Filiación política de Jardiel
El humorista provenía de un ambiente liberal. De hecho, su padre, el periodista Enrique Jardiel Agustín, fue uno de los fundadores del Partido Socialista Obrero Español. «Hijo de un bohemio periodista político liberal y krausista y de una sensible pintora de ideas avanzadas […] creció entre libros, se educó en la Institución Libre de Enseñanza y en la Sociedad Francesa, y fue un precoz hacedor de su propio juicio crítico» [Rodríguez Abad, 2002: 89]. Además, tuvo otros modelos progresistas en su propia familia. Su madre, la pintora Marcelina Poncela, fue la primera mujer en España en cursar la carrera de Bellas Artes, con un permiso especial del rey Alfonso XIII.
Él mismo nos dice que nunca le interesó la política, pero sí estuvo en contacto con las diversas ideologías de su momento. «Enrique Jardiel Poncela había comenzado a escribir en un tiempo literariamente abierto que precedió a la República y había comenzado a recibir influencias de las nuevas corrientes de pensamiento desde muy joven» [Haro Tecglen, 1998: 15]. Tenía amigos de todas las tendencias y que olvidó la política en sus andanzas juveniles y se rodeó de un grupo de amigos y conocidos, de variada ideología, desde la derecha y la Falange al socialismo y comunismo: Pedro Muñoz Seca, Santiago Ontañón, Andrés Carranque de Ríos, etc. No obstante, ha de decirse que nuestro hombre no perteneció nunca a ningún sindicato, grupo, sociedad, círculo o asociación de tipo alguno. Fue total y plenamente individualista en su vida y en sus ideas. Alemany recalca «su escepticismo político, que lo conduce frecuentemente a posturas extremas de carácter anárquico y destructivo» [1989: 43]. Protestó siempre de la actitud colectivista que se estaba apoderando de la sociedad y que substituía al hombre por el partido, al individuo por la masa y a la iniciativa personal por el comité:
Puesto a elegir, yo no habría encontrado partido que me gustase completamente, pero repito que no pensé en elegir partido, porque he sentido siempre una repugnancia invencible a formar en las filas de partido ninguno. Al definirme, pues, a mí mismo, políticamente, me limité a eso, a definirme a mí mismo y a quedarme solo con mis convicciones y mis ideas —como buen individualista innato— según me había ocurrido y me había de ocurrir tantas veces en mi vida en cuestiones de arte y de todo [OC, vi: 804].
En una carta que Jardiel escribió al periodista mexicano De María y Campos definió su postura ecléctica e individualista:
Jamás he sido hombre de «derechas» o de «izquierdas» (refiriéndome siempre a las españolas). Me gustaron siempre las ideas inherentes a los dos bandos y con su mezcla estaba hecha mi ideología ecléctica […] Amaba el sentido histórico y reverencial de la tradición en mil aspectos, propio del programa de derechas y amaba también el sentido porvenirista y reverencial del progreso y de la libertad, genuino del programa de izquierdas. Hubiera deseado, pues, una política española de tipo mixto, con lo bueno de los dos lados [OC, vi: 780].
En 1932, en el «Prólogo» a su novela Tournée, especificó no aquel no era un libro de circunstancias, que no se había valido de un régimen democrático, ni de la hegemonía del liberalismo, ni del éxito del laicismo para burlarse de las derechas [OC, v: 392 ]. La novela es una crítica por igual a los dos bandos que pocos años después habrían de enfrentarse. Jardiel intentó siempre quedar alejado de esas dos Españas extremas. En una conversación con Andrés Carranque de los Ríos éste le preguntó si no creía en Lenin. Jardiel le respondió: «—Si no creo en Dios, ¿cómo voy a creer en Lenin?» [Sampelayo, 1977: 93].
Al inicio de la Guerra Civil la sociedad española se hallaba dividida y los intelectuales no eran una excepción. Unos se alineaban en la filas de los sublevados; otros defendían el orden republicano. «Pero hubo también un tercer grupo, el de los no comprometidos, el de los apolíticos, el de los perplejos, […] incapaces de entender y aprobar esa lucha fratricida» [Diago, 1998: 197]. Como les ocurrió a todos los españoles de su generación, la biografía de Jardiel quedó dividida en el año 1936. Jardiel fue detenido, amenazado y acusado.[1] Y, como muchos otros, abandona clandestinamente España y logra llegar hasta Argentina en un periplo complicado, hasta que en 1938 se puede establecer en San Sebastián.
En un artículo titulado «Lo cursi y lo terrorífico. La alegría de volver al lector», publicado en Domingo, escribe:
Al estallar en Francia la Revolución e iniciarse la época del Terror, el abate Sieyès desapareció súbitamente de París. […] Concluido el Terror, Sieyès surgió de nuevo a la luz pública. Alguien, asombrado, le preguntó al verle:
—¿Qué ha hecho usted en estos últimos dos años?
Y Sieyès replicó, sonriendo y frotándose las manos:
—¡Vivir! [1938].
Los sufrimientos propios y ajenos de la época de la Guerra Civil le marcaron y le hicieron definirse políticamente, algo que no había hecho nunca, pues en el terreno de la política había sido siempre un espectador pasivo. Y lo hizo declarándose, no «derechista» ni tradicionalista ni falangista, sino «antiizquierdista de las izquierdas españolas». Con ello indicaba que su repulsa no era hacia la izquierda ideológica, sino ante unas gentes concretas que habían cometido demasiadas atrocidades ante sus ojos:
Meses enteros, desde mi casa, he oído yo por las noches gritar a los que estaban asesinando. Por el día, los ruidos de la ciudad ahogaban esas voces. Y yo he visto los ríos de sangre que manaban del Depósito de cadáveres de Madrid, en cuyo recinto la sangre alcanzaba en el suelo cuatro dedos de altura [OC, vi: 820].
Valls y Roas especifican los motivos concretos para el súbito derechismo de Jardiel: «¿Por qué apoyó Jardiel al régimen de Franco? Él mismo ha aducido tres razones, la incautación de su Ford V8 en 1936, su detención y la profanación de la tumba de su madre en 1937» [2000: 12], aunque Conde Guerri aduce otras razones para su elección de bando: «Al preguntar hoy a sus contemporáneos las razones de esta elección, la respuesta ha sido unánime, por parte de Valentín Andrés Álvarez, José López Rubio y Santiago Ontañón: “Por aristocratismo”» [1989: 19].
A partir de ahí tiene lugar un breve período de tiempo durante el cual Jardiel dice sentirse a gusto en la España «nacional». Sus manifestaciones en este sentido no van más allá de 1940-1941 y parecen meramente una expresión de júbilo por el final del conflicto armado. En su producción escénica de la posguerra no sólo no aparece el menor comentario político de ningún signo, sino que se elude radicalmente cualquier referencia a la realidad española del momento [Alemany, 1989: 41].
Esto lo interpretan los críticos de izquierdas como una falta de compromiso social. Dice Monleón: «[Jardiel] aun sin pretenderlo puso en juego en Eloísa está debajo de un almendro, elementos muy propios de una posguerra civil, comenzando con ese protagonista ahistórico, apolítico, ajeno a toda solicitación de la realidad» [1966: 368]. Independientemente de su obra, se ha mencionado un supuesto activismo. Haro Tecglen incide en el derechismo político de Jardiel y en su condición de partidario del régimen franquista [1998: 11-24] y Rodríguez-Puértolas nos recuerda que Jardiel colaboró en publicaciones falangistas como Amanecer, de Buenos Aires [1986: 153], aunque, si lo hizo, fueron artículos que luego Jardiel mismo repudió y no incluyó en sus libro recopilatorios.
De haber sido Jardiel tan derechista como se nos lo ha querido presentar, el franquismo le habría tratado con mayor consideración. Durante la década de los cuarenta Jardiel fue meramente tolerado: «Jardiel and Mihura both achieved commercial success, but were never fully accepted by the theatrical establishment and were even considered dangerous by some right-wing critics»[2] [Perriam, 2000: 151]. Sin embargo, el régimen concedía privilegios y reconocimiento a otros: «Pemán y Juan Ignacio Luca de Tena dominaban los escenarios con sus obras teñidas de una vetusta grandilocuencia y esmaltadas de hollín monárquico» [Muniesa, 2005: 152].
La España civil y la oficial le dieron la espalda a Jardiel. Y los teatros oficiales también. Miguel Martín describe la gira teatral que llevó a cabo por América, sin ningún tipo de respaldo institucional: «Ni siquiera cuando se aventuró a cruzar el Atlántico con su fulgurante teatro como mascarón de proa recibió una sola peseta oficial» [1996: 5]. En ese viaje la compañía de Jardiel sufrió ataques en Montevideo por parte de elementos antifascistas; un nutrido grupo de exiliados republicanos arremetió contra él, acusándole de falangista, por el mero hecho de que fuera un escritor de prestigio en la España de Franco. Asaltaron el local con bombas de alquitrán y huevos podridos, rompieron los espejos del foyer, crearon altercados en la calle, asustaron a los espectadores y amenazaron con repetir la hazaña a diario. Jardiel llevó a los suyos de regreso a Buenos Aires, donde tuvieron que esperar un mes antes de poder embarcar para España. Durante ese tiempo, aunque los actores estaban parados, les pagó su sueldo íntegro, más el hotel, la manutención y una indemnización a cada uno. Y les trajo de nuevo a España en la misma clase en la que había ido, para lo que tuvo que entramparse y pedir un crédito personal a la Sociedad de Autores. A pesar de la numerosa expedición que pesaba sobre sus espaldas no se le ocurrió solicitar la ayuda del régimen por el que le habían sacrificado. La gira americana terminó en un estrepitoso fracaso económico que lo sumió en la ruina y contribuyó fuertemente al inicio de su decadencia artística y humana [Alemany, 1989: 41].
Obras censuradas
La censura franquista trató mal a Jardiel. «Sus novelas pasadas fueron consideradas blasfemas, como La «tournée» de Dios, o pornográficas, como ¿Pero hubo alguna vez once mil vírgenes? El lenguaje de […] ¡Espérame en Siberia, vida mía! era imposible de aceptar por un censor bienpensante» [Haro Tecglen, 1998: 13-14]. Sus cuatro novelas fueron publicadas con recortes brutales en 1939 y 1940. Como refiere Manuel L. Abellán, Jardiel Poncela se vio obligado a introducir doscientas dieciocho correcciones en Vírgenes y a hacer retoques en doscientas treinta y dos páginas de Siberia [1980: 20-21]. Pero, al poco de aparecer, fueron prohibidas y lo estuvieron hasta la edición de sus Obras completas en 1960. Ironiza Miguel Martín: «La derecha triunfante le había prohibido La «tournée» de Dios en un gesto inútil, puesto que ya estaba prohibida por los republicanos»[3] [1996: 5].
Este hecho truncó el rumbo inmejorable de Jardiel como novelista. Dice su hija Evangelina Jardiel: «Luego, los estudiosos y menos estudiosos de Jardiel se han hecho la pregunta de por qué dejó la novela, si había tenido tanto éxito con las cuatro que escribió, y han llegado a diferentes hipótesis cuando sencillamente la culpa fue de la censura de su país» [1999: 120]. Evangelina narra que Jardiel, en una carta a un admirador, fechada el 3 de febrero de 1946, se lamentó de esta situación y abogó por la libertad de expresión:
Como Vd. ve no acierto mucho al escribir con los gustos y criterios de los que bajo dos regímenes diametralmente opuestos ejercen y han ejercido la fiscalización artística. Claro, que lo natural sería que la fiscalización artística no se ejerciera bajo ningún régimen [1999: 243].
También su teatro sufrió a manos de los censores, especialmente a partir de 1941, cuando Gabriel Arias Salgado y otros católicos ultraderechistas comenzaron a encargarse de la censura, prohibiendo obras que se habían autorizado con anterioridad. Emeterio Díez, que ha estudiado en detalle este aspecto, asegura: «Esta censura de revisión conduce a que dos obras autorizadas de Jardiel Poncela, Las cinco advertencias de Satanás y Usted tiene ojos de mujer fatal, sean prohibidas a partir de 1943 por cuestiones morales relacionadas con su retrato de la relaciones entre los sexos» [2009: 323]. Igual suerte corrieron Madre (el drama padre) —prohibida durante unos meses y que se autorizó luego con algunos cortes— y otras como Cuatro corazones con freno y marcha atrás, Una noche de primavera sin sueño (catorce cortes, más la sustitución de la palabra «divorcio» por «separación») o Margarita, Armando y su padre. Las obras posteriores de Jardiel también fuero objeto de un escrutinio tan minucioso como ridículo. Incluso la pieza corta A las seis en la esquina del bulevar, de asunto totalmente intrascendente y carente por completo de matiz político o religioso, encontró problemas para ser autorizada.[4]
La nueva versión de Angelina
La comedia Angelina o el honor de un brigadier, vio prohibido su título con la llegada del nuevo régimen, que consideró que cualquier alusión al honor de un militar era una ofensa al Ejército. Por ello se hubo de cambiar a Angelina. Un drama en 1880. La causa de esta actitud, según Tomás Borrás, era que el arte de la «España Nueva» debía ser cristiano, seguidor de la tradición española, ético y con sentido castrense y falangista [Llorente, 1995: 64], por lo que no cabía ningún tipo de burla a la figura del brigadier. Por ésta y otras razones, Jardiel, para poder reestrenar la obra, efectúa modificaciones en el texto sobre una edición impresa anterior, que pasamos a analizar.
El documento en estudio ha estado hasta el momento en poder de los herederos del autor y su contenido no se ha divulgado hasta el momento. Se trata de un ejemplar impreso de la obra, en tres volúmenes, publicado por Biblioteca Nueva (Madrid), en 1942, con dibujos de Arturo Ruiz Castillo, hermano del editor, José Ruiz Castillo. Es una cuarta edición y ya el título de la pieza aparece cambiado, habiéndose sustituido el original de Angelina o el honor de un brigadier por el de Angelina o un drama en 1880, por las razones arriba indicadas.
El estado de conservación es curioso. Las tapas originales no se conservan. Jardiel las sustituye por otras de elaboración propia, con dibujos originales. Es un ejemplar dedicado al primer apunte o apuntador. En él, nuestro autor rectifica de puño y letra los pasajes que la censura no permitía, tras tachar el texto primero. En ocasiones las rectificaciones se hacen sobre trozos de papel pegados en los márgenes y existe al principio del ejemplar, un verso mecanografiado, escrito ex-profeso para justificar intenciones y defenderse de algunas críticas. Este ejemplar de apuntador se encuentra muy desgastado por el uso, ya que Jardiel lo empleó en su gira por el norte de España al frente de su compañía en 1943.
La modificación del texto de Angelina no representaba una actividad inusual para el autor. De hecho, en la versión cinematográfica que el propio Jardiel dirigió en Estados Unidos, en los estudios de la Fox para esta película, modificó por completo el texto, hasta llegar a afirmar —aunque parece una exageración— que casi había reescrito la obra por completo, conservando tan sólo una o dos docenas de los versos originales. Puede creerse si se considera la facilidad versificadora de Jardiel, que escribió la obra original en tan sólo quince días y alternándola con otras actividades.
Daremos cuenta a continuación de las modificaciones que introdujo en el texto, denominando versión ‘A’ a la obra original[5] y ‘B’ a la versión corregida de la que nos ocupamos.
Ya en la presentación de los personajes Jardiel intenta, en aras del decoro, justificar los excesos sexuales de la madre de la protagonista, como se exigía: «En lo moral, se censura cualquier contenido o escena sexual, sensual o, simplemente, amorosa. Este puritanismo es otra característica de este periodo» [Díez, 2009: 325]. La obra iba a titularse originalmente Adelina o las infamias de una madre. Para distanciar de la sociedad española la infidelidad del personaje de Marcela, Jardiel interpola un verso que la convierte en italiana, aspecto innecesario y del que no existía ninguna referencia en la versión inicial. El personaje se presenta al público de esta manera:
Marcela.—
Yo soy su madre, una dama
que es la culpable del drama
pues sólo vivo y aliento
para el amor y el deseo.
Nací en Italia, en Sorrento.
Vine a España en el momento
en que reinaba Amadeo [i, 22].
La presentación del personaje del brigadier sufre asimismo de esta autocensura. En la versión ‘A’, leemos «Hoy sólo soy brigadier / pero seré general / en cuanto suba el poder / un gobierno liberal» [OC, i: 396 ]. El autor la modifica por «Hoy sólo soy brigadier / pero seré general / en cuanto logre ascender, pues eso es lo natural» [i, 25] Aunque Don Marcial —como él mismo nos dice— fuera amigo de Juan Prim y luchara en el puente de Alcolea, no conseguía ascender mientras un gobierno conservador mantuviese el poder. Ni siquiera este ligero ataque se permite Jardiel en esta versión el primer franquismo.
En cuanto al hecho del adulterio —principal escollo de la obra en cuanto a la censura— también queda dulcificado. Originalmente Don Marcial afirma: «Como se verá en el drama / me la pega mi mujer» [OC, i: 397 ]. En la nueva versión se dulcifica el hecho: «Como se verá en el drama / vivo con bastante escama / por culpa de mi mujer» [i, 25]. Estos arreglos no son más que pequeños remiendos, pues el adulterio de Marcela sigue siendo el desencadenante del drama y no se puede obviar de ninguna manera. Sin embargo, la moral de la época exigía que se redujeran al mínimo las referencias a las conductas consideradas pecaminosas. «Fue fundamentalmente en el terreno de la llamada moral pública y buenas costumbres, es decir, en todo lo más o menos relacionado con el sexo, en donde el lápiz rojo y las tijeras se emplearon a fondo» [Sueiro / Díaz Nosty, 1986: 120].
Así, en el siguiente largo parlamento de Don Marcial, reflexionando sobre su situación de marido engañado, se hubo de suprimir lo siguiente:
Don Marcial.—
¡Yo engañado! Yo un marido
de esos a quien ve la gente
con mirada sonriente
y un ademán convenido.
¡Que a todo un gran brigadier
que siempre venció en campaña
dentro y fuera de España
se la pegue su mujer!
Que yo tenga el mismo fin
que otro individuo cualquiera…
¿Qué diría don Juan Prim
si, en su tumba, lo supiera? [OC, i: 511].
Las frases de doble sentido, de las que puede inferirse el acto sexual, quedan también suavizadas. En un monólogo reflexivo sobre sus conquistas, Germán compara a la mujer y al cigarrillo. La frase final de la versión ‘A’ resume: «Y el final siempre ha de ser / idéntico de sencillo: / o fumarse el cigarrillo / o fumarse a la mujer» [OC, i: 404]. La cuarteta se cortó para las representaciones sucesivas.
El mismo personaje, estereotipo del donjuán cosmopolita y cínico, confiesa en la misma escena: «Sufro y no tengo un consuelo / del que caminar en pos / pues no confío en el cielo / y dudo mucho de Dios» [OC, i: 408]. Jardiel se ve obligado a modificar los versos de la siguiente manera: «Sufro y no tengo un consuelo / del que poderme valer / pues, por mi vida, recelo y dudo de la mujer» [i, 40].
La relación de Germán con la esposa del brigadier sufre también las restricciones morales del momento. En la versión ‘A’ Germán confiesa su amor por Angelina de la siguiente manera: «La vergüenza me domina / ante la idea infamante / de ver que mi alma se inclina / hacia… ¡¡la hija de mi amante!!» [OC, i: 415]. El autor, hábilmente, quita hierro a la situación: «La vergüenza me domina / ante la idea enconada / de ver que mi alma se inclina / hacia… ¡¡la hija de mi amada!!» [i, 49]. Convirtiendo a la amante en amada, podemos hacernos la ilusión de que todo está en la cabeza de Germán y que Marcela no ha sucumbido a sus requerimientos y no ha habido, por tanto, adulterio. Esta solución, obviamente, resta intensidad a la parodia del drama romántico, que se basa en la exageración de las relaciones amorosas de los protagonistas.
Las referencias picantes también se eliminan. Doña Calixta, viuda de un coronel, recuerda a su marido muerto y, en la obra original, recuerda, hablando de las fiestas a las que solía acudir: «¡Y cómo disfrutaba él / metiendo mano a las niñas!» [OC, i: 422]. En la versión ‘B’ hallamos: «Pero en habiendo chiquillas / le salía el guerrillero: / las atacaba en guerrillas» [i, 58], con lo que las intenciones quedan totalmente ambiguas.
La falta de respeto a las convenciones sociales que Jardiel muestra en su obra original se ven asimismo modificadas. Marcela le hablaba a su amante Germán de lo que había sufrido su honor, debido a los cotilleos de sus conocidos, y éste le respondía: «El honor, como el tambor / se compone con un parche / y luego suena mejor» [OC, i: 425]. Ésta fue otra de las frases que se tuvieron que eliminar.
Encontramos una clara modificación de las exclamaciones de índole religiosa, cambio indispensable para la aprobación, como explica Díez: «Finalmente, se censura con especial celo (otro síntoma del integrismo de Arias Salgado) el pronunciamiento en vano del nombre de Dios o de su corte celestial (santos, mártires, etc.), el menoscabo de cualquier jerarquía religiosa y los ataques a la doctrina cristiana» [2009: 326]. Al saber que Germán ama a su hija, Marcela exclamaba: «¡Virgen de Atocha!». Esta frase queda modificada por «¡Oh, Madona de Sorrento!» [i, 66]. Otra exclamación suya, «¡Virgen Santa!», se convierte en «¡Maledetto!» [ii, 176]. «¿Qué va a decir mi papa?», preguntaba Angelina al decidir fugarse con su amante. Y Germán respondía: «¡Que diga misa!» [OC, i: 448]. La frase se sustituyó por: «¡Que diga Diego!» [i, 95]. Existen numerosos ejemplos semejantes.
El elemento humorístico y paródico de la obra pierde considerablemente con la eliminación de un amplio fragmento de una escena. Don Marcial persigue a su hija y a su amante fugados. Germán, para desagraviarle, le asegura que no ha consumado el acto sexual. En la versión ‘A’:
Germán.—
No niego que huí con ella,
mas digo que es tan doncella
como cuando ella aquí entró [OC, i: 466].
En la versión ‘B’ el eufemismo es claro:
Germán.—
No niego que huí con ella,
pero por su buena estrella
la fuga no la ofendió [ii, 122].
Entonces propone que se someta a Angelina a una revisión médica, para asegurar el hecho:
Germán.—
No ha habido tal deshonor.
Míreme, pues, sin inquina,
y ya que aquí hay un doctor
yo creo que es lo mejor
que él reconozca a Angelina.
Don Marcial.—
¿Qué es lo que dices, bandido?
¿Eso es lo que has aprendido
en tus viajes por Europa?
A mi hija, pervertido,
no hay quien le toque la ropa.
Y en la cuestión aludida
has de saber, hombre vil,
que ya al venir a la vida
fue por mí reconocida
en el Registro Civil [OC, i: 467].
Este interesante momento queda cortado y sustituido por una bofetada de indignación, sin frase, que el brigadier propina al seductor, empeorando sustancialmente la calidad de la escena.
La censura franquista se mostraba enteramente intransigente con las burlas al clero. En el cementerio en el que Don Marcial y Germán van a batirse en duelo, se escucha un canto sacro proveniente de una capilla cercana. La versión corregida, en lugar de indicar que canta un cura, explica que canta «alguien que hay dentro de la capilla» [ii, 143], que bien pudiera ser un seglar. La siguiente broma ligera de Jardiel de la obra original también hubo de suprimirse:
Don Justo.—
Hemos hecho un disparate
viniendo aquí. Como note
el sacerdote el combate,
nos lo chafa el sacerdote.
Don Elías.—
No hay cuidado de que trate
de chafarlo. ¡Qué dislate!
Del amanecer al brote
está todo sacerdote
o afeitándose el bigote
o tomando chocolate [OC, i: 482-483].
Deseoso de poder representar una obra que Jardiel consideraba de las mejores de su producción y que suponía siempre un éxito de público, el autor cedió y claudicó ante las exigencias de la censura. Las modificaciones que efectuó no deterioran en demasía la obra, pero sí resulta en parte triste para la libertad creativa la presentación justificativa que hubo de incluir al inicio de la representación, y que ahora transcribimos por vez primera, pues no aparecen en ninguna de las múltiples ediciones de la obra. Antes del inicio de la obra propiamente dicha, a telón corrido, un actor recitaba los siguientes pareados alejandrinos exculpatorios:
Cuando, hace ya doce años, se pensó y se compuso
esta caricatura, el autor se propuso
divertir simplemente, mis queridos amigos,
haciendo a los que la oyen convertirse en testigos
de una época pasada, de unos viejos ambientes,
de la forma de hablar y sentir de unas gentes
que tres cuartos de siglo al pasar, ha hecho trizas
y que hoy únicamente son polvo de cenizas.
La alquimia del recuerdo, al meter el pasado
en su matriz de vidrio, le da un tono azulado
y lo cambia en la esencia de tan profunda forma
que hace dulce lo amargo y se convierte en norma
por todos aceptada con el mismo calor:
decir que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Pero hay que dudar mucho de que eso sea cierto.
Eso es cosa de alquimia. Y, en realidad, lo muerto
está bien muerto siempre y sólo rara vez
tiene la juventud que envidiar la vejez.
En cuanto a estos ambientes del Madrid del ochenta
corresponden a una época suave, tierna e incruenta
pero también sin nervios, sin pasión e infecunda:
años de vida fácil, pero nada profunda,
en los que hay pocos crímenes y quizá pocos robos
y en los que los corderos quizá pastan sin lobos.
Mas eso que, de lejos, hoy parece envidiable,
puede que, de vivirlo, nos fuera insoportable
por ser lo que Galdós llamó «los años bobos».
Convencido y seguro de aquella bobería,
al componer la farsa y ponérosla al día
el autor, con la risas del humor, que es su modo,
se ha burlado de todos: de todos y de todo
para hacer con sus burlas brotar vuestra alegría.
Pero quiere advertir, pues bueno es que lo advierta
—y con esta advertencia su prólogo concluye—,
que la burla sin hiel que de su pluma fluye
se circunscribe sólo a aquella época muerta.
Porque «los años bobos», sin impulso vital,
sin coraje, sin lucha, sin nada espiritual,
años del «como guste», «como quiera», «conforme»,
en los que un brigadier sólo era un uniforme
y en los que un poeta no era ni siquiera un artista,
época de habaneras, de dibujos de Cilla
y tertulias caseras en la mesa camilla
bien merecen las burlas de un actual humorista.
Y dicho esto… me marcho. Voy a rezar mis preces,
¡porque os dejo a vosotros de testigos… y jueces!
Como se observa, el verso insiste en un mero propósito lúdico y de evasión y, de alguna manera intenta indicar que se trata únicamente de una comedia de costumbres y no una sátira de una sociedad melindrosa y puritana, al par que la burla de un género teatral. Jardiel parece querer curarse en salud y que de ninguna forma puedan entenderse sus palabras como una crítica al momento presente. Incluso la referencia última a que «se va a rezar sus preces» —cosa que no consta que hiciese nunca— parece una concesión a los deseos y actitudes del régimen, pues según la visión del nacional-catolicismo, la conducta lógica y esperada en un artista en el trance de presentar su obra en público para ser juzgada, sería suplicar una intercesión divina para lograr el éxito.
Jardiel contemporizó con los poderes del momento para poder seguir escribiendo y representando teatro. A la crítica marxista de los setenta y ochenta, que le acusó de simpatizar con el régimen franquista, habría que recordarle cómo dicho régimen jamás le respaldó. Siempre se le consideró un «rojo», se prohibieron sus novelas y se censuraron Angelina y otras de sus comedias. Y los analistas que menosprecian a Jardiel por la aparente superficialidad de sus temas o por su falta de compromiso social deberían considerar la difícil situación en la que Jardiel se vio de crear a partir de aquellos años un teatro satírico sin llegar a rozar en ningún momento la política ni la religión.
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NOTAS
[1] En agosto de 1936 nuestro hombre estuvo a punto de morir asesinado en una «checa». Le acusaron de ocultar en su domicilio a un falangista, en un momento en el que una denuncia de esta índole, aun sin demostrarse, podía poner en peligro la vida de cualquiera.
[2] «Tanto Jardiel como Mihura lograron el éxito comercial, pero el sistema teatral nunca les aceptó e incluso algunos críticos derechistas les consideraron peligrosos» [La traducción es mía.]
[3] Según Luis Alemany, «cuando finalmente se publicó se hizo con retraso y arbitrariedad, sin el menor rigor bibliográfico o en ediciones económicamente prohibitivas que dificultaban su acceso a amplios sectores del público» [1988: 29].
[4] Para más información se puede consultar Berta Muñoz Cáliz, «Jardiel, prohibido por la censura franquista», ADE Teatro, 86 (jul.-sep. 2001), pp. 94-98.
[5] Para el texto del estreno (versión ‘A’) hemos empleado las Obras completas, AHR, Barcelona, 1973.