Fue precisamente en 1800 cuando Frederic Schlegel lanzó en el Athenaeum su famosa frase: “Es en Oriente donde hemos de buscar el supremo Romanticismo”, implicando en ella la dimensión de la influencia del Oriente antiguo sobre el mundo moderno occidental. Como colofón explícito a lo anterior, escribiría tres años más tarde a Tieck: “Todo, sí, todo sin excepción tiene su origen en la India”. Los pensadores alemanes. a la cabeza de la filosofía europea, supieron por lo general soslayar el falso concepto de superioridad intelectual explícita que ostentaban otros países y asimilar y reconocer con respeto las influencias foráneas en sus corrientes de pensamiento. Las Upanishads fueron para Schopenhauer una nueva revelación. Max Müller dijo en cierta ocasión que las dos grandes influencias formativas de su vida fueron la Crítica de la razón pura y el Rig Veda. La filosofía sánscrita, a través de Von Hartmann, influyó en el transcendentalismo alemán, dejando en él una huella profunda. Taine supo aprehender la causa de esta hermandad filosófica entre Alemania y la India y la explicó magníficamente en las siguientes palabras:
Los indios son los únicos que, con los alemanes, poseen el genio metafísico; los griegos, tan sutiles, son tímidos y mesurados a su lado y puede decirse sin exageración que es solamente a orillas del Ganges y del Spree en donde el espíritu humano ha atacado el fondo y la substancia de las ideas.
Visto este interés entre los escritores alemanes por las filosofías indias desde el siglo XVIII y con más intensidad en el XIX tras la publicación en 1808 de la obra de Schlegel Sobre la lengua y el saber de los indios, no es fenómeno sorprendente la aparición de una profusión de elementos indios, tanto de índole filosófica como ambiental, en la literatura alemana de nuestro siglo. Se ha hecho énfasis reiterado en el encanto que la India, en todos sus aspectos, ha ejercido en escritores en lengua alemana de la talla de Hermann Hesse, Lion Feuchtwanger y Bertold Brecht, por hablar únicamente de aquellos dedicados a la ficción. No obstante poco se ha dicho de una preciosa novela del escritor austríaco Stefan Zweig, distinta por entero del resto de su producción y por lo general erróneamente interpretada en el contexto temporal de una Alemania en la época de entreguerras. Tal obra se titula Los ojos del hermano eterno y se basa plena y profundamente en las enseñanzas básicas de la Bhagavad Gîtâ.
Peregrin Steinhövel, en su libro Bestiarium Literarium (1920), definió al judío austríaco Stefan Zweig de forma un tanto irónica:
El Steffzeweig es un producto artificial creado con ocasión de un congreso en Viena, con las plumas, piel, pelo, etc., de todos los animales europeos posibles. Es, por así decirlo, un animal Volapük.
Pero la paradoja de este comentario irónico y peyorativo es que redunda en favor del autor, quien fue, pese a su trasfondo alemán, un europeo íntegro en la mejor tradición humanística y que, por serlo, tuvo que soportar el exilio para no convertirse en un instrumento intelectual del Tercer Reich. El punto que interesa dilucidar, empero, es la idea que él mismo nos presenta en su autobiografía, titulada El mundo de ayer (Die Welt von Gestern), de que en la Europa del cambio de siglo la cultura occidental llegó a un cenit que nunca se volvió a alcanzar tras la Primera Guerra Mundial. Los años anteriores a ella fueron un momento sumamente idóneo para la ciencia y las artes y, en general, para las ideas. Aun así, en medio del esplendor progresista europeo en el que Zweig firmemente creía, supo dirigir sus ojos hacia otros horizontes y otras metas. “Quiero ampliar más y más mi visión espiritual”, dice en una de sus cartas a Ellen Key, fechada en 1906. Pese a las vicisitudes de su vida siguió conservando esta aspiración. “Nada me ocupa más tiempo que intentar transformar mi forma de vida interior”, escribiría a su amigo Fleisher, ya en 1930. Es aquí donde llegamos a su relación con la India y su filosofía.
Su acercamiento fue, en primer lugar, a nivel personal, debido a su admiración por Rabindranath Tagore y Mohandas Karamchand Gandhi. Su interés por éste último le llevó a una correspondencia íntima y frecuente con su amigo Romain Rolland, que había dedicado escritos a estas dos figuras y a otras importantes de la India, como Ramakrishna. Otro amigo de Zweig, Karl Haushofer, le enseñó mucho sobre el Oriente, a decir de su biógrafo D.A. Prater (European of Yesterday, 1972). Todo esto, unido a la ya mencionada preferencia alemana por el hinduismo como sistema de pensamiento, le condujo al estudio de los textos védicos. Lo que más fascinó a Zweig fue el que la filosofía hindú se basara en la creencia de psiquis en Dios y en su perfección última, mediante la lucha consciente de los mortales por conseguir el conocimiento y la verdad. Estos postulados impregnarían más adelante muchos de sus escritos e ideas. Su contacto con el hinduismo aumentó ciertamente su visión y su percepción psicológica, lo que le llevaría al completo dominio del género biográfico. Su asociación estrecha con Sigmund Freud le sirvió para confirmar en gran manera la validez incuestionable de esta postura espiritual.
Este entusiasmo de Zweig por el Vedanta no fue enfatizado en su época ni comentado por la crítica que juzgó sus obras principales. Esto se debe quizá al hecho de que Zweig planeó y llevó a efecto un viaje a Oriente y, a su regreso, habló con pesar de las tristes condiciones en las que vivían algunos orientales. Del itinerario del viaje, efectuado en 1908, no se sabe mucho. Estuvo en Ceilán, Madrás, Gwalior, Calcuta, Benares y al pie de los Himalaya, acompañado por Haushofer y por su esposa, Friderike Maria von Winternitz. Describió a la India como una tierra de maravillas que haría que se considerase a Italia como un mero anticipo de una belleza mayor. Aparte de la obra mencionada, la única referencia que hace sobre la India se halla en su novela Amok, de gran fama, y nos la presenta un negativo personaje europeo –un inglés–, alcohólico y víctima de una aguda paranoia. Este hombre se encuentra aislado en un lugar remoto de las selvas orientales (¿Malasia?) (Assam o la actual Bangladesh) y se halla evidentemente emprejuiciado en contra del país: “…esta infernal soledad, este maldito país que nos roe el alma y nos chupa la médula de los huesos…” Esta frase es suficiente para que Elizabeth Allday, otra biógrafa del autor, en su libro Stefan Zweig (1972), concluya algo a la ligera que la India tuvo sobre él un efecto altamente negativo y desconsolador. El libro al que ahora nos referiremos nos presenta, sin embargo, otra visión bien diferente.
Los ojos del hermano eterno (Die Augen des ewigen Bruders) se publicó por primera vez en 1922 y se le pretendió dar desde el momento de su aparición un simbolismo relacionado con la época pero del que su temática dista sobremanera. Se quiso ver en el protagonista, Virata, el esquema de comportamiento de un grupo minoritario en una época en la que el racismo era un arma política aceptada. Se le definió como un símbolo de la paciencia en vísperas de un desastre nacional y racial, pero en realidad esta es una interpretación forzada. Virata, el guerrero indio, es lo diametralmente opuesto al paciente judío que resiste sufridamente el éxito progresivo del nacionalsocialismo en la década de los veinte. Es un hombre antiguo por sus ideas y comportamiento que, en su búsqueda de perfección espiritual, es víctima de la ilusión de que mediante la inacción el hombre puede verse libre de los resultados de sus actos, de la ley de causa y efecto, de la Gran Cadena del Ser. Sus experiencias le llevan a asimilar en sí las enseñanzas de la Bhagavad Gîtâ a este respecto y, siguiéndolas, llega por fin al sendero correcto que conduce hacia la autorealización. Su proceso de perfeccionamiento espiritual es perfectamente ortodoxo y concreto, demasiado universal para ser tratado o interpretado como lo ha sido. Los episodios de la novela se hallan directamente estructurados como una ejemplificación de las enseñanzas de la denominada Srîmadabhagavadgîtopanishad, la obra más difundida de la literatura vedántica y que no es sino una interpretación de las enseñanzas de las otras upanishad en su aplicación a la vida social. No hay que hallar, pues, en Los ojos del hermano eterno connotaciones de la Europa moderna, a no ser por el carácter de transcendencia temporal que poseen todas las obras de verdadera sabiduría.
La novela se halla ambientada en la época de Gautama Buddha (siglo VI a. de C.) en la corte de un rey Rajput, siendo su protagonista el guerrero Virata (Virâta, voz sánscrita: n.m. 1. Una de las formas de Dios, 2. kshatriya, guerrero; adj.: “descomunal”, “poderoso”). Su argumento es como sigue. Una rebelión en el reino obliga al rey a poner al mando de sus ejércitos a Virata, famoso guerrero al que el pueblo otorga el título honorífico de “Espada centelleante”. Virata, fiel en el cumplimiento de sus deberes de casta, acepta defender al rey sin preguntar quiénes son los enemigos. Sofoca la rebelión y, tras el combate, al contar los muertos en el campo de batalla, descubre el cadáver de su hermano, muerto por su mano y cuyos ojos fríos le miran acusadores. La transformación se inicia. Es todo un símbolo en acción el que la novela transcurra en el época del Buddha, pues la compasión por los seres vivientes (kâruna) inunda el corazón del guerrero. Virata considera que, quien mata a un semejante, está matando a un hermano y renuncia a sus prerrogativas de general victorioso:
No puedo dirigir ninguna guerra, porque en la espada hay violencia y la violencia es enemiga del derecho. Quien participa en el pecado de matar es él mismo un muerto.
Aquí se inicia el error de Virata de no comprender la ilusoriedad del mundo fenoménico y creer que en verdad se muere y se mata, todo ello aparte de la ignominia que representa el desligarse de los deberes de casta. Tal renunciación se considera como síntoma de profunda ignorancia, pues la Gîtâ enfatiza claramente la obligatoriedad de la acción:
inayatM kuuÉ kma- %vaM kma- jyaayaao (kma-Na:
niyatam kuru karma tvam karma jyayo hyakarmanah /
(Ejecuta tu deber prescrito, pues la acción es mejor que la inacción. Bhagavad Gîtâ 3, 8)
Virata trueca la espada por el cetro de justicia y sigue en el servicio del rey, esta vez como juez, ya que éste no desea que se aparte de su lado. Su rectitud le vale al titulo de “Manantial de Justicia” y todos aceptan sumisamente sus decisiones. Así transcurren varios años, durante los cuales Virata nunca pronuncia una sentencia de muerte. Un día, ante un asesino al que condena a años de prisión, Virata siente de nuevo sobre él la mirada de su hermano, del hermano eterno. El reo pone en duda el conocimiento que todos le atribuyen, por hallarse basadas sus sentencias en el mero hablar de las gentes. Le pregunta si conoce la magnitud de los castigos que impone. Virata, decidido a obrar con rectitud y a entrar libre de culpa en la transmigración, se resuelve a encerrarse él mismo para conocer el sufrimiento en su propio cuerpo. Penetra de incógnito en la celda subterránea del condenado y le propone substituirle durante un mes, al término del cual el reo habrá de regresar para sacarle de allí.
Los treinta días de prisión se convierten para Virata en siglos de experiencias humanas y de transmutaciones espirituales. En la soledad obscura de la celda cree identificarse totalmente con el Absoluto, con “el dios de las mil formas”:
Aligerado su cuerpo de cualquier angustia de lo transitorio, parecíale hundirse más cada vez en la obscuridad, a manera de una piedra o de una negra raíz, pero henchido de nuevas generaciones, tal vez gusano hurgando en el terruño o planta cuyo tallo empuja para crecer, o simplemente que descansa fría en su bienaventurada inconsciencia.
Esta percepción del secreto divino dura dieciocho noches. Lo que había emprendido como experimento y expiación de culpas comienza a parecerle bienaventuranza. Tiene consciencia de la relatividad del tiempo y de la inmaterialidad del universo físico. Pero pronto la voluntad de vivir le hace salir de su éxtasis. Regresa a él el concepto del tiempo, confundido con el miedo y la esperanza, que dominan al hombre. Miedo de que el prisionero no regrese y esperanza de que sí lo haga. Virata grita, llora, golpea con su cabeza las paredes y no es ya en absoluto capaz de meditar sobre Dios.
Por fin se abre la celda. El prisionero está allí y también el rey, que le abraza y le elogia con admiración. Virata le comunica su saber recién adquirido:
¡Oh, rey! Me has llamado hombre justo, pero ahora yo tengo la convicción de que cualquiera que dicte sentencia es contrario a la justicia y se llena de culpa. No me des poder, rey, porque el poder llama a la acción. Sólo puede ser justo el que no interfiere en la vida de los demás ni en sus obras y vive en el retiro; nunca estuve más cerca del conocimiento ni más libre de culpa que cuando moraba en la soledad.
Virata cae aquí en el error que se indica en la Gîtâ:
ikM kma- ikmakmao-it kvayaao|Pya~ maaoihta:
kim karma kimakarmeti kavayohpyatra mohitâh /
(“Hasta los inteligentes se confunden en determinar lo que es la acción y lo que es la inacción.” Bhagavad Gîtâ 4,16). Tras esta experiencia, Virata se despide de su rey y se retira a la vida privada.
Ya en su hogar, Virata se dedica plenamente a su familia y a enriquecer su espíritu con la lectura de libros de conocimiento. En cuanto las relaciones humanas es su intento el no influir en el karma de sus semejantes. Pero la acción es la verdadera vida de las entidades vivientes:
na ih kiEca%xaNamaip jaatu itYz%yakma-kRt\\
kaya-to (vaXa: kma- sava-: p«kRitjaOgau-NaO:
a hi kashrchitkshanamapi jâtu tishthatyakarmakrit /
kâryate hyavashah karma sarvah prakrtijairgunaih //
(“Todos los hombres están irremediablemente forzados a actuar conforme a los impulsos nacidos de las modalidades de la naturaleza material; por lo tanto, nadie puede abstenerse de hacer algo, ni siquiera por un momento.” Bhagavad Gîtâ, 3,5). Nuestro personaje pasa, en consecuencia y casi sin percibirlo, a ejercer otro tipo de acción. Ya no es su decisión lo que se le pide, sino su experiencia. Los vecinos le consultan en asuntos domésticos y aceptan sus palabras, fiados en su sabiduría y ecuanimidad. Es así como adquiere el sobrenombre de “Campo del Buen Consejo”, el tercer nombre de la virtud.
Pero el fruto de la acción atrapa de nuevo a Virata. Percibe otra vez los ojos de su hermano en un esclavo que es azotado por negarse a trabajar. Entendiendo que no corresponde al hombre poseer al hombre, se encuentra ante un poderoso dilema: si castiga al servidor ejerce una decisión sobre el destino de éste. Si le libera de su esclavitud, hace que el peso del trabajo de sus tierras caiga sobre los hombros de sus hijos. La lógica que éstos aducen es inquebrantable: también se esclaviza a los búfalos que arrastran el arado y también en la boca de estos animales se halla el aliento del dios de las mil formas. De una forma un otra, Virata ha de decidir, ha de actuar. Este, una vez más, elige la inacción. Los libros le han aconsejado el desprecio de las propiedades materiales y Virata resuelve que son las posesiones las que obligan al hombre a pecar. Abandona familia y tierras y marcha a los bosques en búsqueda de paz interior y de la inacción deseada. No sabe aún que la acción es preferible siempre a una renuncia artificial:
tyaaostu kma-saMnyaasaa%kma-yaaogaao ivaiXaYyato
tayostu karmasannyâsâtkarmayogo vishishyate /
(“El trabajo en el servicio devocional es mejor que la renunciación al trabajo.” Bhagavad Gîtâ, 5,2).
Tras la turbulencia de la vida entre las pasiones humanas, Virata disfruta en un principio del goce de la soledad. “Estrella de la Soledad” es precisamente el nombre que recibe y la fama de santidad que en poco tiempo logra desvía los pasos de los cazadores hacia otros lugares. El bosque se convierte en un santuario por su sola presencia.
Han pasado años y Virata cree haber obtenido la paz, dedicado a una vida enteramente contemplativa y sin comunicarse con nadie. La descripción que Zweig nos hace de las experiencias de su protagonista en el mundo de la inacción es sumamente bella:
Veía cómo los caimanes se mordían y perseguían con verdadero furor, cómo los pájaros arrebataban del río los peces con sus picos puntiagudos y, a su vez, las serpientes, con movimientos súbitos, encerraban a los pájaros en sus anillos: la inmensa cadena del aniquilamiento se le aparecía como una ley contra la cual el conocimiento no podía nada. Satisfacíale sentirse puro espectador de estas luchas, sin complicidad en ellas.
Por otra parte, no es Virata el único en experimentar las satisfacciones de esta vida idílica, en comunión con la naturaleza y en persecución del perfeccionamiento espiritual. Su fama se extiende y pronto el bosque se llena de sanyasi, de ascetas que han renunciado a las vanidades mundanas y cultivan su espíritu. Virata les sonríe al cruzarse con ellos en los senderos; pero no les había ni perturba su silencio.
Circunstancias imprevistas le obligan en cierta ocasión a llegarse a la aldea, en donde todo el mundo se agolpa para verle y bendecirle. Pero en los ojos de una mujer ve de nuevo Virata aquéllos acusadores del hermano eterno, llenos esta vez de odio supremo. Quiere indagar la causa y la mujer le hace responsable de sus desgracias. “No soy el que te imaginas”, es su respuesta. “Vivo apartado de la gente y no cargo sobre mi’ con la culpa del destino de los otros.” Responde ella: “¿Dónde está, sabio, tu sabiduría, si ni siquiera sabes lo que conocen hasta los niños: que nadie se substrae a la acción ni a la ley de la culpa?” A continuación le desvela el motivo de su rencor: su marido, un honrado tejedor, la mantenía a ella junto con sus tres hijos. Un día oyó hablar de un santo –Virata– que moraba en los bosques y, deseoso de seguir su ejemplo, les abandonó. Los dos hijos mayores habían muerto y aquel día había expirado el tercero. Y Virata era el supremo y único culpable.
Es aquí y no antes donde el protagonista llega a comprender plenamente el sentido de lo que los libros le han enseñado: es imposible escapar de los frutos de la acción. No necesita tiempo para meditar sobre esta enseñanza, sino que asimila su sentido en aquel mismo instante y para siempre. Sabe que los pies del hombre están atados a la tierra y sus actos, a las leyes eternas. La inacción es también una acción y el hombre no puede escapar a los ojos del hermano eterno. Y esta experiencia le hace darse cuenta de lo que sólo en teoría sabía: que únicamente quien renuncia a los frutos de la acción es quien de verdad ha renunciado:
sava-kma-fla%yaagaM p«ahus%yaagaM ivacaxaNaa:
sarvakarmaphalatyâgam prâhustyâgam vichakshanâh /
(“A lo que los sabios llaman renunciación es al resultado de todas las actividades.” Bhagavad Gîtâ, 18,2).
Toma entonces Virata una drástica y certera decisión: cuando el propio rey acude para honrar al superior de entre sus súbditos, el que repetidamente renunció a los mayores honores y parece haber alcanzado lo alcanzable en esta tierra, toca la orla de las vestiduras del rey, en señal de petición y solicita de él que le conceda en su palacio un empleo de subalterno. Tras el asombro del monarca se llega a una conversación transcendental en la que Virata le refiere lo que ha aprendido: “El libre no tiene tal libertad y el inactivo no por serlo escapa al error. Sólo es libre quien trabaja sin querer más que el trabajo mismo. Sólo la media parte del acto es labor nuestra.” El rey no consigue percibir la libertad en la acción controlada y no puede valerse por tanto de las enseñanzas de Virata. Para todo conocimiento existe un momento y un estadio y al monarca que no entiende sus palabras, le dice: “Bueno es, rey, que no las entiendas. ¿Cómo podrías ser rey todavía y mandar, si las entendieras?”
Desde ese día hasta el momento de su muerte, Virata cuida los perros del palacio con gran dedicación y cariño. Es un trabajo que ejecuta a conciencia y del que plenamente goza, pues sus resultados no causan en él ninguna perturbación a sus sentidos, ninguna avaricia, ninguna vanidad:
%ya@%vaa kma-flaasaMgaM ina%yatRPtao inaraEaya:
kma-NyaiBap«vaR<ao|ip naOva ikMica%kraoit sa:
tyaktvâ karmaphalâsangam nityatirpto nirâshrayah /
karmanyabhipravritohpi naiva kimchitkaroti sah /
(“Abandonando todo apego por los resultados de las actividades, el hombre no ejecuta ninguna acción fruitiva, aunque se ocupe en toda clase de actividades.” Bhagavad Gîtâ, 4,20).
Virata sabe ahora que el fuego del conocimiento perfecto quema las acciones fruitivas y que el que descubre este secreto supera fácilmente al mundo material y se encuentra en vías de liberarse. Con el paso del tiempo, todos en el reino le olvidan. Muere independiente y satisfecho, solitario; cumpliendo su deber en el mundo pero con su espíritu concentrado en el Absoluto. Los perros lloran y aúllan sobre su cadáver y luego le olvidan asimismo.
Este el fin de Virata, sobre el que Zweig no se detiene a decirnos si hubo de reencarnar o consiguió, por lo profundo de su conocimiento, liberarse de la gran Rueda de los Renacimientos. El autor deja la interpretación a los lectores. Pero aquellos que conozcan la historia de Virata, a quien su pueblo ensalzó con los cuatro nombres de la virtud y cuya leyenda no consta escrita en las crónicas de los soberanos ni en los libros de los sabios, difícilmente podrán hallar más exacto ejemplo de lo que se dice en el Canto del Supremo:
kma-Nyakma- ya: pXyaodkma-iNa ca kma- ya:
sa bauiwmaanmanauYyaoYau sa yau>: kR%snakma-kRt\\
karmanyakarma yah pashyedakarmani cha karma yah /
sa buddhimânmanushyeshu sa yuktah kritsnakarmakrit //
(“Aquel que ve la inacción en la acción y la acción en la inacción, es sabio entre los hombres.” Bhagavad Gîtâ, 4, 18).