Guillén estuvo siempre obsesionado por la recepción de su obra, por la naturaleza de la poesía en abstracto y por su propia trayectoria de poeta. En sus últimos quince años, sobre todo, se centró en la metapoesía, junto con el tema de la muerte y el de la crítica social. La preponderancia de poesías sobre poesías, la recurrencia de un sinnúmero de reflexiones directas sobre la palabra poética y su relación con la realidad, el oficio de escribir, los libros, los autores y los críticos demuestran palpablemente la intensa preocupación de Jorge Guillén por el tema. Debido a ello acota su obra con todo tipo de comentarios que, aunque fragmentarios, constituyen una Poética muy susceptible de análisis y síntesis. Estamos hablando de un agrupamiento de composiciones sobre poesía propia y ajena y, especialmente, sobre el proceso de creación poética y la transmutación de lo que él llama “realidad irresistible” en poesía. Estos fragmentos no dejan de recordarnos, por su forma epigramática, el Juan de Mairena, de Antonio Machado. Pero aunque se ha venido definiendo a Guillén como un poeta absoluto que siempre busca expresar leyes fundamentales, no se trata de una poesía ordenada ni normativa; en ningún lugar hallamos una voluntad de ofrecer un sistema teórico organizado. Su teoría literaria implícita deriva de su práctica de la poesía, de su sensibilidad como lector y de sus convicciones estéticas. Los comentarios dispersos insertados en diversas series poéticas que integran su obra global son los que vamos a intentar poner en cierto orden.
La aparición de todo este material que nos ocupa se inicia decisivamente en su libro Homenaje, con poemas al margen y reflexiones sobre la poesía. Los títulos de su recopilación Y otros poemas atienden también en gran medida a lo metapoético y la poesía es definitivamente el eje de la serie “Glosas”, en cuya primera sección, Res poética, el poeta vuelve con gran amplitud al tratamiento de los valores esenciales de su poética personal. En esta sección se agrupan textos propiamente metapoéticos, divididos en tres apartados: Hacia la poesía, Escritor y escritura y Palabra por palabra. Viene después Lenguaje y poesía, libro de recapitulación de nuestra lírica y modos de entenderla, con comentarios de gran penetración sobre autores como Berceo, Juan de la Cruz, Góngora, Bécquer y hasta Gabriel Miró, gran poeta de la prosa. Pero quizá la parte más substancial se encuentra en una carta a Fernando Vela, incluida después en la antología de poesía española preparada por Gerardo Diego. Allí lleva el título de Poética y se centra en tres puntos fundamentales:
1) la poesía constituye un elemento íntegro en sí;
2) la poesía es una manera de ampliar la vida;
3) el lenguaje es el creador de las experiencias.
Intentemos dilucidar estos puntos. Se empieza, casi obligatoriamente, con la definición de lo que es poesía, según los cánones modernos, por descontado. Nuestro autor evita tomar una postura que abarque demasiado. “No partamos de ‘poesía’, término indefinible –nos dice–. Digamos ‘poema’, como diríamos ‘cuadro’ o ‘estatua’.” La poesía es lo que se busca –afirma; el poeta es el más sensible a la realidad y todo ello es un proceso humano. Lo poético es, como asevera en Los sensibles:
Acto de amor, ya metafísico,
trasciende el impulso animal,
inmenso todo en Ser, intenso,
con rumbo ya hacia lo absoluto.
A lo largo de su obra insistirá en la imposibilidad de la definición absoluta de la poesía. En Y otros poemas leemos:
¿Qué es poesía? No sé.
Una existe que yo nombro:
ars vivendi, ars amandi.
De verse en la obligación de sintetizarla en una palabra, la elegida sería con toda probabilidad “comunicación”. En efecto: si juzgamos su insistencia en el tema veremos que Guillén no entiende a la poesía como un arte hermético, sino como un proceso de relación del autor con su prójimo. Las palabras ayudan al poeta a reducir las distancias del mundo. Son un vehículo de vivencias. En Final se atreve a un conato de definición parcial:
Poesía es un curso de palabras
en una acción de vida manifiesta
por signos de concreto movimiento
que al buen lector remueven alma y testa.
Aquí se pone de relieve el papel imprescindible del lector, algo que en otros poetas más intimistas o egocentristas, como se les quiera llamar, suele ser una consideración secundaria. Guillén no se olvida de su lector, al contrario; reconoce en él a un semejante, a un hermano. Escribe para un lector ideal o “bien hecho”, en el que presupone –y así lo dice textualmente– cuatro cualidades fundamentales:
1) lengua común;
2) contemporaneidad;
3) estudios;
4) sensibilidad frente a lo humano.
En un elevado tanto por ciento de los casos este tipo de lector ideal se interesará también, aun por mera curiosidad, por el proceso de la creación poética y participará de las reflexiones que Guillén se hace en aquellos poemas que tratan del denominado “protagonismo de la literatura”. De hecho, es este lector positivo el que hace que la poesía exista. En su composición Escritor y escritura hallamos lo siguiente:
Palabra en concierto
copla, ritmo, rima.
Nada está muerto
si el lector lo anima.
Del lector depende:
decisivo duende,
siempre tan modesto.
Nada es el autor
sin el buen lector
¡supremo en su puesto!
De los que no califican como “buenos lectores”, según su criterio, Guillén no deja de manifestar su desaprobación. En su verso Por la palabra no se cohibe de llamar “filisteo” a todo aquel que dice que no entiende la poesía. Ese tipo de hombre es, en sus propias palabras, un ateo, al que no se le manifiestan ni las musas ni los ángeles. No hay que perder de vista el hecho de que esta noción tan tajante del lector y de los requisitos de estudios y sensibilidad en él que antes hemos mencionado convierten a Guillén, quiera él o no y por mucho que se esfuerce en identificarse con todo lo humano, en un poeta elitista y de minorías.
Pasemos ahora a las intenciones que dice tener. Nuestro poeta se esfuerza en aclararlas desde un principio y hace muy bien. No desea ser mal interpretado. Llega a atacar de manera muy divertida a los exégetas que piensan demasiado por su cuenta e interpretan lo que les viene en gana. En Escritor y escritura:
Este poema… Habla un señor crítico.
Nos lo explica, feliz, de pe a pa.
Dice el autor: –Perdóneme. No es eso.
Leamos juntos el poema. –¡Quia!
El poeta no sabe lo que escribe…
En pro de la claridad Guillén enumera de alguna forma sus propósitos. El más importante nos parece el de la humanización del arte, una postura original y hasta valiente tras toda una época de “ísmos” experimentales y vanguardias a cuál más radical y casi todas con una tendencia de artificialidad y ruptura. El insiste por varios medios en el compromiso esencial de su poesía con el hombre y el mundo; y por eso rechaza toda noción de poesía abstracta y deshumanizada. La poesía es humana y por mucho que se intente no puede dejar de serlo, por lo que no concuerda con Ortega en lo referente al proceso de deshumanización del arte, concepto que considera inadmisible, hasta llegar anecdóticamente a decir que los poetas de los años veinte podían haberse querellado contra el filósofo en los tribunales. En su libro Lenguaje y poesía asegura:
Si hay poesía tendrá que ser humana. ¿Y cómo podía no serlo? (…) Un poema “deshumano” constituye una imposibilidad física y metafísica.
Guillén considera que su postura es plenamente obvia. El poeta es un ser humano y, ¿cómo se puede ser “humano” de diferentes formas? ¿Cómo se puede renunciar a lo intrínseco? Este es un punto de índole delicada. Sainz de Robles ––como Federico de Onís y muchos otros– definieron a Jorge Guillén como el iniciador de la “poesía pura” en su vertiente intelectualista. Pero nótese que él reaccionó siempre con firmeza contra este intento de catalogación, diciendo en Aire nuestro que él no es puro en nada y menos en poesía, añadiendo:
¿Yo puro? Nunca.
¡Por favor!
La pureza, para los ángeles
y acaso el interlocutor.
En el apéndice a Lenguaje y poesía afirmó que aquella idea platónica que se tuvo en un momento dado de la poesía pura no admitía realización en cuerpo concreto. Entre nosotros –dice, refiriéndose a su generación– nadie soñó con tal pureza, nadie la deseó, ni siquiera yo mismo. Siempre rechazó violentamente el concepto de poesía pura o simple, afirmando estar al lado de la poesía compuesta, compleja y llena de muchas cosas humanas. Esto le lleva en el mismo libro a alabar a la “Nueva Crítica” de T. S. Elliot, por el aprecio que hace del contenido y a atacar consecuentemente al formalismo: “El formalismo –afirma–, hueco o casi hueco, es un monstruo inventado por el lector incompetente o sólo se aplica a escritores incompetentes.” Y resume su postura en ese terreno estableciendo que los poetas tienen otras inclinaciones aparte de sus versos: de otro modo su obra estaría muy vacía. Los poetas son poetas porque su interés dominante les ha llevado a convertir su experiencia y su pensamiento en poesía. La poesía es sólo un corolario de la vida. De ahí su interés por la obra literaria como testimonio de la vida humana, como muestran los homenajes, los retratos literarios y las atenciones a diversos escritores. La misma vitalidad se convierte en recurso retórico, en un mérito estético y viceversa. En su composición Hacia la poesía define a un poema como “mal escrito”, porque le falta vida.
Otro objetivo a mencionar sería el del orden, como reacción a la literatura inconexa o excesivamente espontánea. El autor parte de la premisa de un mundo caótico donde la palabra actúa como elemento racionalizador y redimidor. En el poema antes mencionado escribe:
Supere a vuestro mundo en caos
el orden de nuestra palabra
firme para que se nos abra
la hora a más luz.
Y el orden impuesto por la palabra trasciende el caos del mundo y el simbolismo de esa trascendencia es una elevación constante hacia la luz, en la que todo “resplandece”. Esta es para él una verdad sin apelación. Aunque pueda parecer que las palabras se desbandan y nos transmiten incongruencia o hasta absurdo, hay una lógica subterránea continua, porque es intrínseca a la lengua. “En el universo –afirma– todo está entre sí relacionado.” Y el poeta debe poner de relieve este hecho.
Otros objetivos menores a señalar serían la precisión, la lucidez y sobre todo la vitalidad poética, a la que se refiere en muchos lugares de su obra. En efecto, Guillén preconiza la ambición en los fines. En Palabra por palabra se pregunta:
¿Arte por el arte? Más, más.
Un buen jugador corre tras
la pelota con su destreza.
Hermoso el juego, se complica,
consigue altura, más, más rica.
Continuamente alaba la abundancia, producto de esa vitalidad. Se compadece del poeta que en sus cortos poemarios enmarca su escaso trabajo con muchas hojas en blanco. No se cansa de criticar lo insípido, la insinuación, lo velado y lo breve, quizá considerado elegante por algunos. Afirma su tristeza por el hecho de que esté de moda la impotencia. En Escritor y escritura hallamos:
“Autor de calidad escribe poco”
dijo el maestro, insigne con la obra
más firmemente breve de su tiempo.
“El hombre es la medida de las cosas.”
¡Nuestra escasez como categoría!
Vistas sus intenciones, pasemos a otro componente fundamental: la realidad. Guillén aboga por una poesía de realidades frente a la poesía de abstracciones. El poeta no vive en su torre de marfil; por el contrario, es el que mejor y más profundamente puede percibir la realidad que le circunda –como nos comunica en Los sensibles–. No puede evitar el verla. Aceptada esta premisa, no es posible concebir poesía no real e inmediata y Guillén define como totalmente inconcebible la noción de un poema intemporal. En Aire nuestro rechaza la intemporalidad del poema, aseverando que la composición es algo que primero se siente, después se vive y finalmente se ejecuta. Se ríe sin ambages de la literatura que pretende una total evasión a mundos de fantasía, pues considera la realidad como algo inevitable e ineludible. Quizá el cosmonauta –dice con ironía– se libere de la gravitación, pero no nosotros. En Palabra por palabra pregunta:
¿Guapo habrá que de tierra o de mar
logre finalmente escapar?
Esta comunión de Guillén con la realidad, entendida en su más amplia forma, no provoca desacuerdo entre los críticos. Amado Alonso, gran teórico de la poesía, en un afamado artículo titulado “Jorge Guillén, poeta esencial” había mencionado como característica primera del autor su esencialidad / existencialidad. Ciplijauskaité también insistió en su gran importancia. Eugenio Frutos habla mucho más tarde de un “existencialismo jubiloso”, porque Guillén cree firmemente que el existir, la creación, es lo más perfecto que darse pueda y que la vida humana es, en sí, plenitud y libertad. Ramón Xirau, por su parte, dice que Guillén es un poeta del estar, pareciéndome esta apreciación plenamente adecuada. A esta noción se la ha recalcado tanto como para llegar a hablarse de Guillén como de un poeta de un único tema de gran amplitud, el de la recuperación de la realidad en tres vertientes: el conocimiento de la realidad subjetiva y objetiva, el cántico al ser en el hombre y en el mundo, y la presencia del bien y del mal en él, puntos de referencia para una ética. Estas especificaciones no es que sean las mejores, pero son tan válidas como cualquier otra que apunte de alguna manera hacia la poetización del tema orteguiano de la vida como realidad total, en resumen, hacia la palabra clave y sintetizadora que es, en este caso, vitalismo. No está de más recordar aquí, pese al desacuerdo en lo referente al tema de la humanización o deshumanización del arte, que la concepción del mundo de Jorge Guillén resulta muy próxima a la de Ortega: afirmación de los valores de la vida, estética de las formas bellas y el concepto, quizá tomado de El tema de nuestro tiempo, de que la vida debe ser culta pero la cultura también debe ser vital.
Centrémonos ahora en el aspecto de la creación poética misma. Básicamente el poeta vallisoletano habla de una inspiración que ha de ser enteramente reelaborada con una técnica totalmente mensurable y susceptible de desglosamiento. Pero éstas serían sólo las fases segunda y tercera del proceso. El postulado inicial que preconiza es que la poesía existe de por sí, antes y fuera del proceso creativo. Guillén tiene la pretensión constante de reducir la importancia del artista creador. Intenta convencernos en el poema Ateos de que las obras literarias las compone el lenguaje en movimiento, que es algo que vive por sí y sin necesidad de un demiúrgo que lo transforme. El proceso originario tiene lugar –según sus palabras– “en haz impersonal” y no hay autor responsable de ello, como tampoco lo hay de la rosa. Esto se debe a que la poesía surge de un cúmulo de vivencias, de las observaciones que va juntando el poeta, a las que se concede naturaleza de ente. La poesía –asevera– no es un milagro, sino una criatura. Existe; tiene un nivel de corporeidad y una vida independiente, como indica en Hacia la poesía:
Aquel poema tan desesperado
sin más visión final que podredumbre
bullía, rebullía, se afirmaba,
si buen poema, vivo, vivacísimo.
La inspiración sería, pues, una transmisión al poeta, una ósmosis, si se quiere, pero no creación deliberada en el amplio sentido de la palabra. Al contrario: Guillén insiste en su convicción de la cualidad maravillosa de lo poético, equiparando “inspiración” con “intuición” y “misterio”. En el poema antes mencionado:
Iba por un camino
sin voluntario influjo
de pronto sobrevino
–no lo buscó el poeta–.
Y casual se produjo
la gracia de un hallazgo.
Inspiración, inquieta.
Y en Res poética especifica:
Yo no busco, yo encuentro.
Algo surge por don
de un cielo ajeno dentro
de mí: la inspiración.
El poeta halla cosas que no esperaba encontrar. Y a este proceso lo define como algo elemental, casi un instinto, o como un regalo de la naturaleza. Desde luego se aparta de aquellos intentos contemporáneos que pretenden reducir la poesía a un mero trabajo intelectual.
Poeta por la gracia de Dios, dice la gente.
¡Hipérbole! Digamos sólo modestamente
poeta por don de hallazgo sorprendente.
La inspiración, que otorga sin ningún previo puente.
En cuanto a la labor activa de elaboración del verso ofrece Guillén su famosa frase: “Que la inspiración nos encuentre trabajando”. En efecto, aceptar la fuerza de la inspiración exige complementariamente un incremento del esfuerzo y de entrega al trabajo con el lenguaje. La imaginación del inspirado se consolida como base de la creación poética, sobre la que debe aplicarse luego la habilidad que es fruto del oficio del poeta. Nadie como Guillén ha hablado en su generación tan clara y sencillamente acerca de esa “maestría” goethiana que es oficio asumido y permanente. El poeta es un artifex, un artesano, como se llama a sí mismo. El versificar es, para él, un modo de noble artesanía.
Artesano –palabra digna, pulcra–
a través de las horas
puede alcanzar su meta: maestría.
De ninguna manera acepta Guillén la posibilidad del gran acierto sin un trabajo previo y una técnica sólida. De esta noción se burla sin piedad en su composición Homo faber, homo creator:
“Autor” sin maestría no existe.
¿Intento de boceto en balbuceo
podría ser genial? Nada más triste.
Esta técnica de la que nos habla sólo se consigue mediante el esfuerzo incansable, escribiendo textos buenos o malos, pero muchos. De aquí su carácter prolífico práctico y teórico, pues nuestro autor, como ya hemos apuntado, es un defensor a ultranza de la locuacidad escrita frente a quienes insisten en que el escritor debe escribir lo menos posible, afirmación que nunca deja de sorprenderle.
Aspecto sumo de la técnica es el dominio de las herramientas; en este caso de las palabras, en las que encuentra tres grandes y principales virtudes: fuerza, belleza y claridad. Sólo si las palabras usadas encierran estas tres virtudes podrán cumplir su obligación comunicativa. No hay otro vehículo a las ideas; por ende, éste debe ser perfecto. Dice Guillén, hablando del poder de las palabras:
Entre lector y autor no hay más que idioma,
palabras y palabras y palabras
que siempre se trascienden a sí mismas.
Transportan nuestra mente, nuestro mundo,
lo que somos, tenemos y queremos.
Para el poeta la lengua es algo prodigioso y lleno de potencialidad, como asevera en Res poética. Gusta grandemente de la mera calidad estética de los vocablos y acaba definiendo a la palabra poética como libertad, orden y luz.
En cuanto a la belleza, afirma taxativamente en su composición Por la palabra que el valor estético es inherente a todo lenguaje. Consecuentemente condena sin piedad al feísmo y sus derivados:
Las palabras obscenas, que no empleo,
se opondrían a todo buen amor.
No es que el vocablo crudo sea feo.
Es que sume en tiniebla el resplandor
que junta en haz amada con amado.
Por el contrario, exalta el valor enfático de las palabras, el que una composición sea bella por todas ellas, elogia la calidad de página que hace que los versos se puedan recitar en voz alta, silabeándose con placer. A los que emplean vocablos de connotaciones duras, a los que gustan de efectos rechinantes, cacofónicos o abruptos les llama “poetas de espíritu arisco”. Reconoce que esta selección que intenta lograr, este buen gusto obligado no es sencillo. Las palabras tienen su valor propio y hay que tener mucho cuidado con ellas. En el verso antes citado:
“Céfiro”, leyó. ¡Precioso!
Leyó –¡qué horror!– percalina.
Era el justo nombre limpio
de inocente mercancía.
“¡Fuera, vil producto, fuera!”
No, no hay fácil poesía.
Y la tercera y más importante de las virtudes “lexicales”: la claridad. Sus ataques a los que no cumplen esta exigencia son crueles. Habla de una “jerga enfática llena de oscuros reflejos”. Define los versos menos claros como “párrafo-catafalco”. Alude a “los poetas de la epanadiplosis”. En estos juicios, Guillén no muestra mesura:
Estoy ya hasta la coronilla
de tantos difíciles vates
en que tiniebla sólo brilla.
Guillén asegura haber buscado siempre la precisión de la palabra y la limpieza de la frase. Ellas llevan implícita la lucidez y la serena lógica que se precisa para llegar a todos:
Que una luz de intelecto,
fervor, sensualidad
y gracia de palabra
converjan en tu obra
si va a ser poesía.
Pero estas tres cualidades de la palabra están en función del contexto. No hay que olvidar este punto, nos indica su Poética. A priori, fuera de la página no puede adscribirse índole poética a los vocablos. Por ello su esfuerzo se dirige no a prodigar vocablos, sino a extraerles la virtud, la esencia y el matiz. No hay que dejar a éstos a su propio arbitrio, sino que se los controla continuamente, teniendo presente que todo depende, en resumen, del contexto:
La rosa es bella, pero no es poética.
Lo será en el poema si él es bello.
Indica que las palabras “son mucho más que palabras y en la breve duración de su sentido cabe el mundo”. Por lo tanto el poeta puede obtener lo mejor que encierran. Nos comunica en Lenguaje y poesía:
Es probable que “administración” no haya gozado aún de resonancia lírica. Pero mañana podría ser proferida poéticamente con reverencia, con ternura, con ira, con desdén. Bastaría el uso poético, porque sólo es poético el uso, o sea, la acción efectiva de la palabra dentro del poema, único organismo real.
Como último punto ya de este intento de catalogación de postulados poéticos, mencionaré el gran elemento que destaca sobre los demás en el entorno creativo de Jorge Guillén y que puede servir como resumen y meta a la vez: la música. Conste que no me refiero a la mera musicalidad como aspecto complementario de la lírica, sino a la música como ciencia de expresión, armónica y lógicamente integrada con la actividad literaria, a la que en ocasiones presta sus reglas y principios. Nuestro autor enfatiza la importancia de los elementos de musicalidad del verso. La rima es una especie de ayudante y colaborador del escritor, que le anima y la da más fuerza de expresión. Hace que se incluyan en el poema muchos más sentidos de los que el autor había previsto en un principio y, por tanto, lo enriquece. Y si la rima es deseable, el ritmo es esencial, porque si no hay cauce no hay río, como nos comunica reiteradamente. E insiste en que el ritmo significa también; es una criatura inseparable del poeta, que le muestra el camino y le hace andar a gusto. En Palabra por palabra se nos indica que el poema, si lo es, une tres elementos, que son arranque, visión y compás. La idea de poesía simple queda reemplazada por el resultado fecundo de la fusión de música y poesía. Dice Guillén que el ritmo lleva a quien lo emplea a un plano de lengua que conecta con el más allá. E insta a los poetas a que canten, explicándonos en multitud de versos su entendimiento de la importancia del acorde esencial, que no es sino una “música tácita” por debajo del caos y del desorden. Este acorde significa la síntesis de la relación entre el macrocosmos y el microcosmos, se representa simbólicamente en sus poemas mediante el cisne, ave sagrada de la armonía, que interroga el misterio y traza con sus alas un sistema de signos enigmáticos. Esta noción de la importancia de la música ayuda a Guillén a elaborar una ética propia y hasta un camino de connotaciones soteriológicas y evolutivas a nivel metafísico. La verdadera misión del poeta es, en último extremo, saber esto y dedicarse plenamente al esfuerzo de descubrir el acorde esencial de todo el universo, haciendo patente su organización armoniosa, pues –como nos asegura– éste es el proceso trascendente de perfeccionamiento humano, puesto que la Creación no es sino “un acorde hacia Dios”.
BIBLIOGRAFÍA
Alonso, Dámaso: “Los impulsos elementales en la poesía de Jorge Guillén” en Poetas españoles contemporáneos, Madrid, 1953
Blecua, J.M. y Gullón, R: La poesía de Jorge Guillén, Zaragoza, 1949
Casalduero, Joaquín: “Cántico” de Jorge Guillén, Madrid, 1953
Ciplijauskaité, Biruté. (Ed.): Jorge Guillén, Madrid, 1975
Macrí, Oreste: La obra poética de Jorge Guillén, Barcelona, 1976
Prat, I.: “Aire nuestro” de Jorge Guillén, Barcelona, 1974