Dicen las malas lenguas que quieren echar a puntapiés a Jardiel del callejero madrileño. Esto puede ser verdad, debido a la burricie de algún nuevo rico del poder. O puede ser mentira, por la mala fe de algún político de los de siempre, que miente para desprestigiar a sus enemigos. Me da lo mismo. Mientras la cultura valga menos que los concejales de uno u otro signo, mal vamos.
Yo, personalmente, no creo que ello vaya a suceder. Pero, de hacerlo, no me extrañaría. Madrid nunca honró a Jardiel, pese a ser él madrileño hasta la médula (nacido y muerto en Chueca, para más señas) y pese a haber asegurado no querer vivir en ninguna otra ciudad del mundo. Un caso típico de amor no correspondido. En las docenas de libros existentes sobre madrileños ilustres no suele aparecer nunca Jardiel (y sí, en cambio, el gran Carlos Arniches, alicantino).
Jardiel tiene calle en Madrid sólo desde la década de los ochenta. Muchos años antes ya la tenía en ciudades de México, Venezuela, Colombia, etc., donde le querían bastante más.
Se asegura que el motivo es que fue simpatizante de las derechas. Y ahí es donde yo me veo en la obligación de puntualizar, porque las generalizaciones las carga el diablo.
Jardiel tuvo una educación progresista. Su padre fue uno de los fundadores del PSOE y gran amigo de Pablo Iglesias. Su madre fue una pintora muy avanzada para su tiempo, una de las seis primeras mujeres que estudió la carrera de Bellas Artes. Enrique se educó en la Institución Libre de Enseñanza. Políticamente se definió como «especie única», individualista y opuesto a todo tipo de grupos y partidos de ideología gregaria. En su obra maestra La tournée de Dios atacó por igual a las izquierdas y a las derechas.
Su ideas políticas, en sus propias palabras, fueron las siguientes:
Yo, aun contra todo lo que hayan podido decir, jamás he sido un hombre de «partido» ni podría serlo ahora tampoco. Sólo los no fanáticos de partido son artistas. Un artista fanático de partido deja de ser artista en el acto. Jamás he sido hombre de «derechas» o de «izquierdas» (refiriéndome siempre a las españolas). Me gustaron siempre las ideas inherentes a los «dos bandos» y con su mezcla estaba hecha mi ideología ecléctica. Dos ejemplos entre muchos: amaba el sentido histórico y reverencial de la tradición en mil aspectos, propio del «programa de derechas»; y amaba también el sentido porvenirista y reverencial del progreso y de la libertad, genuino del «programa de izquierdas». Hubiera deseado, pues, una política española de tipo «mixto», con lo bueno de los dos lados, ya que el juego clásico de ambos partidos turnándose en el Gobierno —copiado del sistema inglés— no producía en España (país diametralmente diferente a Inglaterra) más que oratoria, arrivismo, confusión, inmoralidad política, conflictos, esterilidad y decadencia.
Hijo de padre periodista (socialista de acción durante la primera mitad de su vida) y cronista político de las Cortes durante muchos años, pisé el Congreso y lo frecuenté a diario desde los siete u ocho años hasta los quince. Esta extraña y excepcional vida infantil, producida por la profesión de mi padre, y por su manera avanzada de entender la educación de los hijos, me dio muy pronto lo que en España no ha abundado nunca y en Inglaterra ha sobrado siempre: «sentido político».
Pero no paró ahí la cosa, y por parte de mi madre y de su arte (pues era pintora y laureada varias veces en certámenes nacionales y extranjeros) recibí el contragolpe espiritual del «sentido artístico».
De suerte que por un lado noté en seguida el «lastre» del «realismo»; y por el otro, el «hidrógeno» del «idealismo»; y así el primero me arrastró siempre a acatar y obedecer las leyes de «la naturaleza de las cosas» y el segundo me impulsó siempre a «repugnar de las leyes» en todo lo demás: arte, opiniones abstractas, sentimientos, anhelos, etc.
En suma: ya en mi primera juventud era yo un individuo muy «completo», con cultura digerida y asimilada, ideas claras y precisas; muy observador; capaz de análisis y de síntesis, y con bastantes y suficientes «datos» dentro de mí para tener conciencia aguda y personal criterio.» («Obra inédita», en Obras completas, vol. VI, Editorial AHR, Barcelona, 7º edición, 1973, págs, 780-781).
Pero durante la Guerra Civil, por unas falsas denuncias de compañeros de profesión (ansiosos de que corriera el escalafón), un grupo de comunistas le quisieron matar y le encerraron en una checa, de donde se escapó de milagro. Tuvo que salir de España disfrazado. Así es que se hizo anticomunista (¡natural!), que no es lo mismo que ser fascista, creo yo. (Por lo que parecen decir las últimas elecciones, alrededor del 90 % de los españoles son anticomunistas, ¿no es así?)
Sigamos. Jardiel apoyó entonces al bando sublevado… hasta que acabó la guerra y vio la represión franquista, lo que le hizo pensárselo mejor. A partir de 1940 no volvió a decir ni una sola palabra de política, en ningún sentido.
Durante la postguerra, Jardiel fue un «rojo» para el gobierno y un ateo para la Iglesia. Se prohibieron sus novelas por considerarse que eran «demasiado de izquierdas». Se censuraron sus obras. Se le consideró persona non grata. A su muerte, no se le quería dejar enterrar en sagrado. Ése fue el «derechismo» de Jardiel, por el que ahora se le ataca.
A nivel municipal, la cosa no fue mucho mejor, pues se le trató con el más absoluto desprecio. En cierta ocasión en que solicitó una audiencia de cinco minutos con el alcalde —para mostrarle su proyecto revolucionario de un teatro de su invención con escenografías móviles (una maravilla de ingeniería e imaginación) y someterlo a su juicio— el alcalde de turno (insigne señor cuyo nombre ya nadie recuerda) se negó a recibirle. Tampoco se dignó contestar a las varias cartas que Jardiel le escribió. Jardiel murió en la miseria, sin haber recibido jamás ninguna ayuda ni subvención de nadie. (En cualquier otro país, el gobierno le habría pensionado, para evitarle el hambre a un artista y a un intelectual de su valía, a quien un terrible cáncer impedía ganarse la vida.)
Contado lo cual y por lo que mí respecta, si quieren quitar su nombre de Madrid, pues que se lo quiten.
Porque la cuestión no es si Jardiel se merece tener una calle en Madrid, sino si alguna calle de Madrid se merece tener el nombre de Jardiel.