Aproximadamente hasta el año 4000 a. de C. toda la literatura era oral. A partir de ese milenio comenzaron a surgir formas escritas en Egipto y Mesopotamia y se recogió por escrito mucha literatura anterior, aunque tan sólo una parte muy pequeña se ha conservado. Sin embargo, la tradición oral no se perdió y narradores iletrados continuaron creando y transmitiendo historias en prosa y verso.
A la India se la ha considerado tradicionalmente el país de las historias por excelencia. El pueblo indio, probablemente más que ningún otro, supo servirse de la magia de la ficción para traspasar de generación en generación sus experiencias; y estas expresiones alegóricas y artísticas han sido en la India desde antiguo la forma didáctica más extendida, en forma de cuento apologal, especialmente dirigido a los jóvenes.
Estos cuentos tuvieron una relación muy intensa con la literatura filosófica y teológica de la época védica. Hasta el momento es difícil saber con certeza si el ejemplo narrativo que sirve como ilustración a un texto filosófico fue creación de un pensador en concreto o si ya existía con anterioridad y se utilizó meramente por su potencial comunicativo y didáctico. Lo que sí se sabe es que hubo gran manipulación de los textos y de las historias y, consecuentemente, muchas y variadas versiones de un motivo narrativo. El mismo cuento se recogía en una colección, ilustraba un tratado teológico, era cantado por los juglares y representado en forma teatral, originando una gran amplitud de significados. Esta profusión de usos de una misma historia, en el contexto indio, ha desvirtuado en ocasiones su sentido, mas ha determinado su perduración: es más difícil que un tema se pierda, si se encuentra en varios géneros. Ésta es la razón de la riqueza de la cuentística india a lo largo de los siglos, que, a través de los árabes, nutrió incluso a Occidente con gran cantidad de material de ficción.
La autoría de estos textos constituye un problema para los investigadores, ya que las prácticas de elaboración de libros en la antigua India diferían mucho de las que nosotros conocemos hoy. Todo el material formaba parte del acervo oral común antes de que se transcribiera y se basaba en los recuerdos de la primitiva comunidad de los pueblos arios, como parece indicar el que se encuentren algunos de ellos en ramas de la misma familia, especialmente en las tradiciones germánicas. Posteriormente se recopilaron en colecciones diversas. La aparición de episodios de estas narraciones en bajorrelieves y grupos escultóricos son prueba fehaciente de su gran antigüedad.
Esta tradición, además, variaba mucho según las regiones y las lenguas, difiriendo por ello las historias y hasta el simbolismo de sus personajes. La mayor parte de los textos se compilaban, no se creaban y las diversas partes de estas recopilaciones muestran entre sí diferencias notables de estilo, lo que induce a pensar en varios escritores publicando bajo el nombre de un autor principal. Dichas diferencias son apreciables por la mayor o menor abundancia de diálogos, los aspectos descriptivos, el empleo preferente de unas figuras retóricas sobre otras e incluso el nivel gramatical del sánscrito empleado.
Existe asimismo la posibilidad de que los compiladores no utilizaran sus nombres reales, sino otros genéricos. Téngase en cuenta que la mayoría de las veces los autores aparecen también como protagonistas de algunas de las narraciones que nos ofrecen, de ahí que con el tiempo se haya pasado a considerar a alguno de éstos como un personaje mitológico o incluso de origen semidivino. Aceptada esta premisa, los cuentos pasaban a tener la categoría de texto revelado y la lección moral que contenía trascendía el plano meramente literario y quedaba respaldada por la ortodoxia religiosa.
En cuanto a las principales colecciones de cuentos, existe una serie de obras mayores de este género que es interesante mencionar.
El libro titulado Brihatkathâ o «Grandes relatos» —hoy perdido— fue probablemente la obra más rica de la narrativa india antigua. Contenía 700.000 versos. La tradición dice que el dios Shiva fue el primer narrador de esta obra y que su autor, Gunâdhya, la escribió con su propia sangre sobre cortezas de árbol.
El Kathâsaritsâgara o el «Océano de corrientes de cuentos» es la más amplia y famosa colección de cuentos indios conservada hasta la fecha. Su autor fue el brahmán Somadeva. Compuso la obra en la segunda mitad del siglo XI.
Es una obra que destaca por su especial interés para la historia de la literatura india y para el conocimiento de las costumbres y la vida del país en el período clásico. Además, es la fuente de muchas de las narraciones de Las mil y una noches.
El Dashakumâracharita o «Las aventuras de los diez príncipes» es una pieza narrativa india compuesta a principio del siglo VIII, variada y rica en elementos fantásticos, ambientadas en una India exquisita y refinada.
La colección sánscrita de cuentos titulada Pañchatantra (»Los cinco libros») es quizá la obra narrativa hindú más conocida en Occidente, donde se hicieron durante la Edad Media numerosas versiones en diversas lenguas. Su autor fue Vishnu Sharman, del que casi nada se sabe. La redacción de estos cuentos doctrinarios se remonta aproximadamente a un periodo comprendido entre los siglos II y VI. Se le considera modelo del género narrativo didáctico y el objetivo que perseguía primordialmente era enseñar la ciencia política a los jóvenes príncipes, aunque su contenido tiene una influencia más amplia y puede considerarse un tratado para triunfar en sociedad.
Los Jâtaka o «Relatos del nacimiento» son una colección de 574 historias en lengua palí sobre las encarnaciones anteriores de Sidhârtha Gautama, que le llevaron a alcanzar el estado de Buddha. Este texto es obra esencial del budismo, tanto desde el punto de vista religioso como desde el literario. Narran las numerosas existencias en las que el Buddha asumió formas de hombre, animal o dios, para ayudar a aliviar el sufrimiento de las criaturas.
Y así se podrían mencionar otras muchas colecciones.
Un punto a destacar sobre todas ellas es que han servido de base, en gran parte, a la cuentística occidental. Pero estas narraciones no son únicamente indias: muchas de ellas son adaptaciones de cuentos del extremo oriente: China y Japón. Bien es verdad que en la India se codifican y popularizan, pasando a la tradición cultural árabe, que las asimila y difunde en la Europa medieval.
Los objetivos de estas historias eran diversos. Uno de los más generalizados era el difundir enseñanzas espirituales y proteger el conocimiento sagrado. De hecho, los maestros religiosos solían emplear en sus enseñanzas parábolas tomadas de diversas fuentes que se interpolaron después en los escritos de índole filosófica de explicación de los Veda. También se empleaban frecuentemente los cuentos como objeto de enseñanza práctica, derivando de ellos una literatura ética, fundamental en la educación de los jóvenes indios. Cada cuento ejemplificaba una lección específica de moralidad, con un sentido oculto que el estudiante debía buscar y aprender. Estos relatos daban ejemplos de conducta y tendían a enseñar cómo lograr uno de los cuatro Purushârtha u objetivos de la vida humana según el canon hindú: el artha o beneficio. Servían asimismo para enseñar a las gentes a defenderse de peligros inesperados, para que éstas conocieran mejor las interacciones sociales de los seres humanos y para prevenir contra tópicos, tabúes y supersticiones. Otra finalidad importante de estas narraciones era la lúdica, el mero entretenimiento. Se contaban en voz alta estos cuentos para ayudar a las gentes a permanecer despiertas durante las vigilias religiosas, para el pastoreo o durante las épocas de cosecha. También eran útiles como prólogo a discursos y sermones, como parte de las ofrendas y de las celebraciones religiosas del calendario ritual, y se consideraba que entrañaban una influencia benéfica tanto para los que los oían como para los que los narraban.
Las técnicas narrativas eran también muy específicas, puesto que debían lograr una inteligibilidad generalizada para sectores distintos de la sociedad y, al mismo tiempo, debía procurarse que fueran fáciles de recordar para su transmisión oral. Por ello se empleaban repeticiones, fórmulas concretas de prosa, interpolaciones ya conocidas, intertextualidad, personajes simbólicos, tópicos literarios, refranes, canciones, proverbios, acertijos, etc.
Su estructura formal es la típica en la India. Siguen la forma de novela—marco, con multitud de cuentos dentro de otros cuentos, lo que permite fácilmente al narrador intervenir en la historia, así como contar un relato en el que él personalmente ha intervenido. Este procedimiento es típicamente oriental y tiende a reafirmar la idea de un tiempo no lineal, en el que los instante concretos pueden superponerse. Proporciona, además, un original ambiente de magia en donde lo imposible puede llegar a realizarse.
Este sistema de novela-marco permite gran variedad de contenidos: relatos fantásticos con intervención de genios y demonios, leyendas del mar, viajes y aventuras por tierra, historias picarescas, de amor y de otros muchos temas que tienden a celebrar la vida terrena y sus goces, todo en el mismo libro, lo que ayudaba a satisfacer todo tipo de gustos.
Pero lo interesante es su manera de enlazar todos estos contenidos. En el Dashakumâracharita, ya mencionado, diez príncipes se reúnen y se cuentan sus aventuras y sus experiencias. En los Jâtaka el Buddha, con motivo de un acontecimiento en su vida, recuerda un episodio de una vida anterior y lo comunica a sus discípulos. En el Simhâsanadvâtrimshikâ (»Los treinta y dos cuentos del trono»), treinta y dos estatuas de piedra de un palacio narran las hazañas de un rey con el propósito de indicar que nadie debe ostentar un puesto de mando sin tener las cualidades que se describen en las narraciones. El Vetâlapañchavimshatikâ, (»Los veinticinco cuentos del vampiro») tiene una estructura curiosa. El cuento—marco nos habla de un rey que, por una promesa, debe transportar un cadáver en el que mora un espíritu maligno sin responder a lo que éste le pregunte. Pero el sentido de la justicia del rey le impele a dar su opinión una y otra vez sobre los problemas y acertijos relativos al buen gobierno que el cadáver le plantea, por lo que éste escapa y el rey se ve obligado a repetir su trayecto. Otro ejemplo curioso es el del Shukasaptati (»Las setenta historias de un papagayo»). En ella un papagayo, durante sesenta y nueve noches, le cuenta al protagonista otras tantas historias, en cada una de las cuales se describe cómo una persona, de modo más o menos hábil, logra salir de una situación difícil.
La temática de estas historias es en extremo variada, abarcando desde lo épico a lo cotidiano. Es de destacar el que todas ellas intentan lograr inteligibilidad cultural en todas las zonas de la India. Las diferencias regionales no se acentúan y muchas veces ignoramos en dónde exactamente se sitúa la acción, pues los autores pretenden que su mensaje no se vea mermado por factores regionales y llegue por igual a todos los habitantes de la península indogangética.
Básicamente, podemos clasificar la temática de estas historias en cuatro grandes grupos. Hablaremos sucintamente de cada uno, destacando sus principales elementos e incluyendo un breve cuento ilustrativo para mejor entender lo expuesto.
La primera sección sería la de temática filosófica y es en extremo interesante. Mediante argumentos sencillos, pero siempre originales y no exentos de humor, se ponen de relieve los postulados fundamentales del hinduismo, acercándolos al pueblo y adaptándolos a la comprensión de los jóvenes. Estos cuentos nos hablan, por ejemplo, del panteísmo: la noción de que todo lo que existe es una única cosa y que es de origen divino, el concepto de que Dios es todo lo que vemos y lo que no vemos y que en él se incluyen todos los aspectos positivos y negativos de la naturaleza. Un personaje de una narración está convencido de la naturaleza divina de las cosas. Al entrar en un pueblo, ve a un elefante que se dirige corriendo hacia él. Escucha las voces de varias personas que le gritan que el elefante está enloquecido y que se aparte de su camino. Él no lo hace, es arrollado por el animal y queda maltrecho. Cuando se le pregunta por qué no se apartó, afirma que el elefante es de naturaleza divina, luego ¿por qué habría de temer a Dios? La respuesta que se le da es que quien le advirtió del peligro y le dijo que se apartara también era de naturaleza divina, luego ¿por qué no hizo caso de lo que Dios le decía?
En estas narraciones filosóficas se trata también de la naturaleza invariable de las cosas, de cómo todo responde a su propia esencia. Un chacal, perseguido por unos perros, cae en el barreño de tinte azul de un tintorero y comienza a ser reverenciado como una criatura semidivina por los animales del bosque, debido a su singular color. Pero una noche, en sueños, comienza a aullar, pues no puede traicionar su naturaleza de chacal, por lo que su verdadera identidad es descubierta. El chacal recibe su castigo.
La enseñanza de la ilusoriedad del mundo fenoménico, de que todo lo que vemos es mâyâ, un engaño de los sentidos que no tiene verdadera entidad de por sí, queda ilustrada en narraciones como la de un asceta peregrino que encuentra un lingote de oro en un bosque. Decide abandonar su vida de religión y, para que no se lo roben, entierra el lingote y deja un montículo de tierra para señalar el lugar. La gente le contempla y cree que el hacer montículos de tierra es una práctica religiosa aconsejable, puesto que un venerable asceta la estaba haciendo. Todos comienzan a imitarle y cuando, días después, el asceta regresa al lugar para recuperar su tesoro, se encuentra cientos de montones de tierra. No puede hallar el suyo y se da cuenta de lo efímero de las posesiones de este mundo.
También ilustran estos cuentos otros principios fundamentales, como la noción de karma, o ley de causa y efecto, el principio de la reencarnación o el postulado hindú fundamental de la relatividad del tiempo, explicado mediante una bonita historia, que incluyo a continuación, titulada Una vida dentro de otra vida.
Durante muchos años un asceta brahmán hizo austeridades y penitencias a la orilla de un río, para conmover a los dioses y que éstos le contaran qué sucedía tras la muerte del cuerpo. Sus ofrendas fueron numerosas.
Finalmente, los dioses le escucharon.
Una mañana, mientras se bañaba en el río, sintió un desmayo. Su espíritu abandonó su cuerpo flotando en las aguas y el brahmán se sintió renacer en el cuerpo recién nacido del hijo de un zapatero.
Como hijo del zapatero el muchacho creció, aprendió el oficio de su padre, se casó y se convirtió a su vez en cabeza de una gran familia. Sólo entonces recordó parte de su vida pasada y de su condición de brahmán. Entonces abandonó a su esposa e hijos y marchó a otro reino.
Sucedió que el rey acababa de morir sin descendencia y, según era costumbre en el lugar, se había soltado por las calles de la ciudad a un elefante sagrado para que eligiera un sucesor al trono. El elefante se detuvo junto al brahmán y le rodeo el cuello con su trompa. Las gentes que seguían al paquidermo prorrumpieron en gritos de júbilo, aclamando al recién elegido monarca. Este comenzó a reinar con justicia e hizo llamar a su familia para que viviera en su compañía.
Todo fue bien durante un tiempo pero las gentes, conocedoras del antiguo oficio de su nuevo rey, comenzaron a protestar. ¿Así es que el rey pertenecía a la clase de los intocables, a los sin casta? ¿Había sido antes zapatero? Aquello era una vergüenza.
Poco a poco el descontento se apoderó del reino. Muchos se sentían engañados. Algunos se levantaron en armas y provocaron una guerra civil. Los más abandonaron el reino y otros optaron por acabar con sus vidas. El rey mismo no pudo soportar el caos y se inmoló a si mismo en el fuego.
Su alma entonces entró de nuevo en el cuerpo del asceta que flotaba en el río. Volviendo a la vida en su forma primera, el brahmán marchó hacía su casa, donde su esposa le recibió como si no hubiera transcurrido el tiempo.
»¿Es esto, pues, lo que sucede cuando se acaba la vida?», se preguntó el asceta. «¿Todo esto me ha acaecido en realidad? ¿O ha sido un sueño?»
Unos días más tarde un mendigo llamó a su puerta. El brahmán le dio de comer mientras el hombre le contaba que había huido de su reino, en donde un zapatero había usurpado el trono, dando lugar a innumerables sufrimientos y trastornos.
»Cómo puede ser tal cosa», pensó. «He vivido como zapatero durante varios años y luego he sido rey durante muchos más. Cuando finalmente me convenzo de que todo era un sueño, llega este hombre a mi casa y confirma la verdad de tales sucesos. ¡Y mi esposa asegura que no he estado mucho tiempo ausente de casa esta mañana! Debo creerla, pues no parece en absoluto avejentada ni en mi hogar nada ha cambiado. Quizá el alma del hombre pasa a través de varios estadios de existencia según sus pensamientos, sus palabras y sus obras. Quizá en el más allá el tiempo tiene un valor diferente: los días son eones y los eones sólo son días.»
El segundo grupo sería el de los temas religiosos y con finalidad moralizante. Un elemento común a casi toda la narrativa india es su relación con los temas mitológicos, símbolos de una cosmogonía muy concreta, que determina el ethos indio, su forma de pensar, su carácter. En estos cuentos, incluso en los más profanos, se mencionan y se recrean los mitos, las historias de los dioses y los héroes y todo el contenido sobrenatural que el indio reverenciaba en la naturaleza y que cobra gran importancia y se asocia a narraciones sobre el origen de los templos y lugares de culto, del sentido de las peregrinaciones, de los ayunos y penitencias y su razón de ser. Muchos de estos cuentos están destinados a aumentar la devoción del que los escucha, presentando la espiritualidad y la vida religiosa como una actividad gratificante, en donde el esfuerzo se ve siempre recompensado. Existen infinidad de versiones de la historia del hombre que acude sin ninguna gana a la lectura de un libro sagrado y, aun así, obtiene los frutos de haberlo escuchado. O, paralelamente, el cuento del hombre que se interna en un bosque, es perseguido por un lobo y se refugia en un árbol para escapar de su perseguidor. El lobo le acecha durante toda la noche y el hombre, naturalmente, permanece despierto. Tal noche resulta ser la fiesta dedicada a un dios y todo el que permanece en vigilia durante ella adquiere gran mérito religioso, por lo que el protagonista de la historia lo logra también.
El contenido moralizante de estas historias es muy alto, ya que están concebidas —como ya hemos indicado— para formar a los jóvenes en la virtud. Así, se previene contra toda suerte de vicios o pecados. Por ejemplo, se ataca magistralmente a la envidia en la historia de dos amigos que se encuentran y se cuentan lo que piensan hacer esa tarde. Uno planea dirigirse a escuchar un sermón religioso, del que quiere obtener gran provecho para su espíritu. El otro se dirige a visitar a una cortesana de gran hermosura, en cuyos brazos piensa pasar una noche muy agradable. Los amigos se despiden y se encaminan a sus respectivos destinos, pero ambos quedan pensando en la actividad del otro y envidiándole. El que se encamina al templo no puede aprender nada del sermón religioso, puesto que su pensamiento está centrado en lo mucho que estará disfrutando su amigo con aquella mujer. Por otra parte, el otro hombre no consigue disfrutar del amor de la cortesana, pues piensa que lo que tendría que haber hecho era dirigirse él también a escuchar palabras santas.
Es frecuente en estas historias encontrar una intensa interacción entre dioses, héroes, seres humanos y, sobre todo, el elemento mágico, que permite el milagro (uno de los temas recurrentes en este tipo de narraciones) y las transformaciones de unos seres en otros, lo que sucede especialmente con las serpientes que, según la tradición india más antigua, pueden cambiar de forma a voluntad. Estos cuentos no suelen glorificar la magia, sino que, por el contrario, la critican y muestran muchos ejemplos de las contrariedades que su uso puede acarrear. En un ejemplo representativo, varios ascetas intentan impresionarse unos a otros con sus poderes mágicos. Uno de ellos crea a un tigre del barro. Otro, le da forma y color. Un tercero le infunde el hálito vital y, finalmente, el tigre cobra plena vida y devora a sus creadores. La magia —nos dicen estos cuentos— es peligrosa o, cuanto menos, inútil. No se ha de confundir con la verdadera evolución espiritual y la búsqueda de poderes queda únicamente para gentes de mentalidad inferior, como ilustra el cuento siguiente:
Un hombre se hallaba meditando a orillas de un río, concentrado en el nombre de Dios, cuando un asceta que se encontraba en la otra orilla decidió impresionarle con sus poderes mágicos.
Para ello se dirigió hacia el hombre caminando sobre el agua. Sus pies parecían rozar levemente la superficie y era como si el asceta no pesara en absoluto y flotara en el aire. Todas las gentes que presenciaron el milagro quedaron sobrecogidas ante el poder de aquel asceta.
El hombre hacia el que el asceta se dirigía, apenas levantó la vista y no dio ninguna muestra de sorpresa ni admiración.
El asceta le preguntó:
—¿Has visto cómo he caminado sobre el agua? ¿Te has dado cuenta de lo difícil que eso resulta? Con mi poder desafío incluso a las más potentes fuerzas de la naturaleza.
—¡Oh, sí, te he visto! —respondió el hombre que meditaba, sin mostrar ningún entusiasmo—. Has caminado sobre el agua. ¿Dónde aprendiste a hacerlo?
—En lo más recóndito de los montes Himalaya, en medio de las nieves eternas y de todas suerte de incomodidades. Para adquirir este poder he ayunado seis días a la semana, he soportado el frío, he mortificado mi cuerpo, lo he cubierto de cenizas, me he mantenido erguido sobre un sólo pie durante meses, hasta reunir la fuerza que me permite llevar a cabo el prodigio que tú mismo has presenciado.
—¿Y cuánto tiempo te ha tomado toda esa actividad ascética? ¿Cuánto has tardado en lograr tu poder?
—He conseguido este poder tras veinte años de penitencias —contestó, lleno de orgullo, el asceta.
Y entonces el hombre le dijo:
—¿En serio? No comprendo por qué te tomaste tanto trabajo durante tanto tiempo. Por una pequeña moneda de cobre, el barquero del lugar puede cruzarte al otro lado del río. En verdad que tus esfuerzos no significan sino veinte años perdidos.
Son particularmente del agrado del lector indio las historias que se basan en la inteligencia práctica de los protagonistas. De esta manera se ejercitaba el intelecto de los jóvenes a los que los cuentos iban dirigidos y se les ponía como modelo a seguir al intelectual en el sentido más intrínseco, o sea: la persona que emplea su mente de manera ordenada, sistemática y continua para desenvolverse en el mundo.
Muchas veces los distintos tipos de mentalidades quedan representadas mediante animales, pues es sabido el gusto indio por las fábulas. Otro de los esquemas típicos es el del problema presentado ante el rey y la intervención de un sabio ministros que resuelve inteligentemente el problema. La historia del campesino inteligente que llega por méritos propios a ser consejero del mismo rey, se ha convertido prácticamente en un tópico en este tipo de cuentos, donde se tocan temas de alta política, de convivencia social, de rentabilidad y provecho y también relacionados con problemas teóricos. Son, en definitiva, una exaltación de la razón.
Algunos de ellos presentan una problemática compleja, para estimular al lector y hacer que reflexione por su cuenta para hallar la solución. En un famoso cuento, un águila atrapa a una serpiente y, remontando el vuelo, la despedaza entre sus garras. Del cuerpo de la serpiente cae el veneno sobre un cántaro de leche que una criada llevaba en la cabeza. Con esa leche se fabrica un yogur que envenena a varios invitados a una cena. Y se plantea la cuestión: ¿quién es el responsable de esas muertes? ¿El ave que extrajo el veneno, la serpiente que lo proporcionó, la criada que no tapó el cántaro de leche, el anfitrión que no probó antes la comida que iba a dar a sus invitados, el azar que concatenó los acontecimientos, o el destino particular de los invitados, que tenían indefectiblemente que morir esa noche? Aunque podamos no estar de acuerdo con la solución que se ofrece al final de la historia, es innegable su capacidad para despertar nuestro interés y obligarnos a pensar.
Se trata en estos cuentos también, lógicamente, de todos los asuntos relacionados con la justicia teórica y su implementación y se tocan con habilidad e ingenio los planteamientos de problemas insolubles. Un rey injusto amenaza con la muerte a su consejero si no le consigue decir en el plazo de un año cuánto mide el perímetro de la tierra y cuántas estrellas hay en el cielo. Al cabo del tiempo fijado, el consejero se presenta en palacio con cien carros llenos de rollos de cuerda y varios centenares de ovejas. El perímetro de la tierra dice— mide la distancia que cubren todas aquellas cuerdas extendidas. Las estrellas del cielo —continúa— son tantas como pelos tienen todas las ovejas del rebaño. Si el rey cree que se ha equivocado en el número y las medidas —agrega— puede contarlas él mismo para cerciorarse.
Ejemplo perfecto de este tipo de narraciones es el que se titula Los palacios llenos:
He aquí que un rey, abocado a una cercana muerte, se halló en el amargo dilema de escoger de entre sus tres hijos a aquél que de mejor y más sabia manera pudiera sucederle. Había confiado en el transcurso de los años para conocerles bien y llegar a saber cuál sería el más idóneo gobernante, pero una enfermedad le obligaba a tomar su decisión en breve tiempo.
—Me sucederá en el trono —les comunicó— quien demuestre mayor capacidad de administración. El reino es pobre, ya lo sabéis. Los recursos son escasos y quien reine cuando yo falte deberá, ante todo, saber traer la prosperidad a nuestro pueblo.
Los tres príncipes escucharon con atención a su padre.
—Mediré vuestro ingenio —prosiguió el rey— mediante una prueba. Todos conocéis los tres palacetes que se alzan a orillas del río. Los tres tienen un solo recinto, una sola cámara de gran altura; los tres tienen las mismas dimensiones. Heredará mi trono quien, en el plazo de diez días, consiga llenar uno de ellos completamente con los medios que yo le proporcionaré.
—¿Qué nos darás, padre? —inquirió el mayor de los hijos.
—Una moneda de oro será lo que os daré —fue la respuesta—. Qué adquirir con ella es algo que dejo a vuestro albedrío. Únicamente sabed que el recinto del palacio ha de llenarse hasta el último rincón, desde el suelo hasta el techo; que no debe quedar ni el más pequeño espacio sin ocupar.
Dándole a cada uno una moneda, les despidió de su presencia.
»He aquí un difícil acertijo», díjose el mayor de los príncipes. «Una moneda de oro no vale mucho en nuestro reino. Pocas cosas pueden comprarse con ella. De hecho, casi nada: dos o tres sacos de arroz, un vestido, alguna pequeña joya, quizá. Es inútil el intentar comprar nada que llene un recinto tan ancho y tan alto. ¿Qué solución me queda, si deseo heredar a mi padre?»
Convencido de que una moneda no iba a bastar a su propósito, el hijo mayor decidió que la única opción era reunir más dinero con el que comprar la mercancía que llenara el palacio. El príncipe no disponía de una fortuna personal, pues todas sus necesidades estaban cubiertas en la corte del rey, su padre. Por ello pensó en apostar la moneda de oro en cualquier juego de azar, con la esperanza de ganar.
«Confío mi vida al azar», penso. «Dedicaré los diez días a jugar y, si la suerte me favorece, ganaré y seré rey. Si no es así, lo habré intentado al menos.»
El príncipe apostó su moneda de oro a un juego y rápidamente la perdió.
»La respuesta al asunto está en no interpretar las palabras literalmente», se dijo el segundo hijo. Es obvio que nada puede comprarse tan barato que, con una moneda, la cantidad llene ningún palacete. Habré, pues, de llenarlo de algo que se consiga sin tener que pagarlo. ¿Qué existe en todas partes en abundancia, algo que nadie quiera, que todos te cedan sin protestar?»
Tras mucho meditar el segundo hijo creyó haber dado con la respuesta. «¡Basura! ¡Basura, eso es! Los desperdicios de la gente, los restos de comida, las telas sucias. Nada me costará todo ello. Lo único que habré de hacer es acarrear la basura hasta el palacio y hacer que éste rebose de ella. Confiaré mi vida al trabajo. Dedicaré los diez días a transportar basura», se dijo, poniéndose manos a la obra.
Durante nueve días el príncipe llenó una y otra vez con desperdicios un carro, que penosamente empujaba hasta el palacio, descargándolo allí. Las gentes se reían al ver al príncipe recoger avaramente sus residuos, pero él no cejaba en su empeño.
Al amanecer del décimo día, el príncipe estaba exhausto, era ya incapaz de tenerse en pie por el esfuerzo realizado. Su fuerzas le habían abandonado y el palacete estaba únicamente lleno hasta la mitad. Con la moneda de oro contrató los servicios de algunos hombres para que trabajaran por él. Estos continuaron su labor durante toda la mañana y parte de la tarde. Iba ya a anochecer, cuando acabaron las horas de labor de los jornaleros. El segundo palacio aún no estaba lleno.
El tercer príncipe confió su vida a su mente.
Cuando en la noche del décimo día el rey se dirigió al río, para ver el resultado de su prueba quedó decepcionado ante el primer palacio vacío. En él se hallaba su hijo mayor, sentado en la puerta y con gran expresión de abatimiento.
—¿Cómo empleaste tu moneda? —quiso saber el rey.
—La invertí, padre. Pero fue inútil. Habías pedido un imposible.
El rey caminó hasta el siguiente palacio y halló a su segundo hijo, vestido con ropas rotas y sucias.
—No necesito saber lo que intentaste— le dijo—. Hasta aquí llega el infernal olor de la basura con que quisiste ganar un reino.
El monarca encontró al tercer hijo a las puertas del tercer palacio.
—¿Qué hiciste con la moneda que te di? —le preguntó.
—Me sobraba, padre, por lo que la entregué a unos pobres campesinos.
—Eso es meritorio —respondió el monarca, sorprendido—. Pero, ¿y la prueba?
—Ven conmigo.
Ambos entraron en el tercer palacio que, a la luz de la luna, aparecía totalmente vacío. Únicamente en mitad del recinto, había unos pequeños haces de leña.
—¿Y bien? —inquirió el rey
—Aquí tienes mi respuesta, padre —dijo el tercer príncipe, mientras prendía fuego a la leña—. ¡En este mismo instante he llenado tu palacio de luz!
El último grupo temático a destacar sería el de las narraciones humorísticas, por lo general de tono satírico. El humor indio se basa principalmente en una sátira de las costumbres y los vicios de las gentes. Estos cuentos, aparte de mero entretenimiento, sirven para purgar a la sociedad de sus lacras. Bien es verdad que son tratamientos ligeros, que procuran siempre no herir profundamente, pero aun así cumplen perfectamente su función, en un tono amable y desenfadado.
Se nos describe, por ejemplo, la historia del hombre que tenía dos esposas: una mayor que él y otra más joven. La de más edad le arrancaba a su marido los cabellos negros de la cabeza, cuando iba a visitarla. para que él pareciese más viejo y no se notase tanto la diferencia de edad. Cuando el hombre iba a pasar un tiempo con la esposa más joven, ésta le quitaba las canas. Finalmente, el hombre que quiso tener dos esposas acabó completamente calvo.
Uno de los defectos del pueblo indio que más satirizan estas historias es el del cotilleo y el gusto por las habladurías. Un campesino le refiere a su esposa que, tras ingerir un alimento, se ha sacado de la boca una pequeña pluma blanca, al parecer de garza. La mujer cuenta este raro fenómeno a su vecina y pronto comienza a suceder lo inevitable. Al medio día las gentes del pueblo aseguran que el campesino había escupido una garza entera. Por la tarde, ya no es una, sino varias las garzas que el campesino arrojaba por la boca. Al día siguiente, a decir de todos, el hombre escupía sin cesar garzas, cigüeñas y pelícanos que, nada más salir, remontaban el vuelo hacia el sur. Dos días después, todas las gentes de los pueblos vecinos se dirigían andando o en carros de bueyes a la casa del campesino a presenciar el fenómeno y creían firmemente que en aquel pueblo ya no se divisaba el sol, pues el gran número de aves que salían de su boca lo oscurecían. El hombre hubo de escapar corriendo de todas aquellas gentes que le perseguían para contemplar el supuesto milagro.
La clase social descrita y satirizada principalmente en estas narraciones es la de los brahmanes, los sacerdotes, que ejercían gran influjo sobre el pueblo indio. En ellas se les ridiculiza frecuentemente y se les despoja del aire de superioridad que tenían, pues su vanidad era el elemento que más reacción producía. Es interesante el cuento de los sacerdotes estúpidos.
Sucedió que cuatro sacerdotes brahmanes coincidieron en el camino cuando se dirigían hacia un famoso templo en el que iban a tener lugar unas celebraciones religiosas. Los cuatro eran bastante fatuos y se vanagloriaban mucho de su inteligencia y saber y, durante el trayecto, no dejaron de darse importancia y de intentar parecer superiores a sus compañeros.
Llevaban un buen trecho andado sin encontrarse con nadie cuando se cruzaron con un soldado que venía en dirección contraria. El soldado, al verles, les saludó y prosiguió su camino.
—¿Habéis visto con qué respeto me ha saludado? —preguntó a los otros uno de los sacerdotes, cuando el soldado se hubo alejado—. Bien se nota que ese hombre sabe conocer a la gente superior.
—No te saludó a ti, sino a mí —indicó su compañero.
—Estáis ambos equivocados —dijo un tercero—. El soldado se dirigía a mí cuando nos dio su saludo e hizo su cortés reverencia. Se nota que supo distinguirme como el más erudito y merecedor de respeto de entre los cuatro.
—Yo fui al que iba dirigido el saludo, pues puedo asegurar que me miraba cuando lo hizo —intervino el cuarto.
Los sacerdotes no lograron ponerse de acuerdo sobre a quién había saludado el soldado. La discusión sobre sus respectivas importancias tomó mal cariz y estuvieron a punto de llegar a las manos. Finalmente decidieron volver sobre sus pasos, encontrar al soldado y que éste mismo les dijera a quién había saludado. Así lo hicieron.
Cuando el soldado supo el motivo de la querella de los sacerdotes, quedó completamente defraudado.
—Debería daros vergüenza —dijo— el discutir por un asunto tan nimio. Yo os creía personas sensatas, inteligentes, instruidas y dignas, por tanto, de respeto. Siempre pensé que los sacerdotes eran gentes superiores y como a tales les he tratado siempre. Pero vosotros me habéis demostrado que sois vanidosos, envidiosos y mezquinos en vuestra forma de pensar.
Dicho esto el soldado intentó seguir su camino, pero los sacerdotes se lo impidieron.
—Todo lo que has dicho está muy bien —concedió uno de ellos—. Pero, por favor, te rogamos que nos digas a quién saludaste, para que acabe esta disputa entre nosotros.
Viendo el soldado la necedad incurable de los sacerdotes, habló de esta manera:
—¿Queréis saber a quién saludé? Pues bien: mi saludo iba dirigido al que es el más estúpido de entre los cuatro.
Y dicho esto, se alejó con presteza.
Los sacerdotes se encontraron ahora en el mismo dilema y, como todos querían ser por tozudez el saludado, competían ahora por ser el más estúpido de los cuatro, aduciendo para ello multitud de razones.
Como tampoco pudieron ponerse de acuerdo sobre este punto, decidieron aceptar el arbitraje de las gentes del primer pueblo al que llegaran.
Cuando expusieron su caso ante el alcalde de una pequeña aldea que encontraron de camino, éste se extrañó mucho de la petición. Los sacerdotes que él conocía solían presumir de listos, no de necios. Como fuere, juntó a los cinco ancianos del tribunal del pueblo e instó a los sacerdotes a que hablaran de sí mismos y demostraran su estupidez.
—Yo soy el más estúpido de los cuatro —afirmó el primer sacerdote— y a mí iba dirigido el respetuoso saludo del soldado. Lo demostraré contando mi pequeña historia. Me casé joven, con una mujer muy delicada. Después de pasar unos días en la casa de mis suegros tras la boda, decidí regresar con mi mujer a mi ciudad. Por ser yo pobre tuvimos que volver andando y, al cruzar un pequeño desierto, el calor estuvo a punto de acabar con mi mujer. Se tumbó en la arena y afirmó no poder avanzar un paso más. Llegó entonces allí un mercader, que llevaba un buen caballo. Al ver que mi mujer no podía caminar se ofreció a llevarla en su grupa, mientras que yo quedaba allí. Mi mujer llevaba puestas joyas por valor de veinte rupias y él me ofreció una moneda de cincuenta, que era la única que tenía. Yo acepté y no la volví a ver más, o sea que acabé vendiendo a mi mujer por treinta rupias. Cuando esto se supo, todo mi clan me rechazó por indigno y hasta los niños me apedreaban por las calles al verme. Creo que esto es bastante prueba de mi estupidez.
—En verdad lo es —asintió el alcalde—. Creo que podemos darte el título de mayor estúpido sin dudarlo un instante.
—Esperemos a oír la historia de los demás —propuso uno de los ancianos. Y todos escucharon lo que tenía que decirles el segundo sacerdote.
—Yo también tuve un problema por no tener el dinero justo y por ello cometí una necedad aún mayor. Llamé a un barbero a casa, para que me afeitase la cabeza. Al pagarle le di una moneda de mayor precio que el de su servicio y resultó que el hombre no tenía cambio para darme. Entonces le dije que podía afeitar también a mi esposa, con lo cual quedaríamos en paz con respecto al pago. Así lo hizo y luego se marchó. Pero entonces vino mi suegra y se indignó mucho, ya que la cabellera de mi mujer era muy larga y bella. Se la llevó a su casa y no me dejó verla hasta que el cabello no le hubo crecido hasta la longitud que solía tener. O sea: por un afeitado estuve cuatro años separado de mi mujer.
—También esta historia es curiosa por estúpida —dictaminó el alcalde—. Realmente cualquiera de los dos podría destacar por su insensata conducta.
El tercer sacerdote tomó la palabra:
—Yo soy el más loco de todos, pues discutí con mi mujer sobre quién de los dos era más charlatán. Ella decía que yo; yo, que ella. Y así dimos en comprobarlo. Nos acostamos y decidimos que el primero que hablara al despertar sería el más charlatán y, por tanto perdería. Apostamos una hoja de bétel, más por diversión que otra cosa. Durmimos y, a la mañana siguiente, como ninguno de los dos se levantara, los vecinos y amigos pensaron que nos sucedía algo. Entraron en la habitación y nos hablaron, pero como ninguno de los dos contestamos, creyeron que estábamos en trance o endemoniados. Nos pegaron, nos arrojaron agua; finalmente llamaron a un brujo para que nos hiciera un exorcismo, pues ambos seguíamos sin hablar. Ya por la tarde y tras muchas horas de sufrimiento, mi mujer se cansó de la situación. Se levantó y dijo: «Está bien. Tú has ganado. Te daré tu hoja de bétel». La gente supuso que yo había hecho todo aquello por ganar una hoja de bétel y, desde entonces, tengo fama de ser el más necio de mi pueblo.
—Buena es esta historia también. Oigamos al último —ordenó el alcalde.
El cuarto sacerdote contó lo siguiente:
—Yo demostré mi necedad cuando me regalaron una tela para vestirme. Ya sabéis que, como brahmán, no puedo llevar ropas impuras o que hallan sido tocadas por gentes impuras. Por lo tanto lavé la tela para purificarla y la tendí para que se secara. Tras un tiempo me di cuenta de que un perro había pasado por debajo de la tela tendida y me quedé con la duda de si la habría rozado, pues, de ser así, estaría impura y tendría que volver a lavarla. Para comprobarlo me puse a cuatro patas debajo de la tela, más o menos simulando la altura que debía tener el perro, para comprobar si llegaba a rozarla o no. En principio no llegaba y la tela estaba por encima. Pero entonces recordé que el perro llevaba el rabo enhiesto. Entonces me até a mi trasero una hoz, que quedaba para arriba y que tendría la misma altura que el rabo del perro. Así preparado, pasé por debajo de la tela y comprobé que el rabo del perro sí habría rozado mi tela. Como fuere, la gente me vio a cuatro patas y con una hoz en el trasero, pasando por debajo de una tela y, desde entonces, tengo fama en mi lugar de ser el más majadero.
Todos los presentes habían escuchado estas historias muy regocijados. El alcalde tuvo un pequeño conciliábulo con los ancianos del lugar y luego se dirigió a los cuatro brahmanes.
—Hemos escuchado vuestras historias con atención —dijo—. Todas ellas son pruebas fehacientes de estupidez. Así es que hemos acordado que cada uno de vosotros, individualmente, es superior a los tres restantes. Así es que todos habéis ganado. Todos tenéis derecho al saludo del soldado.
Dicho esto, se alejó con los demás, decidido a no perder más tiempo con aquellos insensatos.
Pero los cuatro sacerdotes quedaron muy contentos con el resultado. Y cada uno de ellos por su lado saltaba de júbilo diciendo a voces:
—¡Yo he ganado! ¡Yo he ganado!
Hasta aquí esta visión panorámica de la cuentística india, de la que podría decirse muchísimo más. Estos cuentos sirvieron en su momento para formar a los príncipes en las labores de gobierno, para inculcarle al pueblo el sentido de las tradiciones, para mantener la religiosidad y los mitos, condensar la sabiduría de una civilización milenaria y, sobre todo, para la formación ética de los jóvenes. Fue tanto su prestigio en todas partes que el rey persa Anuxirván «El Justo» (más conocido como Cosroes I) envió a la India al físico y médico de corte Barzuyeh, con el encargo de que buscara unas hierbas maravillosas que, según la tradición, crecían en la India y curaban todos los males conocidos. El médico, tras un largo viaje, regresó a Persia y presentó a su soberano toda una amplia serie de colecciones de narraciones a las que denominó «hierbas de la sabiduría», pues eran éstas, efectivamente, las medicinas que remediaban las enfermedades sociales.