable y lo que yo me permito aconsejar a los enamorados) [OC, v: 23].
* * *
Dentro de las limitaciones de la censura de su tiempo, las novelas de Jardiel son bastante atrevidas y, pese a su éxito popular, generaron en su momento algunas respuestas negativas por parte de sectores moralistas, que las tacharon de obscenas y pornográficas. Analizando la incomprensión que sufrió Jardiel durante casi toda la posguerra, Fernando Valls y David Roas explican que ni su anticomunismo ni su patriotismo fueron suficientes para compensar su moral laxa y su exaltación de la lujuria: «La pacata e hipócrita sociedad franquista no podía permitir que se pusieran en cuestión pilares básicos de su estructura, como el matrimonio.»
No existen en las novelas, empero, descripciones explícitas ni del mal gusto, aunque sí una insistencia sobre el tema derivada de la idea ya apuntada de que el amor se sustenta principalmente en una base física. De todas maneras, Jardiel se las arregló siempre para desactivar los episodios eróticos mediante la introducción de digresiones humorísticas. No olvidemos que su intención no es excitar al lector, sino desprestigiar un género. Por ello, su erotismo va siempre ligado a otro concepto y mediante la sorpresa o el cambio de nivel conduce la acción lejos del sexo. Una de sus heroínas fantasea a solas con un famoso escritor del que se halla enamorada y cuyos libros la excitan:
Ser suya! —había pensado también—. ¡Ser suya por amor! ¡Sentir su boca en mi boca! ¡Ver extraviarse, sobre mí los ojos que han conducido la pluma al través de sus páginas! ¡Notarme acariciada por la mano que ha escrito esto que estoy leyendo! ¡Y hacer reposar sobre mis senos la cabeza que ha imaginado todo cuanto me maravilla! ¡Oír que habla para mí sola! ¡Y conseguir que escriba GRATIS únicamente para mí!… [OC, v: 455-456].
Jardiel se burla de la excitación sexual en múltiples ejemplos. Una enamorada americana cruza el Atlántico para reunirse con su amado en España. La travesía se le hace eterna y no puede contener su impaciencia. Finalmente sale al tránsito, coge por el brazo al primer pasajero que pasa ante la puerta de su camarote y le obliga a hacerla suya, mientras se forja la ilusión de que aquel hombre es su amado.
Porque el sexo no es sino una necesidad corporal y precisa de satisfacción inmediata. Esto lleva al autor a insistir en varios lugares en la relación del sexo con la prisa. Es algo que nunca se debe retrasar ni posponer. Afirma que el amor tiene naturaleza de telegrama urgente: si no va de prisa no sirve para nada. En Siberia… interpola un «Breve intermedio paternal y reflexivo» en el que insta a los amantes de todos los países a prescindir del prólogo:
Cuantos presumen de dominar los problemas pasionales os aconsejarán que al encerraros con la persona de vuestra predilección, en una alcoba más o menos suntuosa, procedáis con calma y enfoquéis el idilio lentamente con cien detalles nimios y previos, dejando para lo último la satisfacción del amor, de la misma manera que los platos de dulce se reservan en las comidas para el final.
Pero no hagáis caso a esas gentes experimentadas. Del amor, no sabe nadie una jota. (Ni yo, claro.)
Y dejar lo dulce para el final es exponerse a que el final no llegue y os quedéis sin el dulce [OC, v: 298].
La prisa es la piedra de toque de la verdadera atracción. Nos revela que los hombres que no intentan apoderarse de las mujeres desde el primer momento son unos impotentes o unos idiotas, pero nunca unas personas honorables ni menos unos seres experimentados. Y las mujeres que desde el primer momento se les niegan no son unas virtudes romanas: sencillamente: es que no le gustan esos hombres. Si la atracción es mutua ¿para qué perder el tiempo en hipocresías y convencionalismos? Y uno de sus personajes describe su aventura con una inglesa:
Se vino a mi casa, desabrochándose el abrigo por la calle. (Las extranjeras son activas.)
Entrando en el portal, se despojó del sombrero; al meternos en el ascensor, se quitó el traje; al pasar por el entresuelo, tiró la combinación (color malva); en el principal, se sacó la faja y, al llegar al segundo piso, prescindió del sostén. Le pregunté la causa de aquella precipitación, y contestó lacónicamente:
—Time is money (¡El tiempo es oro!) [OC, vi: 477-478].
La reiterada opinión de Jardiel sobre el sexo es negativa. Se trata de un impulso excesivamente sobrevalorado y tremendamente limitado. Tanto es así que en muchas ocasiones Jardiel le escamotea al lector el encuentro sexual de sus personajes, pero no lo hace a la manera clásica, mediante símbolos o sugerencias de las cuales el lector pueda inferir lo que ha sucedido, sino que se dirige al lector y le dice, por ejemplo:
El español y la inglesa se dedicaron al amor. DEJÉMOSLES SOLOS DURANTE ALGUNOS MINUTOS puesto que ni el lector acostumbra a leer libros para excitarse, ni el autor escribe con ese fin. Además… ¿hay algo en el mundo más vulgar, menos interesante y más siniestro que una escena de amor entre una mujer de la calle y su parroquiano de turno? Dejemos solos a Ann y a Mario. YA ESTA. ADELANTE. (POR FORTUNA, HAN SIDO MUY BREVES) [OC, v: 254-255].
O se burla del procedimiento habitual y, cuando va a tener lugar el acto sexual, incluye una serie de puntos suspensivos en su narración e indica luego: «Estos puntos suspensivos con clásicos».
En cuanto a esta limitación, lo que Jardiel critica es que la literatura ha venido llamando de muchas maneras a algo que es siempre lo mismo: amor furioso, besos infinitos, delirio en caricias, abrazos epilépticos, pasión desatada, agotadores transportes, espasmos, salsas de sensualidad, hambre de amor, jadeos rabiosos. etc. Nos habla del encuentro amoroso entre dos personajes y, aunque el repertorio de ella era extenso como el Océano Pacífico, al final de ocho horas él hace cuentas y observa que apenas habían ocurrido entre ellos seis cosas diferentes. Y comenta Jardiel que el amor es tan poco variado como un espectáculo de variedades y que enseguida nos hastía:
—Ese acto sucio y molesto que tanto han divinizado los poetas —gentes imaginativas que no conocen la práctica del amor— no reserva para el hombre ni siquiera el placer de ver y de contemplar, pues en semejante montón informe de carnes palpitantes no pueden apreciarse las gracias femeninas, porque falta la perspectiva, que es la pincelada suprema. Más fácil es embelesarse ante las piernas de una mujer —por ejemplo— cuando sube al tranvía o al auto que en el instante en que la hacemos nuestra. Sin contar con que la hermosura de la más bella del Universo pierde categoría e importancia así que la hemos disfrutado a nuestro sabor unas cuantas veces. Todo nos fatiga y nos harta cuando lo poseemos, y la mujer no es una excepción [OC, vi: 542].
Por ello, cualquiera que dedique excesivo tiempo a la conquista de la mujer está mostrando signos de poca inteligencia. Para Jardiel Don Juan Tenorio no es ni un caso clínico ni un héroe, sino sencillamente un cretino sin ocupaciones importantes.
La poca variedad de la actividad sexual acaba por aburrir, lo que induce a la descontrolada búsqueda de nuevos alicientes. Las combinaciones sexuales y las desviaciones son fácil blanco de los dardos de Jardiel, que desmitifica de este modo ese gran tópico literario. Su personaje de Pedro de Valdivia, conociendo la tendencia masoquista de una mujer de gran belleza que conoce en el bar de un hotel, la seduce por el procedimiento de contarle crueldades, tras haberle roto la copa en la que bebía. Ambos marchan apresuradamente a la habitación y allí se atizan mutuamente con una Venus de Milo que hay en una repisa, con dos sillas, una lámpara de bronce y la pata de una mesa. Como burla erudita Jardiel cita un libro apócrifo de Sigmund Freud: Las aberraciones judiciales del impulso sexual. (Historia del caso clínico de un sujeto que para hallar la satisfacción amorosa tenía que ponerse una toga y un birrete y oír gritar a su amada: «¡Señor fiscal! ¡La cadena perpetua es insuficiente!») Un volumen de 300 págs. Berlín. 1913.
Para tratar la relación del sexo con el inconsciente nuestro humorista emplea como ejemplo las exclamaciones o la reacción de las mujeres en el momento del orgasmo. Uno de sus protagonistas afirma que la diversidad de expresiones, de palabras, de gestos resulta extraordinaria. Hay mujeres de ojos hermosísimos que se vuelven en ese instante estrábicas. Por el contrario, casi todas las bizcas se curan por el momento de su estrabismo. Algunas se limitan a suspirar profundamente, como si descansaran de un esfuerzo terrible. Las hay que lanzan un grito, un solo grito estridente y triunfal. Otras rugen, como si añorasen la selva. Las yanquis dicen siempre lo mismo: «¡Oh, my!» Las españolas del Sur es frecuente que acudan en tales momentos a alusiones fisiológicas, tales como ¡entrañas mías!, ¡mi corazón!, ¡mi sangre! Tampoco faltan recuerdos religiosos, que deberían de estar anatematizados por el Papa. Porque clamar en esos momentos «¡Virgen Santísima!» es una irreverencia indiscutible. Otras mujeres proceden como si no pudieran creer que llegasen a ser tan felices nunca: se limitan a indagar «¿Pero es posible? ¿Pero es posible?» Algunas insultan y pegan. Otras se deshacen en expresiones cariñosas. Las hay que niegan tres veces: ¡no, no, no! Y, por el contrario las hay también que afirman: ¡sí, sí, sí! Muchas pronuncian en esos momentos palabras de burdel. También son numerosas las que emiten frases alentadoras, como un jinete que en las carreras de obstáculos alienta y anima al caballo. Otras llegan al instante crítico del amor en medio de peticiones y exigencias: ¡bésame en la garganta! o ¡muérdeme en el hombro!… o también: ¡cántame el coro de Bohemios! Las hay que aprietan las mandíbulas. Otras pierden el conocimiento. Algunas pronuncian palabras de gratitud. Otras murmuran: «¡Mamá… mamá…!», lo que siempre resulta molesto para uno; y otras dicen: «¡Papá!» y a veces llegan incluso a exclamar: «¡Tía Albertina!» Y otras lloran, como si se fueran de viaje. Y tampoco faltan las que por una reacción nerviosa ríen. Cada mujer es un caso distinto, sin contar las excepciones. Dice el personaje:
Yo estuve enamoradísimo de una poetisa rumana que en el momento paroxístico de la unión amorosa decía dos o tres veces, elevando la voz progresivamente: «¡Cuatro por ciento; interior!» «¡Cuatro por ciento; interior!» El amor junto a aquella mujer era como una sesión de Bolsa [OC, v: 337].
Y las consecuencias últimas de un exceso en la actividad sexual son siempre nefastas. El donjuán de Jardiel, protagonista de las Vírgenes…, acaba sus días padeciendo gran cantidad de enfermedades:
—¿Por qué me duelen los riñones, doctor?
—Amigo mío, esos son restos de una *** mal curada.
……………………………………………………………………..
–¿Por qué se me doblan las piernas al andar?
—A causa de haberse curado mal una ***.
……………………………………………………………………….
–¿Por qué sufro jaquecas a diario?
–Por culpa de una *** que le curaron mal.
………………………………………………………………………
A los pocos días Valdivia había adquirido dos certidumbres:
QUE CIERTAS ENFERMEDADES NUNCA SE CURAN BIEN.
Y QUE ÉL ESTABA HECHO POLVO [OC, vi: 372-373].
Además, comienza a tener unos vómitos encarnados aterradores, que no son de sangre, sino de rouge de los labios que absorbió al besar a las mujeres, y que ha ido depositándose en su estómago. Para ilustrar aún más la naturaleza nociva del sexo, Jardiel hace que uno de sus personajes mate con él a su enemigo. A punta de pistola le obliga a hacerle el amor a una profesional una vez tras otra, hasta catorce veces, provocándole la muerte.
A pesar de que Jardiel emplee un tono despreciativo al tratar lo sexual, lo sensual en cambio sí parece ser más de su agrado o, al menos, material literario de mejor calidad. Por ello abundan en sus novelas las metáforas y comparaciones basadas en el surrealismo y con pretensiones de originalidad, de tinte ramoniano:
«Tienes la elegancia de un ciervo de tapiz.» «Me escurro por tu cuerpo como por un paisaje nevado.» «Te tiemblan los párpados igual que el corazón de un pájaro miedoso.» «Encerrando en frascos el aire que sale de tus pulmones se podría arruinar a “Houbigant”.» «En tus ojos hay la tristeza de una puesta de sol indecisa.» «Tu vientre es aquella almohada maravillosa del cuento persa en la que bastaba recostar la cabeza para tener sueños ideales.» «El día que se construya un templo dedicado al Espíritu, tendrán que copiar tus muslos para edificar las columnas.» «Tienes los senos tan exquisitos que, cuando seas madre, saldrán por ellos champagne.» «Tus cabellos parecen hechos para cortar huevos cocidos» [OC, v: 459-460].
Esto mismo sucede con las descripciones físicas que Jardiel hace de sus personajes femeninos, en los que el elemento erótico queda neutralizado por la sorpresa que nos produce la originalidad de la imagen escogida: «Era blanca como una cuartilla», «Sus ojos relucían con los destellos de la calcopirita», «Tenía los ojos de un azul turbio del agua de lago removida con un palito», «Sus ojos eran grises como dos habitantes de casa de huéspedes», «Sus senos eran menudos y agresivos como dos granadas de mano», «Su cuerpo era esbelto como un acueducto romano» o «Se movía despacio, igual que las civilizaciones y las panteras».
Y si alguna vez el autor se deja arrastrar por la tentación de poetizar en estas descripciones, las remata de manera humorística, para restarles gravedad:
Mentón recto, garganta cincelada y el cuerpo ágil y flexuoso, con rigideces donde debe haber rigideces y blanduras dulces donde debe haber dulces blanduras. Dos pantorrillas internacionales. Y rematándolas, dos pies españoles. Elegancia no pensada. Gracia innata. Gentileza que ignora lo que es.
En suma: una mezcla extraña. Tiziano y Millieres. Recta y curva. Niñez y madurez. Mujer y antílope.
(Que hubiera dicho Víctor Hugo, el gran poeta austríaco) [OC, v: 469].
En medio de esta temática de amor y sexo encontramos en las novelas de Jardiel un elemento recurrente: la seducción, con sus variedades y sus técnicas. Ocasión para entrar en detalle en estos aspectos se la da a Jardiel la historia de su donjuán, Pedro de Valdivia, quien promete a su tío, muerto por culpa de las mujeres, que dedicará su vida a enamorar mujeres y a abandonarlas cuando más enamoradas estén, para vengar su ignominiosa muerte. Pedro de Valdivia se dedica a la seducción y abandono de mujeres, ficha sus aventuras, monta en su casa una oficina especial, con cuatro mecanógrafas y una secretaria para despachar sus asuntos amorosos, y en sus armarios clasificadores tiene reducidas a sendos cartoncitos explicativos cuantas mujeres le entregaron sus labios, en número de 36.857.
Este personaje ilustra a otros —y al lector— sobre los requisitos previos de la seducción. El primero de ellos es elegir adecuadamente el momento. Por ejemplo: una ocasión inmejorable para intentar la conquista es cuando la mujer llora, porque todas sus glándulas funcionan al unísono y se halla en condiciones inmejorables para que el compañero de llanto la seduzca. Otro requisito indispensable es una alimentación adecuada, porque —a decir de Valdivia— el amor no es más que un deporte y un deportista debe cuidar muy especialmente su alimentación. El seductor debe estar preparado a todas horas para seducir y una digestión pesada, un mal estado gástrico, un simple glú-glú intestinal, sonando intempestivamente, puede hacer retroceder a la mujer más ilusionada. Conviene, pues, comer fuerte únicamente por la mañana y el resto del día no tomar más que tentempiés que no pongan en peligro el funcionamiento del píloro ni el del romanticismo. La última necesidad previa del futuro seductor estriba en la elección adecuada de la indumentaria, pues la mujer tiene que ser deslumbrada, y lo que no se consiga con los destellos de un talento excepcional, puede conseguirse con la raya de un peinado irreprochable. Dice Jardiel cínicamente que lo único que les interesa a las mujeres de la cabeza de un hombre es el sombrero.
Pasando a los procedimientos concretos de seducción que Jardiel nos desvela, hallamos una amplia variedad. «No veo otro sistema de enamorar a las mujeres —opina un personaje— que tratarlas mimosamente, convirtiendo todo lo de su vida en un arrullo sensual.» Otro opina lo contrario:
—Hablarles con las pupilas llameantes, cogerlas, abrazarlas, oprimirlas, decirles que se muere uno de impaciencia y de ansias, no dejarles respirar, perseguirlas, estrujarlas, promoverles escenas violentas de deseos y de celos, hacerles sufrir, obligarles a vivir constantemente inquietas y en continua y crujiente tensión de nervios, destrozarles la boca y la célula a mordiscos… ¡Ahí está el quid! [OC, v: 274].
El novelista nos habla también de la paciencia, la perseverancia e incluso el valor. Hay mujeres a las que les seducen los actos heroicos. La protagonista de Amor… exige a cualquier amante que sepa dar el doble salto mortal. Su pretendiente lo da y ambos gozan inmediatamente el uno del otro. La galantería, el halago a la vanidad de la mujer también dan sus frutos, como en este diálogo:
—¿Qué espera entonces para honrar mi alcoba con su presencia?
—A que usted me diga una galantería nueva… Simplemente. ..
—¡Una galantería nueva! Quizá sea pedir mucho —protestó Valdivia.
—También usted pide mucho, Peter —observó Lee.
Tenía razón. Y Pedro buscó en las profundidades de su imaginación una galantería nueva. Por fin sonrió triunfal.
Arrancó una rosa de la barandilla y se la ofreció a Lee.
Ella clamó vibrante:
—¿Esto es una galantería nueva?
Y, tirando al suelo la rosa, la pisoteó.
—La galantería viene ahora —anunció Pedro.
Y recogiendo la rosa, pisoteada por Lee, dijo:
—¡Ha cometido usted un fratricidio!
(Lee, entusiasmada, honró inmediatamente la alcoba de Valdivia) [OC, vi: 282-283].
Recalcando el poder de lo literario, Jardiel insiste es que es comparativamente fácil seducir a una mujer con frases originales. Hay varios ejemplos de diálogos en los que uno de sus personajes conquista a una mujer con pensamientos, como este diálogo en un crucero:
—¿No es cierto —preguntó Musia— que lo más lindo de una mujer son los senos?
—Sí…, cuando son lindos.
—Usted es hombre de imaginación. Dígame una frase bonita sobre los senos.
—¿A qué precio?
—¡Ya apareció el interés! En fin…, si la frase me gusta, le dejo besarme uno.
—Eso es demasiado condicional, Le guste o no le guste, yo beso.
—Nihil obstat… —autorizó Musia.
Mario entornó los ojos y exclamó, inclinándose hacia la italiana:
—En la brújula del amor, los senos señalan siempre al norte,
—¡Pchss!… —musitó ella frunciendo el hociquito.
—Nada de pchss, amiga mía!…
Mario se inclinó más, echó para adelante el descote de Musia, extrajo de él un lirio blanco y lo besó.
—¡Ahora otra frase! —anunció enseguida.
Y dijo:
—Los senos inventaron el sostén en un ataque de vanidad.
—Eso está mejor; me gusta.
Y para demostrarlo, ella misma brindó a Mario el otro lirio, como una «canéfora que brindase el acanto». (Besos apasionados del joven, que exclamó:)
—¡Una frase más!
Y dijo:
—Cada seno de mujer se ha hecho para una boca de hombre. Por eso tener dos amantes no es un capricho: es una ley.
Y Musia aquella vez, le ofreció los dos lirios a un tiempo
—¡Otra frase aún! —avisó Mario.
(Media hora después, había pronunciado treinta y ocho frases. Los senos de Musia estaban fatigadísimos.)
(Y todos ellos —senos, Musa y Mario— se trasladaban, misteriosamente: como hay que hacer estas cosas en los barcos, al camarote del joven) [OC, v: 206-207].
Para la seducción Jardiel aconseja la publicidad. Esto es: resulta mucho más fácil la seducción si el seductor es ya famoso en un círculo determinado, pues ninguna mujer querrá parecer menos atractiva o apetecible que sus amigas. En resumen, para rematar esta noción de las seducciones jardielescas me parece ilustrativo mencionar que Jardiel enumera setenta y tres sistemas de seducción diferentes.
* * *
Nuestro humorista dedica muchas páginas al tema de la mujer en sus relaciones amorosas porque cree que, a fin de cuentas, todo gira en torno a ella. Considera que el cetro del sexo continúa en manos femeninas desde Eva. La mujer es la dictadora del sexo. Todo problema sexual lo plantea o lo resuelve, lo enmaraña o lo simplifica por sí sola la mujer. La de Jardiel es, pues, una visión unilateral obviamente: ve el asunto desde su perspectiva de varón y de ahí las conclusiones negativas a las que llega y que ahora comentaremos. No es que Jardiel considere superior al hombre: es igualmente despreciable, sólo que por motivos distintos. El autor ofrece las fórmulas químicas que constituyen las dos naturalezas. Su fórmula A, para obtener hombres, incluye, por cada 100 gramos de hombre, 50 grs. de bestialidad, 15 grs. de presunción, 15 grs. de egoísmo, 10 grs. de fuerza, 5 grs. de talento y 5 grs. de envidia. Por el contrario, la fórmula B, para obtener mujeres, está formada por 40 gramos de vanidad, 30 grs. de envidia, 20 grs. de belleza, 8 grs. de instinto maternal, 1 gr. de fuerza y 1 gr. de talento.
Y sobre esta mujer standard, tirana del sexo, hace afirmaciones no muy agradables. Asegura que las mujeres son como las guerras: el que las ve de lejos y sin tocarlas más que con la imaginación, las encuentra magníficas y heroicas, mientras que los que han conocido las guerras de cerca y han saboreado varias y las han resistido hasta el fin, ésos no hablan de ellas sino para condenarlas duramente. Las define como criaturas vulgares y egoístas, de singular belleza corporal, a quienes la bobería de los poetas líricos ha colocado una corona real que les viene ancha. Hace frecuentes comparaciones insistiendo en que las mujeres son como las cerezas: al principio atraen nuestra atención por su hermosa apariencia; luego se dejan paladear por nosotros y al final nos encontramos con que son un hueso. O también que son idénticas a las bombillas Osram, porque son frágiles, porque viven gracias al filamento metálico, porque presumen de transparentes, porque irradian calor, porque aumentan su luz cuando van a fundirse, porque son imprescindibles en los salones, porque están vacías por dentro y porque todas pueden citar el nombre de un ciudadano que les ha hecho la rosca.
En definitiva: a lo largo de sus novelas Jardiel las acusa de incongruentes, superficiales, vanidosas, falsas, interesadas, influenciables, vulgares, malas, en suma. Se muestra escéptico en cuanto a sus virtudes y satiriza repetidamente el concepto literario de la donna angelicatta, de la virginidad y de la inocencia femeninas. Cuando el editor de sus novelas, Ruiz-Castillo, le reprocha que sus personajes femeninos sean siempre negativos, Jardiel le contesta que el tipo de mujer honesta «no le sale», quizá —añade cínicamente— porque no ha llegado a conocer a ninguna. Por ello, la conclusión a la que llega Jardiel, tras laborar extensamente en el tema del amor y del sexo, es que no debe amarse a la mujer; debe amarse al amor, que es lo único que aman las mujeres. Pero su opinión de amor, como acontecimiento intenso que trastoca nuestra vida, es altamente negativa. Lo ideal es una compañera cariñosa y comprensiva y no una amante apasionada. Nos dice:
Una mujer que no se acomoda a nosotros tiene menos valor que un lavafrutas, aunque sea Friné rediviva; porque la mujer que ilumina nuestra existencia y la simplifica y la allana, es acreedora a todo pero la mujer que nos la oscurece, la complica, y la llena de obstáculos, únicamente merece que la tiremos por el hueco del ascensor [OC, vi: 430].
En cuanto al amor, al verdadero amor no hay más que uno: el de los padres hacia los hijos. El amor entre hombres y mujeres no es para Jardiel sino un conglomerado de pequeños resortes: el roce de las epidermis, la vanidad mutua, el trato social, la lucha por la vida, la costumbre de verse a diario y un poco de tesón y otro poco de necesidad de hablar con alguien en la cama y en la mesa: «El amor es tan necio que debiendo andar por el mundo desnudo se afana por vestirse de púrpura. La atracción de los sexos por orden de la Especie es una verdad; el amor, como sentimiento puro y noble, es una inmensa y desoladora mentira» [OC, vi: 539].
Ésta es la conclusión a la que llega Jardiel, que postula en su famosa novela que todas las cosas importantes de la vida se escriben con hache: los hijos, el honor, el humor, la higiene, la honradez, la hermosura, el hogar… la Humanidad. Pero el amor no tiene importancia ninguna y por eso se escribe sin hache. No debe tomarse en serio el amor. ¡«Amor» se escribe sin hache! Y hay que reírse de las cosas escritas sin hache.