José Ortega y Gasset, creador de la luminosa teoría de la razón vital, pese a su calidad de filósofo habituado al puro y mero empleo de la razón, muestra siempre un respeto y un gran interés por lo indefinible de la poesía y su procedimiento de creación. Afirma que, en el hombre, el mundo poético es el ejemplo más transparente y definido de lo que se denominan «mundos interiores». En su obra crítica titulada Goethe desde dentro, con su peculiar lenguaje –caracterizado por su claridad expositiva, que hace siempre salir nítido a su pensamiento del fondo de la frase–, Ortega nos dice que la poesía consiste en callar los nombres directos de las cosas, haciendo que la pesquisa sea un delicioso enigma. Este enigma es doble para el filósofo español a la hora de entender a Tagore, en cuya obra no hallamos carencia de elementos occidentales, pero que, abandonando en gran parte la mise en scène del arte oriental, que suele estorbar en ocasiones la aproximación, conserva intacto su «asiatismo». Así, el análisis de la obra de Rabindranath tiene para Ortega el valor de todo un descubrimiento y, junto con sus propias conclusiones, se esfuerza por conocer la impresión que el poeta deja en las mejores almas europeas.
En noviembre de 1913 la concesión del Premio Nobel de Literatura despertó en España un especial interés por dos razones primordiales: la primera, el que la situación de neutralidad de España en el inminente conflicto europeo no desviaba en extremo la atención de las artes hacia la política, como sucedía con otras naciones del continente; la segunda lo era la candidatura de Benito Pérez Galdós, máximo exponente del realismo en la península ibérica. La concesión del premio a Rabindranath Tagore por su obra Gîtânjalî (Ofrenda lírica) produjo en primer lugar la consiguiente sorpresa y, a continuación, un profundo interés que fue trocándose en admiración a medida que se iba traduciendo la obra del bengalí, dándola a conocer al lector hispano.
Ortega, consciente de la deuda intelectual de Europa para con la literatura india y de las enormes posibilidades de que esta deuda aumentase con el curso de los años, fue de los primeros en saber apreciar la profundidad del espiritualismo de Tagore y la perfección de sus elementos estéticos, que perdieron lo mínimo en la traducción, gracias a los esfuerzos de los Jiménez, a los que Ortega definiría en su artículo Un poeta indo como:
…una pareja que, en lírico mensaje, como Titania y Aleson por la selva, atraviesan nuestra árida existencia nacional, fabricando inverosimilitud.
Cuando las obras de Tagore comienzan a publicarse en castellano, la situación de la poesía española es un tanto confusa. El Modernismo está llegando a su fin y existen multitud de poetas con estilos varios y dos únicos elementos comunes: la desorientación y el contendido deshumanizador en el arte. Los temas eternos de Dios, el universo, el espíritu, la belleza, quedan desplazados por la pirueta ultraísta, la crudeza del feísmo y las divagaciones subconscientes del superrealismo. En medio de ellas, el genio poético de Tagore llega como un influjo completamente renovador que llama la atención de los entendidos. Es de destacar el hecho de que Ortega y Gasset da su atención al poeta de la India cuando no la dedica a la poesía española de su momento, sobre la que apenas escribe. En la totalidad de su obra hace referencia a más de dos mil quinientas personalidades culturales, pero sin conceder mayor importancia a las sucesivas generaciones de poetas españoles. El motivo es que Ortega, como pensador que es, juzga a los hombres y a sus obras en virtud de su contenido filosófico, campo en el que muestra su respeto por el escritor de Bengala. Al mismo tiempo, sin embargo, nos hace partícipes de su temor de que el gusto estragado del momento en materia poética impida apreciar las cualidades del autor de Gîtânjalî y así, al hablar de él, dice en la obra antes mencionada:
Rabindranath es un poeta místico. He querido ocultar este pormenor hasta el fin, por temor a que causase alguna desilusión.
Las referencias que sobre él hallamos en sus obras, además de citas diseminadas en varios libros, se centran en tres artículos, los tres bajo el título de Un poeta indo, publicados en el diario madrileño El Sol en enero, febrero y marzo de 1918, en forma de cartas abiertas dirigidas a una dama desconocida e insertos en la sección del diario llamada «Estafeta literaria». En el título ha de notarse el empleo del vocablo ‘indo’, en lugar de ‘indio’ o ‘hindú’, referencia a que Tagore no representa para él una nacionalidad o religión, sino un ethos más amplio y primigenio. Es también de destacar su aceptación por parte de los lectores, teniendo en mente la fecha en que se escribieron. Al primero de ellos siguieron cartas de aprobación que indudablemente alentaron a Ortega a continuar con los restantes, buena prueba del impacto del poeta en un momento en el que los acontecimientos de la Primera Guerra Mundial absorbían el interés de los públicos.
En su somero análisis de la obra tagoriana conocida en España, Ortega se destaca por su habilidad en llegar raudamente al núcleo del tema. Cierto es que otros escritores españoles (tales como Gregorio Marañón, Ramón Gómez de la Serna, Antonio Machado, Eugenio d’Ors y otros) dedicarían su atención a quien Gandhi llamó «el gran centinela de la India», pero aun así no supieron profundizar lo suficiente en su obra, limitados quizá por sus premisas religiosas o por sus apasionamientos por lo nacional. No ocurre lo mismo con Ortega, quien en su análisis no se deja oprimir por ningún a priori literario, ya que sabe que la expresión artística y los esquemas prefijados son, frecuentemente, conceptos antitéticos y que el arte es principalmente una actividad de liberación.
Para profundizar en la obra de un poeta es imprescindible conocer los materiales que necesita para ella, dice Ortega; a los artesanos se les reconoce por sus herramientas. Las herramientas poéticas del poeta bengalí semejan algo a los universales de la filosofía: de ahí su validez para todo el mundo. En su articulo antes citado nos comunica:
Rabindranath no necesita de nada histórico y suntuario, nada peculiar de su tiempo o de su pueblo. Con un poco de sol, de cielo y de nube, de hontanar y de sed, de tormenta y de ribera, con el quicio de una puerta o el marco de una ventana donde asomarse, sobre todo con un poco de amoroso incendio y de fiebre hacia Dios, elabora sus canciones. Esta lírica se compone, pues, de cosas universales, que dondequiera hay, dondequiera ha habido y hacen de ella un pájaro pronto a cantar desde toda rama.
Esta misma universalidad hace que Tagore pueda ser entendido y estudiado en el contexto indio y también fuera de él, si así se desea, dando lugar al interminable análisis critico que lleva a buscar sus influencias y antecedentes, según los cuales Tagore participa del misticismo indio y del simbolismo europeo y de tantas otras escuelas como se desee. La realidad es que esta universalidad surge espontánea, es plenamente suya y le pone por encima de clasificaciones geográficas o idiosincrásicas, como Ortega observa acertadamente al decir:
Esa voz de Tagore, ¿desde dónde suena? ¿Viene de Oriente o de Occidente? ¿De cerca o de lejos? No sabemos. Más bien parece que a la par viene de toda la línea redonda que hace el horizonte vital.
El poeta se halla, efectivamente, fuera de las limitaciones del mundo y participa en la recreación de éste, añadiendo a lo real –que ya está ahí por sí mismo– un elemento irreal que yace ignorado en nuestro subconsciente. La peculiaridad del poeta verdadero es, para Ortega, el que nos relata algo que nadie nos había contado, pero que no es totalmente nuevo para nosotros. Tagore sabe muy bien manejar esta paradoja misteriosa que yace en el fondo de toda emoción literaria y así, en vez de ser simplemente un poeta de lo real, se convierte en el paladín de lo sutil y lo difícil de aprender, en el poeta de las cosas que ya van a llegar o que acaban de irse, ya que en tanto que la mitad del alma se ocupa de lo que fue, la otra mitad se centra en lo que va a ser, negando abstractamente el presente y reafirmando el valor del recuerdo y de la esperanza. Puede decirse que lo real y lo presente sólo sirven para que en él busquemos al pasado y al porvenir, ambos igualmente irreales. Y este saber sobre lo que fue y lo que será lo posee Tagore en alto grado, a decir de Ortega, en virtud de un fenómeno místico: la transmigración:
Pero este indio, que tiene un perfil de Cristo ario y una mirada febril entre sus párpados, ha pasado por innumerables avatares o reencarnaciones: ha sido sucesivamente todas las cosas. Como el Buda ha sido liebre y ha sido lobo; ha sido muchacha y ha sido guerrero, sacerdote y juglar; de una en otra existencia ha ido acumulando ese íntimo fermentar secreto de cada vida y, a través de cuerpos sin cuento, se ha filtrado su alma, como la gota por las capas de la roca, perdiendo materia y ganando en esencia sutil. Esta esencia sutil de una vida innumerable nos llega hoy, líricamente modulada en el dulce trémulo de su poesía.
Mediante este conocimiento innato elabora Rabindranath la base de su edificio estético-filosófico, del que el concepto de Dios es el cimiento fundamental. Como es sabido, Tagore sigue la pauta de los clásicos y hace de la divinidad el centro lumínico de su inspiración, pero no a la manera típica de la antigua epopeya, sino en un plano mucho más transcendental y profundo, en el que su sensibilidad se traduce en una constante espera. «He cantado muchos cantos en muchos modos –escribe Tagore–. Pero todas sus notas siempre claman: ¡Ya viene, ya viene para siempre!»
Ortega define la religión de Rabindranath como basada en la unicidad de toda la vida, humana o no humana, y añade que lo divino y lo humano, lo universal y lo particular, se entrelazan en él de tal forma que llegan a complementarse. Lo divino se define a sí mismo en lo humano y, a su vez, lo humano alcanza la divinidad a través de la intensidad del vivir. Esta interpretación de Tagore concuerda con el principio fundamental del vitalismo de Ortega, que descubre la vida humana como realidad radical, como un quehacer dinámico del «yo» con las cosas, con la misma intensidad existencial en suma que permite al hombre llegar a las fuentes del conocimiento del Ser y asimilarlo en su sentido metafísico.
Tratando sobre los temas, es el argumento del relato escénico El cartero y el rey uno de los que más impresionan al escritor español, que desglosa y comenta la historia. Ortega afirma que todos hemos esperado una carta de un rey, que de lo más hondo de nuestra persona sale un verdadero «yo» y que este «yo» es un niño incorregible que siempre espera lo absurdo. Nos manifiesta que todos los grandes espíritus han sabido escuchar la alegría y el llanto del niño que llevamos dentro, por debajo de los ruidos externos de la vida. Continúa diciendo que en El cartero y el rey Rabindranath se complace en subrayar ese anhelo incorpóreo, esa extraña potencia del espíritu que nos hace fluir hacia lo que aún no es, ese dinamismo espiritual que a la postre constituye nuestra realidad decisiva.
Pero uno de los elementos que más impresionan a Ortega de los que se hallan en la obra de Tagore es la calma, la serenidad inmanente que en ella se percibe y que es un factor aliviador de la angustia producida por la inquietud de los tiempos. Recordando las conferencias que el escritor indio pronuncio en Inglaterra, dice un biógrafo que éste parecía tener el poder de convertir un aposento ordinario, una casa de Londres, un aula académica, una reunión popular, en vehículo de su serenidad india. Ortega asevera que la calma del pueblo indio proviene de que ha puesto bien en claro la relación de la persona con los problemas últimos. El filósofo dice metafóricamente que la poesía del bengalí hace al lector derivar como una corriente que fluyese hacia atrás, hacia su propio manantial.
Apenas comenzamos la lectura de este poeta, el corazón se nos pone al paso, al paso lento con que van por el zodíaco las bestias siderales; al paso germinal con la que la semilla asciende so la gleba; al paso con que se hincha y se afloja en las mareas el pecho curvo del mar. Recuérdese que los dioses del Asia, según el mito, los devas, toman aliento una vez cada cien años y respiran sólo cada cien horas.
Asia no tiene prisa, pues vive en un tempo más cósmico que humano. No siente la exacerbada ansiedad de Europa, que se angustia por lo efímero de las cosas e intenta, a fuerza de añadiduras, dar a todo un aspecto de permanencia. Como colofón de su aproximación incluye Ortega en sus escritos la frase de Tagore que afirma que en la creación de Dios, nada tiene fin y que todo lo que es verdadero, permanece. Y afirma en otro lugar que, cuando Tagore ya no sea una voz viva en el mundo, seguirá permaneciendo su poesía y seguirá siendo siempre una melodiosa evocación de los tiempos idos, cuando su filosofía constituía, sin duda, un bálsamo para los espíritus.