Mâyâ y el «theatrum mundi»

Mâyâ y el «theatrum mundi»

Corresponde propiamente a la esfera de la especialización filosófica el trazar paralelos y parangonar postulados en corrientes de pensamiento extemporáneas y distantes. Pero, en ocasiones, pese a las dificultades implícitas y a bajos niveles de probabilidad, le es dado al profano el hallar puntos clave de contacto tras un estudio detenido. En el caso de este trabajo no se hará énfasis en detalles históricos, pues incluso un estudio superficial nos revelaría resultados evidentes. Se mencionarán, sin embargo, algunos aspectos curiosos en la relación entre el concepto filosófico hindú de mâyâvâda y los principios del pensamiento occidental que dan origen al concepto del «teatro de! mundo» en la teología y en sus manifestaciones en el arte literario español.

El término mâyâ (del sáns. = desplegar, mostrar) es medición, creación o despliegue de formas, cualquier ilusión o engaño de la vista. Constituye el término aplicado a la ilusión de multiplicidad del universo empírico; los mundos, los diferentes planos de lugar y tiempo en que éstos existen y las criaturas que en los pueblan son manifestaciones de la misma realidad y aparecen diferenciados por el juego de mâyâ, que sería el aspecto dinámico del Absoluto. En la Bhagavad Gîtâ  se lee: “Y así, cuando tú hayas aprendido la verdad, sabrás que todos los seres vivientes no son sino parte de Mí, que están en Mí. (4, 35)

Esta percepción de diversidad la produce la ignorancia, pues la realidad es sólo una (el brahman-âtman) y esta ilusión oculta la realidad divina. Mâyâ, pues, es la existencia, el mundo tal y como lo vemos, el aspecto dinámico de Ser. Con esta noción de ilusoriedad nos estamos refiriendo al Vedânta, pues en otros sistemas filosóficos indios – como el Shamkyâ – el mundo fenoménico es real. Así aceptaremos la versión vedántica de la Shvetâshvara Upanishad (IV, 10) donde queda definido como “ilusión cósmica”. Esta interpretación es una superación de las filosofías concretas y dualistas que existían en el primer milenio a. de C.

Tal interpretación incluye connotaciones negativas, por ser mâyâ producto de la maldad (nikrit), que se origina a su vez del mal puro (adharma) y de la violencia (himsâ) tal y como se especifica en el Agni Purâna. Esta energía divina negativa, según los mâyâvâdî impersonalistas, ilusiona a la entidad viviente, haciéndola olvidar al Señor Supremo. Sus aspectos positivos serían principalmente el asociarla con la shakti o fuerza femenina del cosmos. Sería la personificación del lado protector del mundo y representaría la aceptación de las realidades de la vida. Al coexistir con el brahman, como manifestación suya, mâyâ revaloriza todas las cosas perecederas del universo y es adorada como la Diosa suprema, fuente de la energía vital de los dioses.

También en el pensamiento occidental llega a hallarse la contrapartida del concepto vedántico en diversas corrientes, como el ilusionismo, el idealismo filosófico y el antimaterialismo de Berkeley. Pero donde se traduce o recrea en la mente europea esta noción de mâyâ es principalmente en dos metáforas de gran tradición y de gran repetición: la del theatrum mundi, el teatro del mundo, y la del somnus vitae, el sueño de la vida, de las que la literatura española y más particularmente la de su Siglo de Oro haría variado empleo. La primera metáfora que nos ocupa, el tema tradicional de la comedia de la vida, es indudablemente oriental. Para ilustrar la concepción filosófica del carácter ilusorio e inestable de la naturaleza, los autores hindúes recurrieron a las imágenes del teatro y del sueño. El moralismo latino y el estoicismo espiritualista griego recogerían más tarde estos temas y los legarían a la posteridad occidental. La mitología puránica incluye ejemplos que ilustran el origen del concepto de manera curiosa. Ranganâtha, aspecto del Dios Vishnu, literalmente “Señor de la escena”, proporciona una analogía directa: el mundo es un escenario que presenta la visión de la vida y de la actividad mediante el poder del âtman, que todo lo penetra. Algo análogo puede deducirse en el caso de Shiva, en su aspecto de Natarâjâ, “Rey de los actores o bailarines”, cuya representación danzante es un símbolo permanente. El lugar de esta danza – el teatro – es el cuerpo del individuo o del cosmos. En esta manifestación el dios se halla aplastando al demonio Muyalaka (mahâmâyâ) y el símbolo enseña que hay que acabar con la ilusión engañosa. Aparte de estos dos ejemplos la analogía es frecuente y se halla en la más pura tradición hindú. Algunos especialistas en esta filosofía han venido definiendo al Antaryâmî (el conocedor interior) como “un actor consciente en la comedia del mundo” y el afamado vedantista B.R. Rajam Iyer, en su libro Rambles in Vedânta, funde con elegancia las dos metáforas de las que aquí se trata: “Todo el universo, eterno y sin límites, es la arena del âtman, el teatro en el que el âtman sueña y, en sus sueños, se convierte en el jîva, el ser individualizado. (p. 395)

El primer escrito en la literatura hispana que incluye este tema se debe a Lucio Anneo Séneca (4 a. de C.- 65 d. de C.), el gran filósofo estoico. Esta idea les llega al cordobés y a Cayo Lucilio a través de Platón, con toda probabilidad. Aparte del conocido símil de la cueva, con que se inicia el séptimo libro de La república y que recuerda la doctrina vedántica de la ilusión, sus Diálogos incluyen en dos lugares distintos una mención de la metáfora en cuestión. En Séneca aparece en sus Epistolae morales ad Lucindum en la forma siguiente:

Tal como la fábula, así es la vida; no importa cuánto duró, sino cómo se representó.

Y a continuación añade que nada en verdad pertenece al lugar en que se halla. Ningún cortesano gozó de los cetros y las clámides que en la escena se le asignaron, puesto que al final, la ira popular le arrebató sus coturnos y le hizo volver a su estatura.

Como complemento de esta visión ilusoria de la vida nos da en sus Tratados filosóficos una indicación sobre trishna (la sed o apego a lo material), ese producto de la ilusión que hace interminables los deseos del hombre, porque es costumbre de todos los mortales, en viéndose en cosas grandes, apetecer otras mayores.

Avanzando más en la tradición europea, ya en pleno Renacimiento, vemos que la comparación del mundo con el teatro se hallaba presente en la predicación eclesiástica y que se difundía día a día desde púlpitos y confesionarios, mediante sermones y libros de teología. El espaldarazo crítico al concepto lo dio Erasmo de Rotterdam en su obra Stultitiae laus, cuya conceptualización del hombre y de su papel en el universo influenció a todo su siglo.

En España la idea se populariza en sermones religiosos, pero a un nivel puramente metafórico. No hay que olvidar el impulso entusiasta de las ideas religiosas al inicio de la Contrarreforma y la imposibilidad de una aceptación ontológica literal del símil en el marco del catolicismo. Empero, la idea se solía expresar con harta claridad. En un discurso titulado A las honras de Felipe Segundo (1598), parte de sus Sermones, el afamado erudito y predicador Fray Alonso de Cabrera (1549-1598) escribe que la tierra es el teatro donde se representan las farsas humanas. Pasan las generaciones y llegan otras nuevas, como si fueran grupos de actores.

Pero sería Lope de Vega, con su admirable videncia en cuanto a lo teatral se refiere, el que convertiría esta única metáfora – aunque profunda y complicada – en tema en el que se basara toda una obra de larga duración: Lo fingido verdadero. El argumento gira en torno a la vida de San Ginés, patrón de los comediantes, cuyas vicisitudes en la comedia que interpreta se funden con la realidad hasta borrarse la línea divisoria entre ambos. El personaje de donaire es quien se encarga de poner en palabras la metáfora:

ROSARDA
¡Oh, qué lindo! ¿Pues no son
emperatrices y reinas?
CELIO
¿Luego tú piensas que reinas
con mayor estimación?
La diferencia sabida
es que les dura hora y media
su comedia, y tu comedia
te dura toda la vida.
Tú representas también,
mas estás de rey vestido
hasta la muerte, que ha sido
sombra del fin.

En el primer tercio del siglo XVII hallamos de nuevo el tema en otros géneros literarios, siendo el conceptista y a la vez senequista Francisco de Quevedo el autor que más en detalle lo maneja. En el capítulo XIX de su libro Epícteto y Focílides en español con consonantes, edición que aparecería en 1635, nos presenta estos símbolos con extrema claridad:

No olvides que es comedia nuestra vida
y teatro de farsa el mundo todo,
que muda el aparato por instantes
y que todos en él somos farsantes.
Acuérdate que Dios, de esta comedia
de argumento tan grande y tan difuso,
es autor que la hizo y la compuso.
Al que dio papel breve,
sólo le toca hacerlo como debe;
al que se lo dio largo,
sólo el hacerle bien dejó a su encargo.
Si te mandó que hicieses
la persona de un pobre o de un esclavo,
de un rey o de un tullido,
haz el papel que Dios te ha repartido:
pues sólo está a tu cuenta
hacer con perfección tu personaje,
en obras, en lecciones, en lenguaje;
que el repartir las dichas o papeles,
la representación o mucha o poca
sólo al autor de la comedia toca. (p. 795)

Pero es Pedro Calderón de la Barca quien más profundamente interpreta los diversos símbolos filosóficos foráneos que se mezclan con la ortodoxia de la Contrarreforma. En Darlo todo y no dar nada trata desde la cuestión del sentido de la vida hasta la teoría del conocimiento o la indeterminación entre la realidad y la apariencia. La vida misma, para Calderón, es sueño, ficción, ilusión. La metáfora en estudio está claramente expuesta en su comedia religiosa Saber del mal y del bien:

DON ALVARO
… que representar tragedias
así la Fortuna sabe
y en el teatro del mundo
todos son representantes.
Cuál hace un rey poderoso,
cuál un príncipe o un grande
a quien obedecen todos,
y aquel punto, aquel instante
que dura el papel, es dueño
de todas las voluntades.
Acabóse la comedia
y como el papel se acabe
la muerte en el vestuario
a todos los deja iguales.

Sin embargo, se ha popularizado mucho más – y con justa razón – en el auto sacramental El gran teatro del mundo, representado por vez primera en 1649, pero que debió de ser escrito una década antes. Erns R. Curtius, que ha estudiado el theatrum mundi en profundidad, afirma en su obra Ensayos críticos sobre la literatura europea que el tema culmina en el auto de Calderón. Aquí es donde la idea adquiere mayor envergadura literaria, debido a la multiplicidad de elementos que se ponen en juego y a la combinación de los mismos. Es sumamente curioso el hecho de que a esta insigne obra, en la que concurren claramente diversas ramas de pensamiento oriental, se la considere “cumbre de la dramaturgia católica”.

El auto principia con una introducción en la que se presenta el tema: la comedia de la vida. A continuación los diversos personajes (el rey, la hermosura, la discreción, el rico, el pobre, el labrador) aparecen ante el Autor. El Mundo les reparte los papeles que han de representar. Se interpreta la obra, que finaliza con la muerte de los improvisados actores y sus diversas reacciones ante ella. Todos aparecen de nuevo ante el Autor, quien les premia o castiga según su actuación. La metáfora central sirve de marco a otros muchos símbolos y postulados de interés, colocados unos dentro de otros en complicado diseño. La preparación de la obra se equipara con la Creación, a la manifestación del universo, como un auto de autoexaltación por parte de la divinidad:

AUTOR
Una fiesta hacer quiero
a mi mismo poder.

Los personajes son ideas ejemplares de la mente divina (concepto de reminiscencia platónica):

HERMOSURA
Sólo en tu concepto estamos,
ni animamos ni vivimos,
ni tocamos ni sentimos,
ni del bien y el mal gozamos.

A lo largo del auto se reitera la idea de lo ilusorio de la representación de la comedia, para que el público no pierda ni por un instante el contacto con el sentido filosófico que se quiere transmitir. Dice el Autor: “Y es representación la humana vida. “ (p. 204) Y más adelante:

AUTOR
Hoy, prevenido quiero
que alegre, liberal y lisonjero,
fabriques apariencias
que, de dudas, se pasen a evidencias.

El concepto de mâyâ queda aquí bien explícito. Además de ello la metáfora del theatrum mundi incluye el concepto hindú del karma, la inexorable ley de causa y efecto. En la obra se insiste repetidamente en lo irreal de la actuación del hombre, cuya labor en el mundo es tan sólo representar un papel y representarlo bien. Qué papel es el que se representa es algo que no tiene mayor trascendencia. Cuando el pobre le envidia al rico sus riqueza, tras habérsele distribuido su papel, se le dice:

AUTOR
Haz tú bien el tuyo y piensa
que, para la recompensa,
yo te igualaré con él.

Este concepto se asemeja en gran medida a lo que se lee en la Bhagavad Gîtâ: “Por tanto, se debe actuar considerando el propio deber, sin apegarse a los frutos de la acción, porque así se alcanza al Supremo.” (Bhagavad Gîtâ III, 19)

Tras la versión barroca de la metáfora su aparición ocasional en las letras españolas ha tenido más bien carácter de tropo que argumental, por lo que una relación de obras o autores resultaría un tanto superflua.

En la obra de Jacinto Benavente A las puertas del cielo el símil del  theatrum mundi no se halla escenificado, como en la pieza calderoniana, sino explicado por un personaje, pero todo ello hecho con la mayor originalidad. La obra trata del diálogo entre un alma buena” y San Pedro a las puertas del cielo, donde el alma pide permiso para entrar. Lo erróneo de los conceptos y las creencias de dicha alma obligan a San Pedro a que le explique a ésta el secreto de la existencia. Sus revelaciones dejan al alma harto confundida:

SAN PEDRO.- ¡Qué ignorante eres! Yo no soy San Pedro; soy un actor que representa el papel de San Pedro. Estamos en un escenario que representa las puertas del cielo y tú representas un alma que llega.

La reacción del alma es en un principio de incredulidad. No consigue aceptar que todo lo que ha hecho en la vida haya sido como una comedia. “San Pedro” le asegura, no sin humor, que Dios es el “autor” de todo lo creado, y que todo es obra suya. “Todo está en el ejemplar”, le dice. Y se lamenta de la terquedad de los hombres, a quienes claramente se les indica en el mundo que todo es mentira y quienes se empeñan, ofuscados, en que todo sea verdad.