Jorge Luis Borges: a la felicidad mediante los libros

Jorge Luis Borges: a la felicidad mediante los libros

Como este artículo trata sobre Borges, se supone que hay que hablar en él de enigmas, de laberintos, de espejos, de dioses y de tigres, pero, sobre todo, de libros como tema literario. Otra cosa sería impensable. Ya el mismo autor nos confiesa que unos pocos argumentos le han hostigado a lo largo del tiempo y que es un escritor decididamente monótono.

Las cuestiones que me aventuro a plantear —no sé si a responder— son de este tenor: ¿Qué hace dichoso al hombre? ¿Qué motivaciones tiene el ser humano para continuar la difícil lucha cotidiana? ¿Cómo se entretienen los personajes del escritor porteño? ¿Cuáles son sus aficiones, sus gustos? ¿Qué desean obtener de la existencia? Y, quizá, antes que nada: ¿Fue Borges feliz?

Cuando le preguntan en diversas entrevistas a lo largo de su vida, él —¿para qué ocultarlo?—se contradice bastante. A veces cuenta que ha cometido el mayor pecado que uno puede cometer: no ha sido dichoso. En otros momentos asegura que sí lo ha sido, rotundamente, pese a su ceguera y a cualquier otra calamidad. En sus declaraciones y, sobre todo, en sus escritos, explica en qué consiste la felicidad humana y cuáles son sus particularidades.

En su definición inicial, «felicidad» equivale a cumplimiento de los deseos, sean éstos cuales fueren, pero en realidad observamos que el término «feliz» lo emplea siempre casi como un sinónimo de «perfecto». «Feliz» es lo que acaba bien o, más precisamente, lo que está bien hecho, independientemente de que pueda producirnos contento inmediato o no. Así, en la «Dedicatoria» a Fervor de Buenos Aires, escribe: «Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente» [2005: 9] En otro lugar vincula metonímicamente «felicidad» con «sabiduría».

Ahora bien: lo que no es factible, a su ver, es la felicidad plena. La dicha total es inalcanzable y parece que esto es algo que Borges ha experimentado en sí mismo, pues pese a su fama y al reconocimiento mundial de la calidad de su obra artística, notamos en él la nostalgia de no haber recibido el Nobel, ese galardón indudablemente arbitrario pero considerado como el logro supremo de un autor. Borges deja fluir su amargura cuando afirma satíricamente que no concederle a él el premio Nobel es una de las más arraigadas tradiciones escandinavas. Su convencimiento de que merecía la distinción es claro, por lo que explica, con humor, la causa por la que no se lo han concedido. Dice que la Academia Sueca no le otorga el premio porque sus miembros se hallan persuadidos de que ya se lo han dado antes, pues lo venía mereciendo desde hacía ya muchos años.

A la falta de plenitud de la felicidad alude Borges en Luna de enfrente, recalcando que ha persistido en la aproximación de la dicha y en la intimidad de la pena. Este aspirar en vano a la felicidad lo hallamos en muchos de sus principales personajes y en situaciones que se repiten. En el cuento Deutsches Requiem, en un personaje que representa la caída del régimen nacionalsocialista, se nos muestra palpablemente esta emoción parcialmente derrotista mezclada con una exaltación nietszcheana:

Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros, que ya somos su víctima. ¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y la justicia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno [1992a: 91-92].

Y la felicidad es incompleta porque la vida misma es una obra inacabada. No se puede tener todo, no se puede querer todo. Borges asegura que, en este mundo, sólo podemos aspirar a hacer bien nuestro trabajo. Que les parezca bien a los demás, es pedir demasiado.

Lo que queda patente es que si hay un momento idóneo para que esa aproximación a la dicha alcance su cenit, ese momento es la vejez. El sentido de la vida quizá llega cuando ya no se espera mucho de ella, cuando el hombre se ha librado de la prisa y de las ansias de triunfo. En sus propias palabras, cuando el tiempo afloja su tiranía, el «yo» iluminado celebra su iluminación; la mente y el cuerpo se liberan y descubren nuevas maravillas metafísicas, estéticas y humanas. Esto es lo que parece que le sucedió a Borges.

Otro aspecto a destacar es que la dicha es perecedera. Si, por ventura, se consigue, en seguida se disipa. Sin embargo, esta felicidad momentánea es suficiente. En su pieza Página para recordar al coronel Suárez, vencedor en Junín, afirma que no importa el tiempo sucesivo y el paso de los años si en ellos hubo una plenitud, un éxtasis, una tarde. No importa la tristeza si hubo alguna vez alguien que se consideró feliz. Esta noción la ilustra mejor en los versos de Adam Cast Forth: «Y, sin embargo, es mucho haber amado, / haber sido feliz, haber tocado / el viviente Jardín, siquiera un día» [2000: 227].

Hemos visto que, en su parecer, la felicidad no es completa y pasa fugazmente por delante de nosotros. En cambio, y como compensación, pasa muchas veces, como hallamos en el «Prólogo» a Los conjurados, donde asegura que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso. El quid de la cuestión consiste en ponerse uno mismo en condiciones de saber reconocerla y apreciarla.

Y para la apreciación de las cosas buenas de este mundo, de las que nos proporcionan placer, la consciencia del dolor es imprescindible. Borges mantiene que el dolor es necesario como contraste en la existencia y esta noción entronca con sus frecuentes alusiones al budismo, para el que la vida es sufrimiento. Este postulado lo explica en su narración La lotería en Babilonia. En ella se describe el fracaso de un sistema de suertes con premio. Entonces alguien ensaya la reforma consistente en interpolar suertes adversas, con leve peligro para los que juegan. Por cada treinta números favorables, se inserta uno aciago, que puede suponer una multa económica, la amputación de un miembro, la cárcel o incluso la muerte. Este peligro incrementa el interés del público y los babilonios se entregan al juego con pasión.

Pero, ¿cómo ser feliz cuando se vive con una desgracia continua, en el caso de Borges la ceguera? Hablar de «el ciego feliz» es casi un oxímoron, una contradicción en términos. La tradición cuentística describe al hombre feliz como aquel que no tenía camisa, pero es mucho más grave no tener vista cuando las palabras leídas o escritas son nuestro principal consuelo del dolor del mundo. No obstante, Borges insiste, en el Poema de los dones, en que no nos compadezcamos ni nos rebelemos ante el juego de permutaciones del universo, diciendo:

Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche [1983: 20].

La ceguera es una clave para entender su identidad, pero no la que podría pensarse. Su literatura puede estar llena de personajes pesimistas, pero no es pesimista de manera intrínseca. En varias entrevistas concedidas entre 1982 y 1986 hallamos un leitmotiv: la afirmación de las consecuencias liberadoras e iluminadoras de la ceguera. Los ciegos no viven en la oscuridad, sino en la sombra. De ahí Elogio de la sombra, de 1969. En 1985, en «Coloquio con Borges», aparecido en Literatura fantástica, afirma: «…me siento más feliz ahora que antes, y hablo de la aceptada ceguera como un tema de felicidad… Todo puede ser un milagro secreto.» [1985: 7] Insiste en que la ceguera es una clausura, pero también una liberación, una soledad propicia a las invenciones, y reitera que la ceguera le ha enseñado a pensar más, a sentir más, a recordar más y a leer y escribir más. Evidentemente, sus limitaciones condicionaron su mundo interior y un don de la vista intacto habría significado un Borges diferente, que no sabemos si nos gustaría tanto como el que tenemos y del que disfrutamos.

Pasaremos ahora a analizar aquello que, a decir de nuestro autor, no proporciona en absoluto la felicidad, pese a lo que aseguren los tópicos, para adentrarnos luego en las cosas que sí la proporcionan.

Borges insiste en la vacuidad de las riquezas y de la gloria, y de la manera más suave indica que tampoco el amor es algo plenamente satisfactorio. Estos tres grandes pilares teóricos de la dicha humana no tienen cabida en su cosmovisión y quedan sutilmente demolidos en sus escritos.

El dinero no es para él una consideración literaria importante y jamás el móvil de sus personajes, a los que no les sorprendemos nunca ganando ni gastando nada. De hecho, nunca nos cuenta el estado de sus finanzas, a diferencia de otros autores —Balzac podría ser el caso antonomásico— que se empeñan denodadamente en hablarnos de los ingresos, rentas y propiedades de sus creaciones, antes de decirnos qué más les sucede. En La lotería en Babilonia esto queda razonado al considerar el valor relativo del dinero:

Algunos moralistas razonaron que la posesión de monedas no siempre determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más directas. […] Una jugada feliz podía motivar su elevación al concilio de magos o la prisión de un enemigo (notorio o íntimo) o el encontrar, en la pacífica tiniebla del cuarto, la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever [1992b: 75].

Sobre la fama y la gloria reflexiona en Los teólogos, una narración sobre la vanidad que impele al intelectual a desear irracionalmente que sus ideas predominen sobre las ajenas y que se les conceda la mayor de las ponderaciones. El protagonista, Aureliano, comete toda suerte de iniquidades para anular a su adversario intelectual, el supuesto hereje Juan de Panonia. Finalmente se sugiere la idea de que, ya muerto y en el cielo, Aureliano conversó con Dios sobre teología y éste le confundió con Juan de Panonia, pues el Creador se interesa muy poco en diferencias religiosas.

Otra visión mordaz sobre la vacuidad de la fama se recoge en la narración Un teólogo en la muerte. Melachton, vehemente propagandista de la fe, pero hombre reacio a la caridad, al morir, recibe de los ángeles una casa ilusoriamente igual a la que había tenido en la tierra, de modo que, al despertar allí, reanuda sus tareas literarias, ignorante de su óbito, como si nada hubiera pasado. A las pocas semanas, la casa comienza a menguar y a deteriorarse, y algunos de los objetos, a perder entidad y a desvanecerse. En un aposento contiguo aparece un gran número de personas que le adoran y le repiten que ningún teólogo es tan sabio como él. Pero de estas personas ilusorias que simbolizan la fama tras la muerte, algunas no tienen cara y otras, a juzgar por su aspecto, parecen realmente estar muertas, por lo que Melachton acaba por aborrecerlas y desconfiar. Finalmente, son esos hombres sin rostro los que le conducen a los infiernos.

En el caso personal del autor, la fama de sus primeras épocas artísticas no le cambió la vida, que continuó siendo anónima, monótona y casi gris durante mucho tiempo, con años de trabajo vulgar y rutinario como bibliotecario y un sueldo precario. Esto sólo cambió radicalmente en sus últimos años.

En cuanto al amor, siempre aparece en su narrativa en su aspecto más cruel: historias de dolores, de celos, de violaciones, de brutalidad y de muerte. El autor valora el goce que puede proporcionar el sexo opuesto y la atracción, a veces deshumanizada, que surge de la belleza. Pero no deja de recordarnos continuamente su negativa contrapartida. En la segunda estrofa del poema Sábados, del libro Fervor de Buenos Aires, sobre la hermosura femenina leemos:

A despecho de tu desamor
tu hermosura
prodiga su milagro por el tiempo.
En ti está la ventura
como la primavera en la hoja nueva. […]
En ti está la delicia
como está la crueldad en las espadas [2005: 69].

Al otro amor, al sereno, al reconfortante, no le concede Borges el rango de elemento literario pleno. Cuando lo hallamos es siempre de manera pasajera y complementaria, como una sub-trama, dependiente de la principal y, muchas veces, inconclusa. Únicamente en la narración titulada Ulrica se permite el autor emplearlo abiertamente.

Pasemos ya a una enumeración comentada de aquellos aspectos de la vida que, según el argentino, producen placer a los sentidos o al intelecto y, por ende, ese acercamiento a la felicidad del que hemos hablado antes.

Entre los más próximos y accesibles se encuentra el gusto por lo cotidiano, el ambiente agradable y cómodo, lo conocido, el hogar, lo que el autor define como «…esa felicidad peculiar de las viejas cosas queridas». Borges, gran viajero de la imaginación, gustaba de lo apacible, del lugar de trabajo habitual y hasta rutinario, de lo perdurable. Paradigma de todo esto es el jardín, el locus amoenus, que aparece en sus escritos como una abierta contraposición al laberinto que pierde y confunde al hombre. La narración La busca de Averroes describe la fuente de placer que constituye el vivir y laborar en un ámbito estable y acogedor:

[Averroes] escribía con lenta seguridad, de derecha a izquierda; el ejercicio de formar silogismos y de eslabonar vastos párrafos no le impedía sentir, como un bienestar, la fresca y honda casa que lo rodeaba. En el fondo de la siesta se enronquecían amorosas palomas; de algún patio invisible se elevaba el rumor de una fuente; algo en la carne de Averroes, cuyos antepasados procedían de los desiertos árabes, agradecía la constancia del agua. Abajo estaban los jardines, la huerta; abajo, el atareado Guadalquivir y después la querida ciudad de Córdoba, no menos clara que Bagdad o que el Cairo, como un complejo y delicado instrumento, y alrededor (esto Averroes lo sentía también) se dilataba hacia el confín la tierra de España, en la que hay pocas cosas, pero donde cada una parece estar de un modo sustantivo y eterno [1992a: 93-94].

El amor al entorno puede derivar en patriotismo y Borges, como tantos otros de sus compatriotas, llega en algunas ocasiones a considerar a Buenos Aires como axis mundi. La urbe rioplatense figura en varios de sus relatos como ciudad única y eterna y Borges, pese a sus constantes coqueteos con el mundo sajón, no duda en contribuir con entusiasmo a la literatura destinada a describir el tipismo bonaerense.

Empero, este criollismo literario no deja de ser episódico. La lealtad patriótica borgeana tiene como objeto no una ciudad, sino la ciudad, el concepto mismo de civilitas. Afirma haberse conmovido singularmente por el epitafio de Droctulft, un guerrero lombardo que aparece en el libro La poesía de Benedetto Croce y sobre el que elabora la Historia del guerrero y de la cautiva. En ella, el amor a la civilización de por sí es suficiente para satisfacer las expectativas y los objetivos de la vida de un hombre:

[Droctulft] venía de las selvas inextricables del jabalí y del uro; era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al universo. Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás o que no ha visto con plenitud. Ve el día y los cipreses y el mármol. Ve un conjunto que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé) lo impresiona por bella. […] Quizá le basta ver un sólo arco.[…] Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad. Sabe que en ella será un perro o un niño, pero sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y pelea por Ravena. Muere, y en la sepultura graban palabras que él no hubiera entendido:

Contempsit caros, dum nos amat ille, parentes
Hanc patriam reputans esse, Ravenna, suam[1] [1992a: 50-51].

No obstante ello, y por una tendencia a la simetría conceptual, incluye en el mismo relato el símbolo opuesto, la excepción de la regla: un ejemplo humano de amor por la barbarie, una mujer civilizada que se va retrayendo hacia la pampa, «… los toldos de cuero de caballo, las hogueras de estiércol, los festines de carne chamuscada y de vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia.» Concluye que ambas historias —la del guerrero que muere por la ciudad y la de la mujer que escapa hacia lo salvaje— son una sola historia y que el anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales.

Mencionemos otros amores de Borges. En primer lugar, la música. El infausto protagonista de Deutsches Requiem cuenta que nació en Marienburg, en 1908. Dos pasiones, ahora casi olvidadas, le permitieron afrontar con valor y aun con felicidad muchos años infaustos: la música y la metafísica. No puede aludir a todos sus bienhechores, pero hay dos nombres que no se resigna a omitir: el de Brahms y el de Schopenhauer. Y con admiración hiperbólica hacia esas dos figuras culturales Borges confiesa por boca de su personaje: «Sepa quien se detiene maravillado, trémulo de ternura y de gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices, que yo también me detuve ahí» [1992a: 85].

En cuanto a la fascinación que sobre él ejerce la metafísica, es buena prueba el que fundamentara gran número de sus escritos en la ejemplificación de una u otra visión filosófica. La razón de ello la encontramos en unos versos de El otro, el mismo:

Será, (me digo entonces) que de un modo
secreto y suficiente el alma sabe
que es inmortal y que su vasto y grave
círculo abarca todo y puede todo.
Más allá de este afán y de este verso
me aguarda inagotable el universo [1996a: 62].

Otra rama de la filosofía, la estética, es asimismo fuente de felicidad. Nuestro autor considera el placer estético no como una mera posibilidad, sino como un imperativo al que hay que obedecer. En Borges, biografía verbal, de 1988, indica que la belleza es algo común, es algo que tenemos la obligación de saborear cotidianamente.

Por lo que sabemos de Borges, su principal afición fue la investigación literaria, la erudición, y esto puede decirse también de muchos de sus principales entes de ficción: de Herbert Quain, de quien nos facilita un catálogo apócrifo de escritos; de Pierre Menard, quien se propone reescribir el Quijote; o de Stephen Albert, el erudito inglés que durante la Segunda Guerra Mundial, ajeno a los bombardeos, se dedica a investigar sobre el libro y la obra de Ts’ui Pen, gobernador de una provincia de la antigua China. Es sabido que el propio Borges estudió enciclopedias y aprendió idiomas para leer a diversos autores en su lengua original. Sus personajes participan de este entusiasmo. En La busca de Averroes, el filósofo interpreta a Aristóteles y Borges afirma que la historia registrará pocas cosas más bellas y más patéticas que la consagración de un médico árabe a los pensamientos de un hombre de quien lo separaban catorce siglos.

Y aunque la erudición es un placer íntimo y privado, la transmisión del saber puede convertirse también en una causa de dicha y en una necesidad. En La rosa de Paracelso, el alquimista pide a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le envíe un discípulo para poder transmitirle sus enseñanzas.

Es de destacar la narración Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, donde un grupo de investigadores inventan un país ficticio e insertan la información en una rara edición de la Encyclopaedia Britannica. Los que encuentran la entrada sobre Uqbar —el país en cuestión— quedan cautivados por el misterio y son incapaces de frenar su investigación. La narración está en primera persona y el protagonista describe su éxtasis al encontrar un artículo sobre Uqbar en una edición de la Enciclopedia:

Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que en esa tarde sentí [1992b: 18-19].

La creación literaria es, obviamente, otra fuente de placer. Borges insiste en el concepto de «la felicidad creativa del trabajo y de la continua invención», pues para el rapsoda inspirado, el momento epifánico se repite una y otra vez. El arte es la verdadera patria, como indican sus versos: «Cuentan que Ulises, harto de prodigios, / lloró de amor al divisar su Ítaca / verde y humilde. El arte es esa Ítaca /de verde eternidad, no de prodigios» [1965: 102].

En el «Prólogo» a la Historia universal de la infamia revela que el libro lo compuso un hombre desdichado, pero que se entretuvo escribiéndolo y desea que los lectores puedan compartir también algún reflejo de aquel placer [1979: 11]. Esto no es sino insistir en la sentencia de Gustave Flaubert de que la única forma de soportar la existencia es atiborrarse de literatura.

Llega incluso a decirnos que las letras son la única cosa verdadera. En realidad, su vida estuvo consagrada a la elaboración de su obra y fue sólo literatura, una literatura de la que el mismo Borges es el personaje principal. Nos cuenta que cumplió mal sus modestas funciones en una biblioteca del barrio de Almagro: veía a sus amigos, iba al cinematógrafo, llevaba su vida corriente y al mismo tiempo sentía que todo era falso, que lo realmente verdadero era el momento que estaba imaginando y escribiendo.

Porque dentro del universo de la ficción, lo apasionante no es la recreación de la realidad, sino lo oculto y hermético: el misterio y su origen, el enigma y el jeroglífico. Evidentemente, se trata de un acercamiento lúdico al mundo. Es un juego, aunque no para todos. Borges propone con entusiasmo el enigma para una minoría intelectual. En el cuento sobre Uqbar antes mencionado, sugiere la elaboración de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, lo que permitiera a unos pocos lectores —a muy pocos lectores— la adivinación de una realidad atroz o banal. En realidad, no es imprescindible que el enigma se resuelva. Intentar averiguar la solución del mismo puede ser suficiente para satisfacer al hombre. El protagonista de El inmortal, en su búsqueda de la legendaria Ciudad de los Inmortales, afirma ignorar si alguna vez creyó en ella, pero asegura que entonces le bastó la tarea de buscarla. En el libro Borges at Eighty; Conversations, de Willis Barnstone, se insiste en que el conocimiento, el ser, el tiempo, el mundo nos pertenecen de una manera que no podemos entender. Borges confirma que seguirá tratando de desvelar esas incógnitas, sabiendo, por supuesto, que sus intentos serán infructuosos y que el placer no está en la solución, sino en el proceso de intentar resolver el acertijo.

Lo que incita a perseverar es que, si se consigue, la solución del misterio puede conducirnos hacia la espiritualidad. Ésa es la tesis defendida en el relato La escritura del dios. El azteca Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, torturado por el conquistador español Pedro de Alvarado, cree que en la piel de los animales se halla escrito el sentido del universo y la frase mágica que hace todopoderoso al que la conoce y la pronuncia. Para obtener el código mágico escrito en la piel de los jaguares, Tzinacán dedica largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Su meditación le lleva a un estado de éxtasis místico y, finalmente, a la iluminación:

Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, no detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh, dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre [1992a: 122-123].

A continuación nos adentraremos en el supremo instrumento de placer para Jorge Luis Borges: la palabra escrita, ente de gran complejidad, pues —como asevera en las páginas preliminares a El informe de Brodie— no hay en la tierra una sola página literaria ni siquiera una palabra que sea sencilla, pues todas las palabras postulan el universo.

En la obra Borges, biografía verbal, nos confiesa que sigue jugando a no ser ciego, sigue comprando libros, pues cree que los libros son una forma de felicidad que nos es dada a los hombres. El libro es el más asombroso de los instrumentos producidos por el ser humano, pues mientras que el telescopio, el arado o la espada son prolongaciones de sus miembros, el libro lo es de su entendimiento y de su memoria. De ahí su pasión por ellos, pasión que llega a la identificación. La composición Mis libros, del poemario La rosa profunda, revela:

Mis libros (que no saben que yo existo)
son tan parte de mí como este rostro
de sienes grises y de grises ojos
que vanamente busco en los cristales
y que recorro con la mano cóncava. [1975: 28].

Justifica de esta manera la reverencia por el libro como depósito de saber, que puede incluso conducir al fetichismo. Borges reconoce en sí el culto al libro. Al hecho de sentir en su casa la presencia de una edición de 1966 de la Enciclopedia Brokhause que le han regalado, lo cataloga claramente como una fuente de placer.

Pasando a la transformación de esta noción en tema literario, he de mencionar el escrito titulado Pierre Menard, autor del Quijote, en el que la admiración por la novela cervantina lleva a un erudito a planear la magna empresa de emularla, reescribiéndola mediante un procedimiento descabellado y singular, pues el protagonista no pretende copiar el texto original ni transcribirlo de memoria, sino crearlo de nuevo. Se propone olvidar lo sucedido en el mundo después de 1605, conocer el castellano de la época, guerrear contra los turcos, recuperar la fe católica y, en definitiva, experimentar las misma vivencias que Cervantes, ser Cervantes para que vuelva a surgir espontáneamente la misma obra.

La descripción del poder que puede emanar de un libro encuentra su exposición simbólica en El libro de arena, relato sobre un volumen infinito, de infinitas páginas, que conduce a la locura a su poseedor a quien domina el miedo a perderlo, a que lo roben o a que no sea realmente infinito. El personaje queda prisionero del libro, deja de tratar a amigos y familia, dedica sus días a estudiar el volumen y por las noches sueña con él. Al final del relato, para librarse de su influjo, lo traspapela en uno de los sótanos de la Biblioteca Nacional, entre sus novecientos mil volúmenes, y desde entonces no se atreve a pasar cerca de la calle donde la tal biblioteca se encuentra emplazada.

Otro ejemplo más de este fetichismo es el que se menciona en La biblioteca de Babel —una de las obras más perfectas del autor— donde el mundo no es sino una gran biblioteca dividida en hexágonos llenos de volúmenes, en algunas de cuyas partes los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, aunque sin saber descifrar una sola letra. Esto es un magnífico símbolo de la cultura incomprendida, que no pierde vigencia en esta época en la que tanto se elogia la lectura y tan poco se practica, en estos tiempos de «cultura oficial» en los que vivimos, en los que los periódicos nos venden o regalan libros o colecciones de ellos, indicando al ciudadano qué debe o no debe leer.

Este fetichismo deriva además del concepto del libro como repositorio de soluciones a nuestros problemas, —tesis ésta tomada de Ralph Waldo Emerson—, ya que una biblioteca es un gabinete mágico donde están encantados los mejores espíritus de la humanidad, a los que podemos consultar para que nos enseñen a vivir. En la misma obra antes mencionada nos cuenta:

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza [1992b: 94].

De ahí el placer de la proximidad de los libros. Nuestro hombre recuerda conmovido su nombramiento como Director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires en 1955, diciendo que siempre se había imaginado el Paraíso bajo la especie de una biblioteca. En un divertido ejercicio literario, Umberto Eco en Il nome della rosa, juega con esta emoción derivada de la «posesión de libros». Como villano malvado de su novela presenta a un bibliotecario hispano, ciego y de nombre Jorge, capaz de matar por amor a su patrimonio.

Pero el culmen de este amor borgeano por los libros se encuentra en el concepto de «libro supremo». El narrador del relato dice haber peregrinado en su juventud de hexágono en hexágono, buscando ese compendio de la sabiduría: «No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre —¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!— lo haya examinado y leído» [1992b: 97].

Éste es el parangón definitivo. Si la Biblioteca es el universo, en ella ha de encontrarse el catálogo de catálogos, que dará respuesta a todas nuestras inquietudes. Y menciona la posible existencia de un volumen eterno, de páginas infinitas, con forma circular, que incluyera todo lo demás. Esta sería una metáfora de Dios en una concepción radicalmente panteísta.

Dejando el terreno de lo simbólico, se llega por fin al acto de la lectura como actividad suprema, como primera causa de felicidad. «Que otros se jacten de las páginas que han escrito; —dice Borges— a mí me enorgullecen las que he leído.» Los mismos actos de leer y escribir, comunes y consabidos para el hombre de hoy, no dejan de ser casi un milagro para miles de generaciones que nos precedieron, para el hombre primitivo, que consideró a la lectura y a la escritura como actividades inaccesibles y deseables. El poema El guardián de los libros hace que su protagonista se pregunte: «¿Qué me impide soñar que alguna vez / descifré la sabiduría / y dibujé con aplicada mano los símbolos?» [1996b: 378].

Borges invierte aquí las supuestas jerarquías de ambas actividades y se reafirma en su idea de que leer es una labor posterior a escribir, más resignada, más civil, más intelectual. Y, sobre todo, más placentera, que es lo que hoy aquí nos interesa. Así, observamos que nos habla, por ejemplo, de «los once deleitables volúmenes de las obras de Emerson» o que confiesa: «He paladeado numerosas palabras.» En nuestro autor, lectura y dicha están intrínsecamente unidas. En un momento cultural en el que nuestras lecturas se encuentran condicionadas y dirigidas por las televisiones y las listas de libros más vendidos, y consisten en los títulos de moda o aquellos premiados por variadas consideraciones, conviene recordar que Borges fue un lector hedónico y jamás consintió que su sentimiento del deber interviniera en afición tan personal como la adquisición de libros.

Ésta es la postura —ya antes defendida por Montaigne y, más tarde, por Emerson— de la absurdidad de las lecturas obligatorias, especialmente las dictadas por esnobismos sociales. Borges nos enseña que debemos leer únicamente lo que nos agrada. Leer un libro no debe requerir esfuerzo, porque el placer no debe requerir esfuerzo.

 

REFERENCIAS

Alifano, Roberto, 1988 , Borges, biografía verbal. Madrid, Plaza & Janés.

Barstone, Willis, 1982, Borges at Eighty: Conversations. Bloomington IN, Indiana University Press.

Borges, Jorge Luis, 1965, El hacedor. Buenos Aires, Emecé.

—1975, La rosa profunda. Buenos Aires, Emecé.

—1979, Historia universal de la infamia. Madrid, Alianza.

—1983, Antología poética 1923-1977. Madrid, Alianza.

1985, Literatura fantástica. Madrid, Siruela.

—1992a, El Aleph. Madrid, Alianza.

—1992b, Ficciones. Madrid, Alianza.

—1996a, El otro, el mismo. Buenos Aires, Emecé.

—1996b, Obras completas 1952-1972. Buenos Aires, Emecé.

—2000, Nueva antología personal. Buenos Aires, Siglo xxi.

—2005, Fervor de Buenos Aires. Buenos Aires, Emecé.

[1] (He traducido la cita de Borges sobre Droctulft de la siguiente manera: «Hasta tal punto nos amó, creyendo que Ravena era su propia patria, que despreció a sus antepasados.»